Haneke vs Haneke
Se puede intentar disfrazar de muchas maneras distintas pero la finalidad última de un remake es la eliminación y sustitución de la película original dentro de la cultura cinematográfica. La corrección política y nuestro ansia racional por democratizar todo nos empuja hacia la convivencia pacífica de versión y obra original, pero la realidad es bien distinta. Somos animales cinéfilos irracionales, vivimos una carnicería, una guerra civil constante donde sólo uno de los dos bandos puede resultar triunfante. Citando las inmortales palabras de Mad Max 3, más allá de La Cúpula del Trueno (Mad Max Beyond Thunderdome, George Miller, George Ogilvie, 1985): ¡Dos hombres entran, uno sale!
Pensémoslo por un momento, existe una razón lógica, más allá de la facilidad de configurar rankings, por la que los existen más listados de 10 películas que textos abordando las tendencias de final de año, somos reduccionistas por naturaleza. Como el canal de televisión Paramount Channel, que ha decidido resumir toda la historia del Cine a unos playoffs con el “sanísimo” objetivo de decidir cuál es la mejor película de la historia. Un canibalismo, alguno diría darwinismo, que nos empuja a hacer analogías innecesarias dentro de nuestros discursos críticos, porque muy en el fondo, sabemos que nada nos excita más que el olor a sangre de una buena pelea. ¿Qué es lo que puede llevar entonces a un cineasta a competir contra sí mismo?
Repasando la lista de creadores enfrentados a su propia obra podemos encontrar a cineastas no americanos que buscan ampliar la posible audiencia de su obra a través de nuevas versiones producidas dentro del tejido fílmico hollywoodense y que buscan replicar mímicamente sus películas originales. Así por ejemplo encontramos los casos del realizador georgiano Gela Babluani con 13 (Gela Babluani, 2010), que a pesar de la notoria desaparición de la fotografía en blanco y negro) era una copia de su antecesora o de Ole Bornedal con La sombra de la noche (Nightwatch, Ole Bornedal, 1997). También se pueden encontrar procesos adaptativos para configurar los remakes de cara a targets opuestos —los lavados de cara que sufrieron El grito (The Grudge) (The Grudge, Takashi Shimizu, 2004) que alteró su narrativa para hacerla más accesible al público americano centrando la historia en el personaje de Sarah Michelle Gellar o Secuestrada (The Vanishing, George Sleizer, 1993) de George Sluizer, donde se alteró el nihilista final original por un happy ending más conservador. Pero bueno, al menos te puedes llevar un sorprendente a día de hoy cambio de roles con Kiefer Sutherland y Jeff Bridges interpretando a la víctima y villano respectivamente y uno de los primeros papeles en cine de Sandra Bullock como novia secuestrada y asesinada.
Siempre se puede discutir los roles en la industria de estos casos, el hecho que no sean autores consagrados, que se trate de realizadores foráneos que buscan enrolarse dentro de la idiosincrasia de Hollywood, etcétera… Ejemplos de cineastas reputados como Yasujiro Ozu —La hierba errante (Ukigusa, 1959) que demostraba que el tiempo era un factor decisivo a la hora de analizar la carrera y arreglar un largometraje—, Howard Hawks —Nace una canción (A Song is Born, 1948) que buscando una actualización contextual de su obra, decidió variar buena parte de su propuesta genérica incluyendo piezas de jazz adicionales— o Alfred Hitchcock —El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knew Too Much, Alfred Hithcock, 1956) con la que también denotaba el paso de los años como factor fundamental para el crecimiento de un realizador y practicaba perversas variaciones con respecto a su película original—, acaban por negar tal axioma y exponen el fenómeno del remake como una suerte de juego maestro de superación como cineastas.
Podríamos considerar el caso de Funny Games (Funny Games US) (Funny Games U.S, Michael Haneke, 2007) como un modelo híbrido pues si bien Michael Haneke estaba consolidado como autor europeo dentro de la cosmología europea y sin necesidad alguna de hacerse un nombre en cualquier mercado, la película supuso su primera producción americana con el objetivo de llegar a una audiencia lo más masiva posible. Teniendo en cuenta la obstinación del cineasta austríaco por considerar Funny Games (Juegos divertidos) (Funny Games, 1997) como una reflexión y crítica acerca de la representación de la violencia cinematográfica y teniendo en cuenta las fechas donde se germinó el proyecto, no hace falta convertirse en cartógrafo para trazar una línea imaginaria paralela y darse cuenta que este remake surge entre otras cosas como férrea oposición a la eclosión del fenómeno del torture porn que por entonces vivía felices días mediáticos. Tampoco cuesta realizar conjeturas y concebir la idea de un Haneke autoerigido en juez invisible y omnisciente del audiovisual popular, un poco a la manera de Caché (Escondido) (Caché, 2005), todo hay que decirlo, y negar con el dedo la posibilidad de que la vulgar plebe se pueda divertir a costa de higadillos y casquería. Poco importará que algunas de estas películas sean una importante radiografía de los convulsos primeros años del siglo XXI, la simple idea de un componente lúdico en la violencia debe ser juzgada como un hecho de una moralidad repugnante. Así Haneke, todo lo feliz y contento que puede estar, emprendió la aventura de rodar una nueva versión calcada casi plano a plano de una de sus películas más famosas con la sana intención que los adolescentes de Arizona que fueron al centro comercial a deleitarse con las torturas de Hostel (Eli Roth, 2005) comulgaran intelectualmente con él, de la misma manera que lo había hecho años antes la burguesía cultural de los Cines Princesa o Verdi. Cursillo de ética avanzada para dudebros.
