¿Cómo deberíamos valorar el cine indie norteamericano? ¿en función de su presupuesto? O, si no es así, tal vez sería mejor hacerlo en función de cierto espíritu, de cierto estilo… en tal caso, habría que acordar en que el cine indie ha evolucionado a un tipo genuino de subgénero que sigue determinados patrones, como comentan el Sr. Van Damme y el Sr. Von Trier en sus últimas epístolas cruzadas (véase Doble Sesión).
El festival Americana llega a su cuarta edición evidenciando esta situación, para bien y para mal. Después de una excelente tercera edición, 2017 nos trae otro puñado de películas interesantes y su propia confirmación como un festival destacado y destacable por sus propuestas.
Bonjour tristesse
Comentaba Milan Kundera en una de sus obras algo así como que los checos son felices regodeándose en su tristeza, viviendo de ella, habitándola. El indie es en cierto modo como el pueblo checo. Sus obras están habitadas por gente triste, son voluntariosamente tristes o melancólicas, sean dramas o comedias, y es tan característico rasgo lo que le define, para bien, en sus obras más logradas o, para mal, en aquellas en las que la tristeza resulta impostada.
Un aire de melancolía que impregna escenas de comedia de obras insuficientes como Closet Monster (Stephen Dunn, 2015), Creative Control (Benjamin Dickinson, 2015) o Joshy (Jeff Baena, 2016), ansiosas de encontrar el equilibrio entre el drama psicológico y la comedia treintañera. Ninguna halla el punto adecuado, las dos primeras por mostrar pretensiones por encima de sus posibilidades, la otra por un guion que parece construido sobre una base de gags intermitentes y escenas mal trabadas.
Una tristeza que sobrevuela la comedia Donald Cried (Kris Avedisian, 2016), una película que funciona provocando sonrisas y más de una carcajada pero que no arranca el vuelo por la indecisión indie de situarse entre dos identidades. Esta historia de un “financiero” atrapado en el pueblo de su infancia, del que reniega, pero al que debe volver tras la muerte de su abuela, bebe tanto de Atrapado en el tiempo como de Jo, qué noche, así como de tantos y tantos productos indie que relatan esta situación y que tal vez beban de una suerte de obra seminal como fuera Beautiful Girls. El encuentro forzado entre Peter y Donald, un urbanita y un white trash, retrotrae al primero a una época de gamberrismo y drogas, de miseria e ignorancia, que él preferiría no recordar. Los gags se suceden rápidamente revelando los delitos y culpas de Peter pero no se aprovecha la trama para profundizar en ninguno de los dos personajes Especialmente relevante en este sentido es la secuencia en la que Peter descubre que Donald ha estado usurpando su identidad para visitar en la residencia a la demenciada abuela del amigo, compartiendo con ella ratos de felicidad mutua; en lugar de introducir un giro dramático ante la (interesada) bondad de Donald, ávido de cariño, o de desarrollar en tono de comedia cínica la situación, Avedisian (director, editor, productor e intérprete) encadena otro gag y corta la escena. Pese a la simpatía que despierta, Donald Cried tiende más bien a una suerte de sitcom melancólica a la que un punto de arrebato le sentaría mucho mejor.
Una tristeza inherente al potentísimo drama James White (Josh Mond, 2015) La historia de un joven enfrentado a la vida, un young angry man que debe afrontar la muerte de sus padres y alterna los momentos de dolor íntimo con las catarsis mediante sexo y drogas. La obra del debutante Josh Mond impresiona por su madurez, por la puesta en escena de la angustia, por su opción de no irse por las ramas. Dicen que en el momento de la muerte de los padres hay un doble dolor. La pérdida de los seres queridos, por una parte, y la sensación de que nosotros seremos los siguientes en caer. White está rodeado por la muerte y sufre la doble bofetada sin saber cómo reaccionar. Una breve fuga vacacional quedará frustrada por el empeoramiento de una madre que, en cierto modo, abusa de él requiriendo su presencia inmediata como respuesta a su propia desazón. James vive la decadencia del cuerpo ajeno buscando confort en las substancias químicas, al igual que hace su madre (interpretada por Cinthya Nixon, a quien vimos hace poco cortejando la muerte en Historia de una pasión), padeciendo ambos los efectos secundarios. James White no se pierde en explicaciones ni argumentaciones dramáticas, no se nos dice exactamente qué paso entre sus padres ni cómo se inició su relación con Nick o que le lleva a optar por la vía de escape que se nos presenta en lugar de otra. La obra de Mond es puro indie, del mejor indie, dura, concisa y exigente con el espectador.
