En francés todo suena mejor
Tensión sexual no resuelta: dícese del permanente estado de alerta entre dos primates humanos sometidos a una atracción física insoportable. Un nudo gordiano en el normal transcurrir de la relación que sólo cede ante una violenta explosión lúbrica. En román paladino, después de un señor polvo. Casi, casi tan básico como el concepto en sí es convertirlo en recurso argumental, e ir más allá. Introducir la tensión sexual en una pareja de antagonistas: una princesa de una galaxia muy lejana y un corsario del espacio; una profesora de conservatorio, masoquista en la intimidad, agria en sociedad, y un rubiazo sanote, amigo de sus amigos; o la hija del dueño y señor de Tara, esa que se da aires de nobleza sureña, que termina yaciendo con el mejor cliente del burdel de Belle Waitling. El cielo es el límite. Tantas combinaciones como en un cubo de rubbik. A diferencia del cubo, todas las combinaciones valen, todas funcionan con la precisión de un TAG. Todas son tan predecibles como un TAG.
Les combattants, que hunde sus cimientos balls deep —permítanme continuar con la jerga de dos rombos— en los picores estivales de sus protagonistas, su tira y afloja, no escapa a la ecuación. No se trata de cine, es matemática pura, a pesar de ciertas pretensiones periféricas que sólo vienen a asentar los lugares comunes. Dos locomotoras que avanzan por la misma vía, a distintas velocidades y en sentido contrario. Van a chocar y lo sabes. Te lo enseñaron en el colegio. Y Thomas Cailley lo sabe mejor que tú. Por eso necesita llenar el hueco hasta la colisión con conatos de cavilaciones antropológicas que terminan engullidas por el estruendo final. Durante ese trayecto, Cailley nos quiere contar que las mujeres pueden ser tan duras y tan capaces como los hombres sin que ello implique pase VIP para La Almeja Desnuda. La revelación llega 150 años después de que la Jo March de Mujercitas cogiera carretera y manta, y con los huesos de Thelma y Louise pudriéndose en el fondo del Cañón del Colorado desde 1992, aunque nunca está de más repasar la teoría. Cailley intenta versar también sobre el individualismo. Su heroína (Adèle Haenel), es una muy buena hija del siglo XXI. A falta de problemas reales, otea el horizonte desde su atalaya burguesa en busca de elementos que refrenden su derecho a la rabia adolescente. Es la gran paradoja de los rebeldes sin causa: necesitan una causa. Ella cree que el apocalipsis va a llegar, que el chalet de papá y mamá no servirá de refugio cuando el planeta sucumba a la estupidez humana. Se ha empeñado en convertirse en una Katniss Everdeen. Como Katniss, anda borracha de arrogancia, puede sola con todo, y esa es la otra gran lección que nos deja Les Combattants: a veces nos viene bien una mano amiga. Gracias, Thomas. Gracias.
Pero olvidémonos de las salvas al aire y las oportunidades perdidas. Profundizar en la personalidad de esta Madeleine Beaulieu hubiera resultado en un sustancioso retrato generacional, y ahí nos duele. Cailley demuestra capacidad para definir perfectamente al personaje con apenas dos trazos de plumín, pero no quiere pintar un cuadro de Madeleine. No ese cuadro. Elige el cliché y el cliché se lleva por delante lo que era una buena promesa. De estandarte del aburrimiento vital de los malcriados torna en tramposo objeto de deseo de un aprendiz de carpintero. En el fondo, como en casi todas las historias femeninas, o feministas, imaginadas por hombres, existe una fantasía heterosexual soterrada. Madeleine es un anzuelo con ojos color fanta limón y las formas turgentes de los 19 años. Y esto es aún más antiguo que Mujercitas. No es una marimacho estúpida, es la chica de tus sueños. Cailley se encarga de que lo sea.
Admitámoslo, estas mil palabras están aquí porque en francés todo suena mucho mejor. Con ese título, ese póster y el tráiler adecuado nos preparamos para enfrentarnos a un par de jóvenes gabachos, muy leídos, guapos sin saberlo y sobradamente atribulados. A unos soñadores, unos edukadores, una banda aparte. No se engañen. Los publicistas, que saben más que tu abuela y casi tanto como un ratón colorado, lo han visto claro; han convertido Les Combattants en Love at first fight (Amor a primera torta, podría valer) para el público internacional. La historia, además, es carne de primera para un remake. Con otras formas, en otro lugar, con chavales que se tomen a sí mismos mucho menos en serio, un Amor a primera torta es posible. Son las formas, la mirada de los mil metros, el océano que separa Estados Unidos de Francia. La vocación de trascender a cada plano, no importa si se captura el momento en que un pijo de La Riviera abre botellines de cerveza con los dientes. La pausa, el arrebato. ¡El arrebato! ¿Recuerdas? ¿Recuerdas aquellos cromos?
Nosotros recordaremos que el cromo de Thomas Cailley nos proporcionó algo de solaz, que estaba primorosamente troquelado, pero que no nos arrebató. Nos dejamos llevar por los ecos de La Marsellesa. Quizás la culpa sea nuestra por no dejar las expectativas fuera de la sala de cine.