Siempre es un placer volver al SEFF, disfrutar de la belleza de Sevilla en un mes tan propicio como es Noviembre, reencontrarse con colegas que a menudo se les echa demasiado de menos y fiestear lo que se pueda al calor de los tentadores conciertos que se suceden a diario (por cierto, fantástico el ofrecido por El petit de cal eril).
Pero lo que nos reúne en la capital hispalense no es otra cosa que el cine, del cual el SEFF va bien servido. Aunque el número de ediciones que ya acumula el festival, quince, nos haga pensar en la adolescencia, su fórmula está más que asentada y madura. En su séptimo año bajo la batuta de José Luis Cienfuegos, nos sigue ofreciendo un notable muestrario de lo más interesante que se realiza en el Viejo Continente. Además, la apuesta por poner en perspectiva el panorama contemporáneo reivindicando el cine de otras eras felizmente se potencia, como se ha visto en esa heterodoxa y libérrima sección llamada Rituales Encontrados, o sobretodo, en la fantástica retrospectiva dedicada a Ula Stöckl, que nos permite disfrutar de valiosas obras de difícil acceso. Esperemos que tenga continuidad en futuras ediciones.
Lo que sigue no es necesariamente una relación de las mejores películas vistas, aunque entre ellas sí están las que más hemos disfrutado, sino más bien de aquellas que más nos invitan a compartir impresiones.
Ray & Liz (Richard Billingham, 2018) – Sección Oficial
Las miserias de la clase obrera reflejadas a través del drama doméstico son una recurrente presencia en la cinematografía británica, generalmente bajo el paraguas del llamado cine social. Mucho más cercano a un Bill Douglas, por ejemplo, el fotógrafo Richard Billingham se aleja de esa tendencia para reconstruir su propia historia. Es un relato de crisis y desatención parental en plena era Thatcher, en el cual la estilización se impone a la sordidez y que, si bien se anuncia evocado, se ofrece finalmente muy tangible. Ese padre alcohólico reducido en el presente a la mínima expresión vital, el estadio último de su dejación de funciones, introduce un pasado que paradójicamente, o quizás consecuentemente, le niega el punto de vista. Son unos episodios muy significativos y minuciosamente construidos, tanto en progresión argumental como en puesta en escena, en los que predomina la acción física, y de hecho algunos tramos del film ni siquiera requieren de diálogos. La contextualización estética llega de la mano de los 16mm, la pantalla cuadrada y una paleta avejentada dominada por los ocres. La austeridad formal, la precisión de su montaje cadencioso, sirven de antídoto ante lo grotesco, lo tremendo o lo cruel que puede surgir de las acciones concretas. No por ello deja de filtrarse la tristeza ante la falta de amor, que es el tema principal de la película. Resta la melancolía de las batallas no libradas, de las derrotas concedidas de antemano.
La ciudad oculta (Víctor Moreno, 2018) – Sección Oficial
La capacidad de la oscuridad para generar fascinación es muy evidente, muy intuitiva. Su poder descontextualizador, abstractivo, transforma la realidad circundante, genera un vacío significante que deja al espectador a merced de su miedo y fantasía. Quizás por eso tomar el subsuelo de una gran ciudad como Madrid como escenario de este documental que juega a no serlo podría parecer una opción fácil, pero el trabajo sobre su premisa resulta altamente estimulante. Como ya hiciera Mauro Hercé con un barco mercante en Dead Slow Ahead, las imágenes de Víctor Moreno remiten, con más intensidad aún, al imaginario de la ciencia-ficción. El pálido reflejo lumínico en una pared puede ser tomado por una constelación, los trabajadores que inspeccionan las alcantarillas por astronautas, o la fauna microscópica por ominosas criaturas alienígenas. Es evidente el potencial hipnótico que puede contener por ejemplo un plano secuencia recorriendo la penumbra de un túnel de metro, y el film ciertamente se recrea en ello, pero consigue esquivar lo rutinario, trabajar el encuadre y el movimiento con gran precisión y pertinencia, apelando al misterio y también ocasionalmente al asombro. Las imágenes pueden devenir en tramas visuales, o a veces ofrecer rimas curiosas, como esos giros de cabeza de la videocámara y del búho para enfrentar sus miradas con la del espectador. Sin duda la banda de sonido es crucial para generar la sensación de extrañamiento, para crear la ilusión de estar trascendiendo a otra realidad, un concierto de ruidos y sutiles composiciones que a veces parecen armonías fortuitas. En este contexto, la mirada sobre el ser humano, incluso desprovisto del artificio de un uniforme, ajeno a una actividad laboral, es gélida, alienante. La imagen de los pasajeros del metro o de un sin-techo que duerme al abrigo de la oscuridad no produce impresión de cotidianeidad, ni de cercanía emocional; parece decirnos que de alguna manera ya vivimos en un mundo de ciencia-ficción.
