Eden

Aún puedo escuchar la música

Primer amor (Un amour de jeunesse, 2011) marcó un punto de separación en la carrera de Mia Hansen-Løve. A diferencia de Todo está perdonado (Tout est pardonné, 2007) y El padre de mis hijos (Le père de mes enfants, 2009), la figura ausente del padre ya no constituía la fuerza dramática para construir el relato. Aquí era la evolución emocional de su protagonista en los años del despertar sentimental la que accionaba los resortes de la película, como una versión más desarrollada de esa incipiente vida propia que apuntaban los personajes interpretados por Constance Rousseau en Todo… y  Alice de Lencquesaing en El padre…, respectivamente. Y, en cierto modo, como la misma Hansen-Løve, que lograba emanciparse de la influencia estética de Olivier Assayas y eludía el pesado andamiaje de la reflexión metacinematográfica —El padre…no dejaba de inspirarse en el suicidio del productor Humbert Balsan— para abordar una visión más personal. No en vano, el denominador común entre sus tres primeros largometrajes y Eden (íd., 2014) es que todos están compuestos por pequeños detalles biográficos, situaciones y figuras familiares que apuntalan la mirada íntima de su directora. Ese río de sentimientos, conflictos y titubeos emocionales que, como las hojas de un diario, refleja el lento proceso de maduración de sus personajes.

Eden es, en este sentido, una versión pulida de Primer amor, en la que las decisiones creativas de Hansen-Løve no solo tienen mayor relieve en la trama, sino que también describen mejor la (insoslayable) melancolía de su protagonista. Porque, como le sucedía a la Camille de su anterior largo, lo que define a las criaturas de su obra es la obstinación; su perseverancia por conquistar un anhelo que se difumina en el tiempo, cuyo trayecto serpentea el curso de los años sin que en ningún momento parezcan alcanzarlo definitivamente. Y sin que la melancolía sea la fuerza motriz de ambos, solo su destino final, pues lo que Hansen-Løve pretende mostrar es la tenacidad, la energía, con la que se entregan a sus respectivos amores. En el caso de Eden, a la música garage cuyos compases acompañan el camino de Paul hacia el mundo de los DJ y la electrónica. Un escenario que conocemos justo en el momento de su eclosión, con el nacimiento de los primeros fanzines, la cultura de club y las radiofórmulas y el surgimiento de Daft Punk dentro de la escena musical parisina.

Hansen-Løve, sin embargo, elige contar la historia de los que formaron parte del hervidero creativo pero no consiguieron conquistarlo. Mientras los Daft Punk son una presencia de fondo, la energía creativa de Eden la canaliza el amor por la música de Paul y su pequeño grupo de amigos, las noches electrónicas, los viajes a América y la madurez que se filtra con el correr de los años. La épica de aquel microcosmos tan intenso comienza a decaer a medida que se protagonista se estanca. El garage declina en favor del french touch, y Paul se encuentra en la tesitura de aceptar esa amarga transición de actor principal a espectador, tal y como refleja ese instante en el que, entre la multitud, escucha por primera vez el da funk de Daft Punk y reconoce que los tiempos han cambiado. Así, con esa melancolía cada vez más palpable, Hansen-Løve retrata el devenir de un personaje que no consigue hallar su lugar, que asiste a la dispersión de aquel grupo inicial a medida que cada uno de los integrantes encuentra su porvenir.

Uno de los elementos más atractivos de Eden consiste en su trabajo de la elipsis, que separa en bloques cada vez más alejados temporalmente la evolución dramática de sus protagonistas. Cada transición desnuda, acaso con mayor dureza, el vacío de Paul y su vulnerabilidad ante un mundo adulto que ha construido desde la música. En el que ya no tiene cabida Louise, salvo como una figura que entra y sale de su vida. Una herida aún por cicatrizar que le recuerda las elecciones vitales escogidas, los caminos abandonos y la perseverancia sin fruto. En una aparente frialdad que no es tal, pues Hansen-Løve aborda esos momentos de intimidad entre los personajes desde una mirada más madura. Frente a la sensibilidad sincera pero algo pueril de Primer amor, las relaciones personales de los protagonistas de Eden poseen más matices, más palabras; instantes hermosos como esa vida de pareja entre Paul y Louise que su directora hace bascular entre la ternura, el egoísmo, la falta de madurez y la sensación de haber dejado escapar lo bueno de la vida. Las pequeñas cosas, los gestos francos que no conocen una edad, pero sí una persona determinada, y que precisamente por eso ya no se vuelven a repetir con nadie más ni a recuperar esa intensidad. Porque quizá Eden es más consciente de la caducidad de esa primera mirada sobre la vida, de esa argamasa de elecciones, impulsos y anhelos que no acaba de cuajar porque no ha encontrado su momento.