Y Kicks (Justin Tipping, 2016), obra que sobrevuela el thriller, el drama y la comedia en algunos pasajes, también está habitada por la tristeza. Historia de un niño negro escuálido en un barrio habitado por bandas (¿les suena?) recurre a alguna metáfora pero se mantiene básicamente fiel al naturalismo. Kicks, en su mirada a una infancia breve, maltratada, en su mirada, también, a una sociedad sucia, triste y herida de maldad, es superior y más creíble a la sobrevalorada Moonlight (con la que por cierto comparte uno de sus protagonistas, el oscarizado Mahershalla Ali). No hay aquí espacio para la poesía sino búsqueda de la cotidianeidad. La historia de Brandon es una historia de lucha por adquirir una identidad que le permita sobrevivir en una auténtica jungla urbana y que pasa por conseguir unas zapatillas deportivas que le permitan destacar y, a la vez, correr más rápido que los acosadores y ladrones.
A la sombra de Robert Altman
Junto a ellas, un par de dramas construidos a lo Altman. No son vidas cruzadas sino paralelas, encadenadas en el segundo caso. Certain Women (2016), la esperada nueva obra de Kelly Reichardt, supera a la previa Night Moves aunque se situa por debajo de sus grandes obras anteriores. Tres mujeres (Altman de nuevo), tres historias tristes, tres narraciones breves de dirty realism (inspiradas por relatos de Alice Munro), desarrolladas en las frias tierras del noroeste de Estados Unidos, paisajes y calles tristes y solitarias. En la primera una abogada madura (Laura Dern) ve como su cliente acepta una segunda opinión de un colega masculino tras insistir en la misma durante meses; la historia toma un giro inesperado cuando el cliente asalta un local y pide que ella se presente como rehén. En la segunda, una historia excesivamente escueta, una madre (Michelle Williams) se ve ninguneada por su pareja e hija. La extrema melancolía de la tercera historia pedía a gritos más metraje, para seguir las cuitas de una solitaria ranchera (Lily Gladstone, todo un descubrimiento) que encuentra por azar en una profesora sustituta su objeto de deseo. Los breves encuentros, los silencios, las miradas, los deseos en off, las distancias físicas y emocionales hacen de este breve cuento el pasaje más bello de todo el festival.
Wiener Dog (2016), estructurada a su vez en cuatro historias, es el regreso de Todd Solonz al sarcasmo y al retrato de una sociedad herida. Cuatro situaciones enlazadas por la presencia de un perro salchicha que irá pasando de mano en mano. La primera de ellas, tal vez la mejor, reúne a Tracy Letts (también presente en Christine) y a Julie Delpy como padres de un niño enfermo al que obsequian con un perro. Un regalo que alegra la vida al pequeño pero que tiene un indeseable efecto secundario. El animal, recogido por una joven de aspecto desvalido (Greta Gerwig), la acompañará a ella y a un antiguo amigo que aparece por casualidad en su vida a un extraño viaje de un estado a otro en el que conocerá secretos ocultos, pesares y, finalmente, algo parecido al amor. Tras un intermedio burlón, el perro llega a Manhattan dónde un profesor de guion (Danny de Vito) lo utilizará de medio para una venganza y, finalmente, acabará sus días junto a una anciana amargada y solitaria (Ellen Burstyn). Un epílogo burlón lo revivirá en una puya final. Altman de nuevo, en esta ocasión el Altman más ácido, más sarcástico y grosero… deberíamos volver sobre él y su filmografía.
La grandeza de lo pequeño
Ahí, precisamente, radica el encanto del indie. En la consciencia de sus limitaciones y en el lucimiento, precisamente, de las mismas. En el ingenio, en la concisión, en la originalidad.
Mencionar, bajo este prisma, un par de obras tan modestas como acertadas. The 4th (Andre Hyland, 2016) es un divertido recorrido por las peripecias que sufre encadenadas un joven de LA que trata de preparar una barbacoa para celebrar el 4 de julio, una obra divertida que recuerda los espléndidos inicios de Kevin Smith. Another Evil (Carson D. Mell, 2016) es una acertada comedia de terror, desarrollada entre risas y sonrisas durante buena parte del metraje hasta que se comprueba que el exorcista contratado es mucho más peligroso que los espíritus a exorcizar, momento en que se hielan todas las sonrisas. Dos indies de muy bajo presupuesto, dos directores a seguir.
