Artista, mártir, ¿psicópata?
Hace ya algún tiempo desde que establecí una relación íntima y personal con el cine de Lars von Trier. Sus películas me han servido como hitos separadores de algunos tramos de mi vida, pudiendo deciros con quién vi cada una, de qué manera creí ver reflejado una parte de mi más bien discreto dolor existencial y la sensación de alegría o desesperación que me acompañó al finalizar la proyección. Incluso la manera en que marcó mi experiencia cinéfila de ahí en adelante.
Sí, soy de los que considera un genio —atormentado, imbécil, exhibicionista, pretenciosamente inhumano— al realizador danés. Pero así como puedo ser generoso hasta rondar la idolatría al juzgarlo como artista, la valoración que me merece su faceta de provocador encantado de la reverberación que suscitan sus tonterías por él mismo tildadas de políticamente incorrectas… pues es bien distinta.
Porque a Lars le bastaba antes con su arte para causar expectación, inquietud, controversia y, en última instancia, mayoritaria admiración. No necesitaba de ningún halo de malditismo impostado: su cine tenía una repercusión inmediata y la lograba por méritos propios, sin tirar de bufonadas.
La casa de Jack es una guía de interpretación (¿justificación?) de todo el cine de Lars von Trier. Y si hay algo que no nos gusta a los incondicionales de ningún creador histriónico y con debilidad por las catarsis es verle exponer, tan a las claras, cuál es el objetivo y el sentido de su credo. Lars, creíamos en ti sin necesitar de ninguna profesión de fe.
El director de Europa (1991), Los idiotas (1998), o Bailar en la oscuridad (2000) —suficientes por sí mismas para asegurarle un puesto de honor en la historia del cine europeo— sigue sin recuperarse de sus reveses extracinematográficos. Y no me refiero a su alcoholismo confeso —y pongamos que superado— sino a las secuelas de su rueda de prensa post-proyección de Melancolía en Cannes. Desde mayo de 2011, su cine ha entrado en una nueva etapa: la del soliloquio autojustificativo.
Ya en Nymphomaniac (2013), la culminación de su trilogía depresiva, abundaban las enumeraciones, las fugas, los paréntesis que servían para descabezar una muñeca rusa detrás de otra. El cine de von Trier nunca necesitó desvelarnos unas referencias bastante evidentes: desde el fantasma de Tarkovski en El elemento del crimen (1984) a la reinterpretación del fantástico y el terror que asomaba en Epidemic (1987), The Kingdom (1994) o La casa de Jack (2018), sin olvidar sus homenajes dreyerianos —Rompiendo las olas (1996)— o metateatrales —(Dogville (2003)—. Von Trier sólo ha sido oscuro en la elaboración de liturgias camino del cadalso, pero se ha mostrado más bien cristalino en sus intenciones (filosóficas para unos, grandilocuentes para otros).
Los pretendidos diálogos que entabla con su público (aunque él lo que desea de verdad es ajustar cuentas con el mundo entero, único antagonista a la altura) devienen así atribuladas y algo farragosas diatribas sobre su dislocada y personal interpretación del Bien y del Mal. Abundan las referencias ejemplarizantes y a la vez ambiguas con el régimen nazi como protagonista, innecesarias y tensas escenas en las que lo único que supura es una misoginia de adolescente imberbe y un abandono de la elaboración de su potente discurso a través de la cámara, substituido por un sucederse de imágenes ajenas que le permiten encadenar moralejas y aforismos nietzschenianos. Lars nos somete a sesiones de diapositivas en las que trata de abrumarnos con su nuevo espíritu enciclopedista. El ensayo se ha convertido en el armazón sobre el que erige sus ficciones, pero uno tiene la constante sensación de estar escuchando a un profesor que se adorna, empeñado en aparentar saber más de lo que sabe (¿y quién te exigió nunca conocimiento o brillantez intelectual, Lars?).