Lejos de los árboles (Jacinto Esteva, 1972) – Rituales Encontrados
El SEFF proponía en esta edición un diálogo entre films de diferentes eras en su sección Rituales Encontrados. Lejos de los árboles era uno de ellos, y resulta tentador recombinarlo precisamente con La ciudad oculta. Si la película de Víctor Moreno parece mirar desde el futuro hacia nuestra realidad presente, el documental de Jacinto Esteva apela a la España de hoy desde el pasado, realizando un espeluznante retrato a través de sus tradiciones festivas. Recorriendo diferentes localidades de la geografía nacional, nos acerca algunos de sus rituales más señeros, en los que se aprecia la pervivencia de un espíritu atávico transido por la fe religiosa y la crueldad, especialmente hacia los animales. Como si España fuera un estado de locura colectiva que, en el mejor de los casos, muta hacia nuevas liturgias. La mirada crítica no esconde la fascinación que también despiertan muchas de las celebraciones mostradas, a veces indisolubles caras de la misma moneda. En este sentido me parece bastante elocuente el montaje paralelo entre la preparación del torero para la corrida, la expresión máxima de la estilización de la crueldad, y la muerte de una vaquilla a manos de unos mozos en algún tipo de tosca tradición. La capacidad significativa y el ritmo del montaje son de hecho excelentes, y deparan quizás una de los mejores retratos fílmicos que de España se han hecho a lo largo de nuestra historia.
Non-Fiction (Olivier Assayas, 2018) – Sección Oficial
En el último film de Assayas se discute mucho, constantemente, principalmente sobre el advenimiento de las nuevas tecnologías en el mundo de la cultura y sus potenciales consecuencias. También sobre la legitimidad y pertinencia de la autoficción que practica de manera compulsiva su protagonista, interpretado por Vincent Macaigne, de alguna forma un adelanto analógico a la exposición virtual que hace tanta gente de su intimidad. Se cuestiona la autenticidad a la hora de ejercer las diferentes profesiones de los personajes, que tampoco hacen excesiva gala de ella en su vida amorosa, habituados a mantener relaciones paralelas, mientras que en el fondo están cuestionando la legitimidad de lo virtual en el mundo cultural. Assayas, como muy pocos directores con su bagaje, ha tratado y reflexionado sobre las nuevas tecnologías de manera brillante, en films como Demonlover o Personal Shopper, pero quizás su última obra sea en definitiva un homenaje al viejo arte de la discusión analógica y presencial, que es lo que en esencia ofrece esta comedia que paradójicamente no deja de hablar de lo virtual.
In My Room (Ulrich Köhler, 2018) – Las Nuevas Olas
El protagonista del último film de Köhler vive en desconexión con sus semejantes. Ya la primera escena simboliza en alguna medida lo que pasará después, la elipsis continuada de aquellos con quienes debe interaccionar. Es un personaje con sentimiento de abandono exacerbado tras la muerte de su abuela; en su inmadurez no es capaz de asumir que el mundo no gira alrededor suyo. De ahí que la fuga post-apocalíptica en la que se embarca el film pueda tomarse más bien como una fantasía subjetiva, una ensoñación cerrada con una gran e inevitable ironía. De hecho, Köhler es un director que gusta de retratar a sus personajes en hiato vital, y así es como mejor podemos entender la película en el contexto de su filmografía, aunque parezca un film de supervivencia. Y ahí reside la fuerza de sus imágenes, en no renunciar a las apariencias, en llevar hasta el final el nivel significativo más visible, haciendo de la aventura de su protagonista una experiencia muy física, muy material, mientras disimula un trasfondo psicológico que permanece latente.
Maya (Mia Hansen-Løve, 2018) – Sección Oficial
Menos la luz de París, deliberadamente fría, todo tiende a pretendidamente bonito en la última película de Mia Hansen-Løve. El periodista recién liberado de un cautiverio de ISIS busca reencontrarse a sí mismo y superar las secuelas de esa experiencia traumática, recomenzando su vida en la India, donde se crió de niño. Allí por supuesto se enamorará de la joven que da nombre al film, además de hacer otras muchas cosas sin excesiva importancia. Como suele ser habitual en su directora, es una obra en permanente movimiento, concatenando escenas de las que se ofrecen apenas ráfagas, a veces hasta el apelotonamiento. Resulta difícil así sedimentar situaciones y emociones. El ejemplo más claro y evidente viene de la mano del personaje de la madre, con quien el protagonista tiene una breve escena (obviamente, porque largas no hay), tras la cual la vemos en su coche, ya sola, rompiendo a llorar. Pero son lágrimas más bien enunciadas y no sentidas a pesar del trauma que sí intuimos; nos resbalan como gotas de lluvia. Por lo menos, Hansen-Løve no cae en veleidades espirituales, aunque se recrea un poco en las bellezas visuales del país. Resulta en suma un visionado agradable que no deja poso.
