Basada en hechos reales, de Roman Polanski

El troll octogenario

Quien haya seguido mínimamente la trayectoria de Roman Polanski como director, será consciente de lo que voy a decir a continuación. Quien no conozca su obra, puede detener aquí la lectura dado que el spoiler está garantizado, siempre que le preocupen estas cosas. Sus películas son circulares, empiezan como acaban, y solo con ver el comienzo de Basada en hechos reales se anula toda posibilidad de sorpresa (que no de intriga o suspense), y se puede disfrutar de la película sin distracciones impertinentes. Stephen King, al que seguramente se recordará por su novela Misery a razón de esta película, dado que hay algunas similitudes argumentales, colocaba una cita al comienzo de una de sus novelas o relatos (no recuerdo de cual, pero tampoco creo que importe) donde decía que “lo importante es el cuento, no quién lo cuenta”, o algo muy similar. Sin embargo, hay ocasiones en las que para mí es más importante quién lo cuenta, y sobre todo, cómo lo cuenta. Tratándose de Roman Polanski ambas cosas, el quién y el cómo, son equivalentes, y si por algo me gusta su cine es precisamente por su personal voz narrativa, su forma de colocar y mover la cámara y como consigue ponerme nervioso perdido con casi cualquier plano. Aquí se acompaña de Olivier Assayas para escribir la adaptación de una novela de Delphine Vigan que le viene hecha a medida, y que en sus manos inspira un suspense alrededor de los mecanismos de la creación y los claroscuros de la mente de un autor. Algo así como el contrapunto clasicote de Madre! de Darren Aronofsky. La música de Alexander Desplat es un aditivo tan brillante como superfluo, porque pienso que las imágenes y los diálogos funcionarían igual de bien sin la melodía.

A pesar de que es un auténtico disfrute y un ejercicio de coherencia en el natural contexto de la obra previa de su autor, para mí el mayor acierto de la película de Polanski es el troleo brutal (y probablemente no intencionado) al que se somete a un público acostumbrado al giro, a la sorpresa, y al cliffhanger. Tal vez estas cosas sean un signo de los tiempos, pero Polanski tiene 84 años y no le veo cambiando a estas alturas. Por eso me ha parecido divertido comprobar como a la gente se le cae la película cuando se da cuenta del “truco” al poco de comenzar, «considerando que toda la intriga se apoya en la supuesta eficacia de ese giro» cuando precisamente, y pienso que para evitar esa expectación por un twist inexistente (porque no lo habrá en ningún momento), se da a entender lo que ocurre claramente desde el principio y en varias ocasiones, y si no resulta redundante es gracias a la puesta en escena —no es solo el hecho de que Elle (Eva Green) no hable con ningún otro personaje en la película salvo con Delphine (Emanuelle Seigner) e incluso desaparece explícitamente en algunas ocasiones en que otros entran en escena; Delphine le deja vivir en su casa, le da la contraseña de su ordenador, le deja escribir correos por ella y le presta su facebook sin apenas conocerla, e incluso la deja suplantar su identidad real (a la infanta Cristina le pasó algo parecido, pero al menos con su marido, que algo de confianza habría); Elle le dice que tenía una amiga invisible (esto ya mediado el film, ¡por si alguien no se hubiese enterado aún!…)—. En definitiva, desde el principio dejan sus intenciones bien claras: «Hola, somos Roman y Olivier, lamentamos informar de que ni va a haber giro sorpresa ni esto es un spoiler: La protagonista tiene un alter ego imaginario (un poco cabrón) que se convierte en su musa, su inspiración, o quizá en algo más complejo, en la propia historia que quiere contar, en definitiva, su nueva novela, la que estará firmando al terminar la película (ya sabéis, aquello de que Polanski hace pelis circulares y tal).» Dicho esto entre líneas en los compases iniciales, nos podemos centrar en lo que nos gusta, esa puesta en escena, como siempre basada en el punto de vista y en la mímesis del espectador con el objetivo. Planos maravillosos como la conversación por el facetime con el niño de fondo, ¡deja ya de joder con la pelota!, o el fugaz encuentro en la gasolinera o en las escaleras de la casa que no dejan de ser déjà vus (o el paseo en camilla que remite al desenlace de El quimérico inquilino —no he avisado del spoiler porque creo que prescribe a los cuarenta años—) dejan bien claro que Polanski sigue siendo el que era y, pensando en Michael Haneke y su intento por absorber las redes sociales y demás signos de los tiempos en Happy End, que siga así, por favor.