Una de las primeras y más obvias barreras para implantar tu moral dentro del populacho americano —El Inception moral, un remake de una idea dentro de un remake— es la del idioma. Los malls no se abarrotan de gente dispuesta a ver una película en versión original con subtítulos como bien sabe Harvey Weinstein, por lo que un nuevo reparto debía ser elegido. Para el papel de sufrida protagonista, Naomi Watts resultaría la agraciada, lo cual ya supone una notable diferencia respecto a su predecesora Susanne Lothar. La actriz de Mulholland Drive (David Lynch, 2001) es mucho más joven y bastante más atractiva que su compañera alemana. No pretendo descubrir el fuego al escribir sobre el carácter interpelativo de la película original de Haneke. De hecho, más bien todo lo contrario, volver a recurrir una vez más sobre el tema tópico debería provocar el sopor más absoluto para todos aquellos que no se encontrasen viviendo bajo una roca o no hayan leído un texto crítico sobre el cineasta austríaco en los últimos 15 años. A estos últimos, mi más sincera enhorabuena, no se han perdido nada interesante. Pero si acotamos la referencia al terreno Watts/Lothar y teniendo en cuenta las obvias connotaciones sexuales del juego de los agresores, uno no puede dejar pasar por alto lo sustantivo del cambio y de la variación de una secuencia donde la protagonista se cambia de ropa y deja ver sus pechos transparentados a través del sujetador. ¿Acaso a través de este cambio se nos está acusando con el dedo y negando el carácter sexual claramente explícito de la situación apelando a una cierta superioridad moral? ¿Considera el realizador austríaco que sentirse aunque sea mínimamente excitado por las transparencias de Naomi Watts es algo a reprimir? Entonces, ¿podemos ver los pechos de una actriz europea en un contexto de valores institucionales pero se nos cohíbe la misma imagen de su partenaire más joven y atractiva en lo que supuestamente es una fotocopia del original? ¿Es el desnudo también una cuestión moral siempre que sea protagonizado por una persona de buen ver?
Hace relativamente poco acuñé el término “paja moral” para referirme a la supuesta superioridad moral de determinados cineastas para reprimir los deseos y pensamientos más primarios de su audiencia. Por lo general, el cine de terror es un género bastante proclive a ello, quizás por ser conocedor de las parafilias de sus espectadores y por cierta reputación indecorosa de su condición que obliga a los realizadores a intentar superar pensamientos poco rectos y dados a la “abyección”. Por ejemplo, Martyrs (Mártires) (Martyrs, Pascal Laugier, 2008) o Hostel 2 (Eli Roth, 2007) son películas pajas morales en sí mismas, donde los realizadores niegan cualquier atisbo de pulsión sexual a pesar de estar claramente insinuadas. Álex de la Iglesia en La habitación del niño (Álex de la Iglesia, 2006) que rechaza la concepción erótica de la imagen desnuda de Leonor Watling y utiliza un inserto violento para matar la erección.
El concepto “paja moral” no sólo tiene porqué concernir únicamente a las bases sexuales, la autoridad intelectual del cineasta también puede rechazar otros bajos instintos como puede ser el simple disfrute dionisíaco de una obra y llegar a contradecir su propia naturaleza fílmica. Pienso por ejemplo en Pánico nuclear (The Sum of all Fears, Phil Alden Robinson, 2002) donde se abomina su propia origen como blockbuster pirotécnico para embutir el conjunto con un traje de thriller político que en realidad no acaba por encajarle, y más aún si tenemos en cuenta que lo que realmente está deseando el espectador es ver como explota por los aires la Superbowl. Y no, Christopher Nolan no ofrece la paja moral dentro de su catálogo, puesto que la “intelectualización” del concepto del superhéroe siempre fue la noción original de su trilogía sobre Batman y no existe el condicionante de insinuación y castigo.