Sobre tudo sobre nada (Dídio Pestana, 2018) – Revoluciones Permanentes
A modo de diario fílmico, Pestana realiza una obra íntima e introspectiva sobre el paso del tiempo y su fugacidad. Filma a sus amigos, a sus novias, los lugares en que reside o que visita. Sus imágenes, conjugadas en permanente pasado, se antojan testamentarias de episodios vitales, de relaciones pretéritas, como si estuviéramos mirando siempre a través de un espejo retrovisor, como si la posibilidad de un inicio supusiera la certidumbre de su final. El film empieza con una antigua grabación casera de su padre entrenando en un partido de baloncesto, y es precisamente esta figura paterna la que termina siendo central por su invisibilidad; su ausencia acaba gravitando sobre la película y se diría que impide a Pestana formular su propia realidad con algún tipo de certidumbre y materialidad. El formato Super-8 le da al film una cualidad frágil y fantasmal, que alimenta esa falta de solidez vital, la melancolía que se acumula según avanza el metraje, un hermoso recorrido a través de paraísos a perder.
El peral salvaje (Nuri Bilge Ceylan, 2018) – Sección Oficial
No es fácil navegar por la última obra de Ceylan de la mano de un personaje tan antipático como es ese joven graduado que aspira a convertirse en escritor y maestro mientras sufre las consecuencias de la ludopatía de su padre, quizás una de las razones de su falta de empatía para con el prójimo, de su marcada misantropía. Sus idas y venidas ofrecen una imagen desesperanzada del presente y futuro del país. Es más, resulta tentador buscar la alegoría de Turquía en ese disfuncional cuadro familiar, en ese padre soñador víctima de sus debilidades, en esa esposa sacrificada que así y todo no se arrepiente de las decisiones que ha tomado en el pasado, en ese hijo con complejo de superioridad que ya no cree en nada y no vislumbra un futuro esperanzador, lo que se reflejaría de alguna forma en un país que se alimenta espiritualmente de su idealizado su pasado, de su construcción nacional, pero cuya situación actual se antoja oscura, entregados a un gobierno progresivamente emborrachado de autoritarismo. Menos preciosista que en ocasiones anteriores, Ceylan busca más cercanía con sus personajes, con las emociones que les embargan, que les atenazan en buena medida, a las cuales da salida en ocasiones mediante fugas oníricas. Es una obra que clama por humanidad mientras mayormente nos la niega, esencialmente pesimista pero que no quiere dejar de tener esperanza.
Mektoub, My Love: Canto Uno (Abdellatif Kechiche, 2017) – Sección Oficial Fuera de Competición
Luz y hormonas son los principales ingredientes de esta inmersión en el deseo juvenil durante un verano meridional. El protagonista, incipiente guionista y aficionado a la fotografía, seguramente álter ego en algún sentido del propio Kechiche y cuyo punto de vista domina el metraje, sorprende a una exuberante amiga de infancia en pleno acto sexual, generando una gran corriente de atracción que el film explora de manera extensiva. La progresión dramática pierde así la preeminencia narrativa para que el espectador pueda empaparse del fresco anímico que esta galería de excitados jóvenes ofrece en largas secuencias de socialización, seducción y jolgorio. La luz solar directa se cuela frecuentemente en los planos sugiriendo plenitud vital, en una puesta en escena bastante fragmentada, demasiado caótica y descuidada en muchos momentos, que se acerca a los rostros de los personajes siempre que no está enfocando el culo de la chica protagónica, verdadero centro gravitacional de la película. Hay de hecho una mirada muy sexualizada sobre el género femenino en el film, que bordea peligrosamente la recreación, aunque también se abre camino una vena más trascendental relacionada con la reproducción, fin último que la naturaleza reserva para el deseo sexual.
Vivir deprisa, amar despacio (Christophe Honoré, 2018) – Sección Oficial
Honoré vuelve sobre los derroteros que transitara Robin Campillo en 120 pulsaciones por minuto en una obra decididamente más romántica. Si ya el hecho de estar enamorado es de por sí un estado transitorio, la fugacidad puede multiplicarse si hablamos de relaciones homosexuales a principios de los años 90, con el SIDA pendiendo cual espada de Damocles. Todo se vuelve más combustible, más pasional, más peligroso, en una carrera muchas veces hacia ninguna parte que quizás es mejor no emprender. Bien lo sabe el seropositivo escritor treintañero y parisino que conoce y se enamora de un joven bretón. Razón y deseo pugnan en un contexto todavía de relativa furtividad entre personajes en desacompasados momentos vitales. Honoré captura estás pasiones y sus heridas con serenidad, mostrando sin recrearse, construyendo personajes que mantienen toda su dignidad incluso en los momentos más dramáticos. Los excesos asoman por otras costuras, por ejemplo la recurrencia de las citas y los referentes artísticos, que jalonan el generoso minutaje de la película. Así todo, como suele suceder en el cine francés, puede salir un niño recitando a Rimbaud y parecernos lo más normal del mundo.