Respecto a sus anteriores largometrajes, Eden conserva algunos rasgos propios. Hansen-Løve retrata al personaje de Cyril, el amigo suicida de Paul, con idéntico tacto con el que abordaba la muerte de Victor en Todo está perdonado. Tras una elipsis, nos enteramos de su muerte —que Hansen-Løve no visualiza, en un gesto de pudor—  y solo quedan los dibujos acabados como testamento de la figura más triste de la película. Quizá también la más lúcida, la que observa la caída y se adelanta a su impacto. También la única de todo el grupo que deja una obra, una huella, mientras el resto se apaga entre vidas anónimas o engrosa la lista de artistas sin obra. Porque Hansen-Løve refleja la escena musical como un ir y venir, unos pocos acordes familiares que suenan en los oídos de su protagonista, las fiestas nocturnas atiborradas de gente, los preparativos para cada sesión… Paul nunca parece tener un sitio fijo, repartido entre la mesa de mezclas, el segundo plano en la sala o el baile entre la muchedumbre. Es como si esa experiencia no le perteneciese, no pudiese asirla con ambas manos. Demasiado escurridiza, demasiado efímera. Como un enamoramiento que viene y va, que corre más rápido que su educación sentimental, quemando etapas a toda velocidad. Le sucede como al Sullivan de Primer amor, que nunca está allí donde se le espera y se mueve impetuosamente, llevado por una música que devora cualquier otro amor. Que, quizá, es el único que no termina de abandonarle.

La madurez en el cine de Hansen-Løve tiene esa faceta algo paradójica de conceder el mismo rostro, el mismo cuerpo, a sus personajes. Si Lola Créton no perdía su estilo aniñado en Primer amor, Félix de Givry nunca deja de ser ese adolescente silencioso que conocemos entre la bruma de París. Y, en este último caso, la lectura de su directora es tal vez más severa, pues la evolución de Camille apuntaba a esa madurez que siempre había tenido en su interior, pero la de Paul refleja el estancamiento de un adolescente que no ha podido trascender su sueño juvenil. En ese sentido, Eden no es tanto la crónica de un tiempo como la crónica de nuestra manera de relacionarnos con ese tiempo. De nuevo aparece la nostalgia, la melancolía que aflige al rec ordar el pasado, pero sobre todo la tristeza de no estar capacitado para asumir este presente, que es lo que lastra definitivamente al personaje de Paul. Lo que le impide retomar sus sentimientos con Louise y lo que le conduce a escoger su lugar en la pista de baile, ya no junto a la mesa de mezclas. Una decisión que Hansen-Løve refleja con la misma naturalidad con la que trata la progresión dramática de la historia, fruto de unas sensaciones que su criatura parece rumiar durante la película; no tanto por sensatez, sino por sentirse derrotado ante la conquista imposible.

Pese a la amargura que desprende su conclusión, Eden es en realidad un retrato de la energía creativa de esa generación surgida a comienzos de los 90. De ese impulso sin recompensa material, fraguado en amores breves, amigos que se fueron demasiado pronto y carreras que no llegaron a despegar. En el que la música, que suena durante toda la película, parece abolir esa excusa para estar más cerca, esa intimidad que su directora filma en pequeñas escenas, entre parpadeos, que las bruscas elipsis temporales aplanan. Porque, tal vez, el relato de aquella felicidad adolescente estaba ligado a la experiencia total de la música, y es la presencia de esta última la que forja el retrato de esta ruptura adulta, de la vida vacía de Paul. Del sueño que no se puede prolongar en el tiempo, que resuena en el oído de su protagonista como una melodía olvidada que alguien pincha en una sesión de madrugada. En ese momento en el que el vacío del presente vence a la energía del pasado, y solo el fundido a negro y el eco de unos versos de Robert Creeley pueden acompañar a la tristeza de Paul. Su miedo al presente, su fuga al pasado. Hacia ese espacio sentimental en el que todo tuvo un sentido, que tan delicadamente dibuja Hansen-Løve. Ese lugar en el que la música da testimonio de la vida de Paul. De sus anhelos y de sus primeros amores, como las líneas temblorosas de un diario íntimo cuya escritura nunca abandonamos. En cuyas palabras todavía hay espacio para reconocernos y, tal vez, encontrarnos. Y es que Eden es la crónica de esa perseverancia, de esa conquista imposible, de esos arranques de energía y de la soledad que arrastra cuando percibimos el tiempo que ha pasado, el imparable transcurrir de los años. La música que ya solo suena en nuestro interior.