Y, quizás, estos directores alcancen en algún momento el nivel de las tres propuestas que alcanzaron el máximo nivel del certamen.
Christine (Antonio Campos, 2016) no es una obra especialmente original; pero su construcción precisa, sobria y ajustada da pie a una de las mejores obras vistas en el festival. Revisión de los últimos días de Christine Chubbuck, vemos las subidas y bajadas de ánimo de la reportera que en los primeros setenta se suicidó en directo. Retrato certero, trabajado a todo nivel, guion, montaje y dirección, es servido de modo asombroso por una excelente Rebecca Hall. Su historia dio pie, parcialmente, al Network (Sidney Lumet) pero nos acerca a los inicios de un periodismo falto de ética que se denunciaba en Nightcrawler. Christine retrata un entorno poco conocido, el de las emisoras locales de televisión estadounidenses que, para conseguir audiencia y patrocinio, compiten por la notoriedad de las noticias emitidas. Y retrata también a los periodistas que deben elegir entre la noticia menor de impacto limitado pero de relevancia local y rigurosa investigación y el reportaje facilón y morboso. Sin embargo, por encima de todo, es el retrato amargo de una mente herida, frustrada por la inconsistencia e injusticia del sistema, desequilibrada en su búsqueda de la perfección. Christine es el emblema de calidad del indie, austera, eficaz y en pos de cierta ética.
Como también lo son otras dos obras, por atrevidas, por originales. Swiss Army Man (Daniel Kwan, Daniel Scheinert, 2016), que pese a los premios acaparados en diversos festivales (y aquí el del público) no ha conseguido un estreno más que simbólico. Destinada a ser una película de culto, esta obra de los Daniels es desbordante en ideas, bulliciosa y creativa. Historia en dos niveles que vemos simultáneamente (y que comprendemos al final), retrata la recomposición de otra mente herida, la de Hank, y el proceso de asunción de sí mismo, de su situación emocional, a la vez que establece amistad sólida con Manny. Así contado, ciertamente, suena a drama de sobremesa. Pero si tenemos en cuenta que Hank no es lo que parece y que su amigo Manny es un cadáver lleno de gases que puede usarse para infinidad de actividades (desde bote a propulsión de pedos a odre, de hacha a elevador, entre otras muchas opciones) comprenderemos la singularidad de la trama. Y esta situación se representa con una puesta en escena juguetona, con un estilo semejante al de Michel Gondry (Olvídate de mí, La ciencia del sueño), dónde las ideas de la mente se plasman en imágenes de juegos y representaciones, con autobuses y restaurantes fabricados con ramas y desperdicios, con un cadáver que va mimetizando la vida de su compañero, adquiriendo vida propia. Swiss Army Man es, sin duda, aquello que el indie debe ser, una apuesta por innovación.
My Entire High School Sinking into the Sea (Dash Shaw, 2016) no se queda atrás como propuesta original y recibió el premio del jurado. Dirigida por un autor de novelas gráficas la obra une los tópicos de las cintas de adolescentes de instituto y los de las cintas de catástrofes (muy especialmente al Poseidón) al representar la caída al mar y deriva posterior de un instituto americano. Esta propuesta animada sitúa a los protagonistas en el nivel inferior del edificio flotante y deberán, como en un videojuego, ir superando niveles para alcanzar la superficie dónde puedan ser rescatados. La triple propuesta referencial se integra espléndidamente y se ilustra como un cómic. Los dibujos simplones de los personajes se dinamizan y dramatizan mediante animación y paleta de colores de los escenarios, trascendiendo la inmovilidad aparente de las viñetas a una vibrante historia de survival en la que el humor no sólo persiste en las situaciones que podrían ser más angustiosas sino que triunfa en ellas (el acecho de los tiburones que devoran compañeros antes de ser sedados por la medicación salida del botiquín de la escuela, el ascenso por el hueco del ascensor). La denuncia de la falta de compañerismo y de la ineficiencia y corrupción, aunque anecdóticas, son más sólidas que en muchas obras con más pretensiones. Veremos si, a diferencia de otras obras del indie más auténtico, tenemos oportunidad de revisarla.