Una vez alejados del conflicto moral sobre las tetas de Naomi Watts y posicionándome a favor de que Haneke nos escarmienta como espectadores negándonos esa imagen, los cambios en el resto del reparto también afectan notablemente nuestro posicionamiento como espectadores de la ficción. La elección de Tim Roth como marido supone una diferenciación con respecto a la elección de Ulrich Mühe. Ya no es que el actor de Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994) esté alejado de la imagen de hombre común del original alemán sino que sus interpretaciones y el retrato mental que de él tenemos, nos lleva a imaginarnos a un cabeza de familia cuyas fuentes de ingreso están más cerca del narcotráfico que de fichar a las 8 en una oficina. De la misma manera la inquietante presencia de Arno Frisch y Frank Giering, los adolescentes protagonistas del Funny Games del 97 ha sido sustituida por Brady Corbett y Michael Pitt, que a pesar de añadir un terrorífico parecido que quizás de manera inconsciente o no parece remitir a los horrores cromosoicos del nazismo, es difícil que resulten creíbles dentro de un contexto de confianza tal y como para ganarse la confianza de una desconocida por mucho estatus de clase que haya y más si tenemos que los antecedentes invitan a pensar que lo único por lo que se levantarían del sofá para ir a casa de su vecina sería si se les acabasen los Doritos o el papel de fumar. Adiós a la idea de que ocurrió cerca de tu casa.
Una de las verdades de este Funny Games es la constatación sobre la imposibilidad de aislar una ficción de la realidad subyacente. No sólo hablo del inevitable proceso de actualización tecnológica del relato, que en el caso de Haneke se limita a incluir algún teléfono y un par de pantallas más, sino de las querencias de la audiencia y de las circunstancias coyunturales en las que transcurre la producción. La intención del cineasta de trasladar su crítica hacia la violencia audiovisual del cine popular USA no funciona de la misma manera en la industria cultural europea que en la norteamericana, ya sea por la prepotencia del europeo medio hacia el consumidor yanqui o por el eterno pragmatismo del segundo. A pesar de pretender lo contrario, la línea entre la ficción y la realidad nunca fue tan definida por el fracaso de trascender su alegato contra la nueva contraola de terror americano y porque un vistazo rápido a la hemeroteca basta para comprobar como la mayoría de las críticas del momento se centraron más en intentar analizar el fenómeno del remake que en tratar de comprender el germen del proyecto como pretendía Haneke a juzgar por las múltiples entrevistas concebidas durante la promoción de la película.
El fracaso de Funny Games U.S va más allá de su nulo índice de penetración dentro del audiovisual contemporáneo. Su alegato contra el torture porn no sólo cayó en saco roto para el público americano —apenas 8 millones en la taquilla mundial y un paso casi invisible por los festivales de medio mundo— sino que su lanzamiento se puede considerar casi la avanzadilla del (re)nacimiento de un nuevo género de películas de terror que se apropiaron de los rasgos formales y temáticos de su película, desposeyendo a la misma de cualquier querencia intelectual y bajando los discursos sociales a un tono más cercano a los habitantes del centro comercial a los que pretendía llegar con esta nueva versión. Incluso, llevando un poco más allá la imagen de Haneke vencido por el enemigo mainstream, el torture porn no acabó siendo erradicado por el realizador austriaco sino que cayó derrotado por un nuevo subgénero cinematográfico, el found footage, una serie de títulos que también parecieron adquirir ciertas querencias y formas visuales del cine del propio Haneke y que por supuesto desarticulaban cualquier tipo de discurso inherente a su obra.
Mientras tanto el propio Haneke renegó de su experimento internacional y no fue absorbido por la industria americana. No ha acabado dirigiendo películas para la temporada de premios bajo el mecenazgo de los hermanos Weinstein como muchos agoreros predicaron en su día. Por el contrario, fue recibido de nuevo con los brazos abiertos por la élite cultural europea, se llevó una Palma de Oro por alertarnos sobre los orígenes del nazismo y pasó de provocar seniles desmayos en las proyecciones de La Pianista (La Pianiste, Michael Haneke, 2001) a ser director de cabecera para este público, palomas metafóricas mediante. De ser avant-garde de la intelectualidad europea a convertirse en mascota cultural mediática de la España de la crisis. Pasar de exposiciones en Francia a homenajes y dirigir óperas en capitales tan liberales como Oviedo o Madrid, bien merece una reflexión sobre el lugar que actualmente se ocupa dentro de la cosmología auteur, signifique esta lo que signifique.
El proceso de remake no es necesariamente uno de sustitución. Pienso en Takashi Miike y sus remakes que son más bien homenajes. No sé, me parece que es un fenómeno del cine mainstream norteamericano que es el que genera esos procesos de fagotización constante.