Amar, beber y cantar

Esa cosa llamada felicidad

Sin remedio todos vamos a sufrir / Intermedio, todos vamos a reír
-Carlos Berlanga

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Voy a intentarlo. Entre abril y mayo de este año me tragué buena parte de la filmografía de Alain Resnais, aprovechando que el Festival de Cine de Autor de Barcelona y la Filmoteca programaban una retrospectiva prácticamente completa. Ahora estoy aquí, ante la tesitura de escribir sobre la que fue su última película, Amar, beber y cantar (Aimer, boire et chanter, 2014), estrenada hace unas semanas en España, y por alguna razón me viene a la cabeza una de las pocas escenas que me hizo verdadera gracia de Anacleto: Agente Secreto (íd., Javier Ruiz Caldera, 2015). En ella ocurre que dos tipos están en un coche, aguardando, charlando, recordando un pasado mítico, y uno le dice al otro que esas cosas no se van, que el pasado sigue aquí, y señala su cabeza, su coco, su testa, para que un instante después veamos como ambas cabezas revientan por obra y gracia de dos certeros disparos de francotirador. Y lo que queda entonces son dos feos charcos de sangre. Y en mi cabeza, afortunadamente entera y operativa, pero desbordada, el magma de la obra del autor de Je t’aime, je t’aime (1968) se esparce también como una especie de charco, como un mar agitado cuyas olas fueran las posibilidades que tenemos de ser felices, de vislumbrar, ni que sea por un instante o a través de una puerta entreabierta esa cosa llamada felicidad.

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Hay una escena, en Amar, beber y cantar, en la que Jack (Michel Vuillermoz) tiene una conversación algo tensa con su esposa Tamara (Caroline Sihol) mientras, de fondo, oímos los ruidos de unos operarios que están montando una carpa para una fiesta de cumpleaños. Al término de la conversación, como avergonzado por si los operarios les han oído, Jack se acerca mucho a la cámara y, entre balbuceos, intentando poner cara de aquí no ha pasado nada, les dice que no se preocupen, que es una discusión de nada y que, por lo tanto, sigan como si nada. Parece que se lo diga a los operarios, pero a quien mira, acercándose hasta que la cámara coge su rostro en primer plano, es a nosotros. Diría que es la única vez en toda la película que un actor habla así, tan directo y tan cerca del objetivo, exceptuando esos momentos en que vemos a los personajes hablar sobre un fondo neutro. Resnais murió poco después de estrenarse la película en el Festival de Berlín, el año pasado, y aunque para mí, en este momento, está más vivo que cuando estaba vivo, hay algo triste y seguro y es que no volverá a hacer películas y que esa que menciono es la última vez que uno de sus personajes le hablará de tú a tú a la cámara. Y yo sospecho que a quien se dirige ese personaje es a los espectadores, para pedirnos que no le demos tanta importancia a las contingencias del día a día, porque la vida es un juego y la muerte también. Tanto Vous n’avez encore rien vu (2012), su anterior película, como esta Amar, beber y cantar, a fin de cuentas, están revestidas de un innegable aroma de despedida y de juego, de reunión de viejos amigos, de su troupe habitual, entre los que está, como no puede ser de otra manera, su compañera Sabine Azéma, quizá el rostro más icónico de su cine, un rostro que Resnais lleva filmando desde La vie est un roman (íd., 1983).

Azéma debutó en el cine a las órdenes de Georges Lautner en 1976 con una película llamada On aura tot vu, que en español significa “lo habremos visto todo”. Si me permiten, tiene su gracia el que Resnais titulara su penúltima película Vous n’avez encore rien vu, “todavía no habéis visto nada”, como si pretendiera regalarle el misterio de la eternidad, cifrado casi a modo de chiste privado en referencia a aquél lejano filme, a la que fue su esposa desde 1998. Claro que, al decirnos que todavía no hemos visto nada, Resnais también se dirige a nosotros para volver a recordarnos que todo es una ilusión, como le decía una y otra vez Eiji Okada a Emmanuelle Riva cada vez que ella le susurraba que había visto cosas en Hiroshima. “No has visto nada, en Hiroshima. Nada”.

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La vida es una ilusión, o un roman, una novela, quizá de aventuras. La vida es una ilusión y Resnais empezó a hacer cine con la memoria y sus laberintos como escenario para irse desplazando, con el paso de los años, hacia el territorio de las oportunidades, perdidas, recobradas o apenas entrevistas. Sobre todo a partir de los noventa y del delicioso díptico Smoking / No Smoking (íd., 1993), el cineasta francés utilizará la comedia ligera, a veces musical, para reírse de nuestros anhelos, que casi nunca se corresponden con las cosas que tenemos a nuestro alcance, con las personas concretas, de carne y hueso, que han decidido que nos quieren sonreír cada mañana sin pedir nada a cambio. Resnais se sirve del teatro de variedades también para señalar nuestra sempiterna impostura, nos hace a todos unos embusteros capaces de enfundarnos cualquier disfraz, por ridículo o contranatura que sea, para convencer al otro de que somos su media naranja. Amar, beber y cantar está gobernada por la ausencia de alguien llamado George Riley, que ocupa en los desvelos de los demás personajes un lugar mayor del que ninguno de ellos está dispuesto a reconocer. Y Resnais reserva la emoción, el escalofrío, para el tramo final de la película, en el que se impone una apuesta por el aquí y el ahora, por los presentes antes que por los ausentes. Llegan algunos besos, algunos abrazos, algunos acercamientos; parece que se avecinen, y tomo prestada ahora una expresión que anoche le oí a una buena amiga, los achuchones de la concordia.

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La vida es, a fin de cuentas, un decorado. El tiempo no existe o bien podría decirse que es relativo. Terriblemente relativo, diría yo, a veces. Claude Ridder (Claude Rich), el protagonista de Je t’aime, je t’aime, estará de acuerdo conmigo. A veces puede ocurrir que sean las tres de la tarde para siempre. Volviendo a la película que nos ocupa, también parece que en casa de Colin (Hippolyte Girardot) y Kathryn (Sabine Azéma) los relojes, ni marcan la hora correcta ni se ponen de acuerdo entre ellos, por más que Colin se empeñe en sincronizarlos. Kathryn sólo sabe que hubo un tiempo en que el tiempo se ralentizó y luego ya nada volvió a ser lo mismo. Por más que existan los decorados y los maridos devotos que arreglan relojes, siempre queda un cierto vacío, o el temor a sentirlo, a que se caiga el decorado o esa carpa que están montando los operarios en el jardín mientras Tamara y Jack discuten. El vacío que ha dejado Resnais cada cuál lo conoce y sabrá cómo gestionarlo: sus películas seguirán ahí para darnos cobijo y algo de felicidad en un mundo en el que a menudo la felicidad es un bien escaso. Bebamos, pues, con la moderación que cada uno estime conveniente, y cantemos, aunque cantemos mal, aunque nos expongamos a desafinar o a despertar a los que duermen. Y amemos o como mínimo hagamos el amor, si nos dejan, que nunca viene mal, más bien al contrario. Digan lo que digan.