En esta última —¿comedia sádica?, ¿drama autobiográfico?, ¿thriller satánico?— Lars llega al delirio en este desentrañamiento (pretendidamente brillante) de una simbología repetida hasta la extenuación en la historia de arte occidental. Jack y su demiurgo nos llevarán a las puertas mismas del infierno, ese que —según él— debe de bordear cualquiera que se tome en serio su cometido como forjador de epopeyas.
A través de cinco eufemísticos incidentes conoceremos la macabra vida criminal del ingeniero y asesino en serie Jack. Un esforzado ciudadano esclavo de sus pulsiones, de esa irrefrenable sed de muerte y cámara frigorífica que sólo queda calmada con la sangre de desconocidas (apremiantes, solitarias, maternales, simples).
En paralelo a su hobby trinchador, Jack pugna por construir su casa. Al ingeniero no le basta con su oficio: aspira a la trascendencia, aspira a ser arquitecto. Sus diseños no dan con el material idóneo, pues ni el hormigón ni la madera le permiten moldear su visión; otra fantasía de perfección amparada en el canon clásico.
Su veterana carrera como sociópata ha conocido una maldición sin igual: el muy bergmaniano silencio de Dios. No, no parece haber justicia divina alguna: por mucho que reincida, cause dolor e incluso siembre de pistas los escenarios de sus crímenes, el ansiado castigo sigue sin llegar. Deberá de descontrolarse de verdad —y tener su cámara frigorífica a reventar de cadáveres estupefactos— para obtener por fin el pospuesto y sumario juicio.
En su camino hacia la condenación eterna tendrá el mismo guía que Dante Alighieri: el comedido y escolástico Virgilio. Será él el que lo lleve al infierno sin pasar por el purgatorio, pero ofreciéndole un inmerecido atajo hacia el paraíso. No sólo eso: el poeta romano deberá de soportar la cháchara de Mr. Sofistication, el apelativo con el que logró el encumbramiento mediático. Jack-Lars aprovechará para sincerarse con este funcionario de la eternidad (con pedigrí, eso sí).
El cine de Lars von Trier —él mismo se encarga de recordárnoslo en un carrusel de imágenes por sus greatests hits de personajes martirizados— se ha construido con el sudor, el sacrificio y hasta la propia carne de unos actores llevados al paroxismo. El por qué me causaron tamaña impresión unas historias que le urgían a uno a empatizar con personajes heridos y sufrientes continúa siendo un misterio para mí y para mi psiquiatra. Quizás, como el Lars pre-abisal, era cuestión de no tener demasiada confianza en la humanidad… pero seguir creyendo en los milagros individuales.
Todo eso ha cambiado definitivamente. Lars ha abrazado la oscuridad, ha saltado. Tanto Nymphomaniac (en su versión no censurada) como La casa de Jack son ya películas pornográficas: existe un doloroso regodeo a la hora de mostrar, a la hora de violentar. Ya no forma parte de una estrategia pre-revelación: olvidaos de campanadas, de epifanías familiares, de sacrificios por el bien mayor, de generosidad ciega.
Cuando uno se confía a un creador —del mismo modo que cuando se abraza un sistema filosófico y a falta en mi caso de una fe religiosa con idéntica capacidad ofuscadora— hay que estar dispuesto a acompañarlo hasta su averno particular. Es un pacto no escrito. Seguiré a Lars lo que le quede de viaje, pero mucho me temo que ya sólo resta verle dar bandazos por el camino, rogando ser fustigado a cada revuelta por buenos o malos samaritanos.
En Lenny (Bob Fosse, 1974) está quizás la explicación a este repetido ocaso del bufón. El momento en el que el comediante empieza a tomarse demasiado en serio su odisea personal y opta por aburrir al respetable describiendo pormenorizadamente su via crucis. Von Trier, como Lenny Bruce, quizás debería de recordar que el micrófono estaba allí mucho antes que su persona y que el público arremolinado a su alrededor ha pagado por algo más que presenciar otro harakiri innecesario.