Jonah Hill no es un poser
Es de lo más difícil introducirse en círculos de amigos muy cerrados. Las dinámicas de grupo ya están establecidas, los motes ya están adjudicados y cada miembro tiene su rol. Por eso siempre han existido ritos de iniciación, desde tiempos inmemoriales hasta llegar a nuestros días en forma de novatadas. Pero el mundo del skate es distinto: basta con tener una tabla —por muy usada que esté— para tener la oportunidad de empezar a entablar amistades. De este modo Stevie, protagonista de En los 90 (Mid90s, Jonah Hill, 2018), decide abandonar la soledad de su habitación decorada con las Tortugas Ninja para empezar a encontrar amigos. Y cuando ve a un grupo de chicos mayores que él riendo y patinando por las soleadas pero desoladoras calles de Los Ángeles, Stevie conecta con ellos de la única forma que sabe: con una sonrisa genuina.
Y es que no hay nada más tierno y puro que la actuación de Sunny Suljic. La mueca del pequeño actor refleja en todo momento la felicidad simple e inocente de quien siente que por fin empieza a ser guay, de quien ya se cree mayor pese a no serlo. Su interpretación —que podría ser la estrella del filme si no fuese por Na-kel Smith— traslada al espectador desde el primer minuto a la preadolescencia. Por eso, cuando Stevie por fin asume un rol en el grupo, aunque sea chico del agua, el espectador no puede estar más satisfecho; por eso, cuando Stevie por fin plancha el ollie, el espectador siente el truco como propio; por eso, cuando Stevie sale de la habitación en la que ha estado con una chica, el espectador percibe también su orgullo.
Pero En los 90 también resulta un gran coming-of-age. Desde frescas conversaciones adolescentes hasta el paso de niño a hombre exteriorizado en cambio de póster, pasando por las primeras experiencias sexuales y los primeros coqueteos con el alcohol y las drogas, la película de Jonah Hill toca todos los elementos leitmotiv del género, pero con la gracia de quien logra que todo surja orgánicamente. Las decisiones sórdidas e irresponsables de los personajes parecen naturales a su entorno y por eso nunca se cuestionan, sino que se aceptan como tales. Esto se debe al gran diseño de sus malhablados y nada estáticos personajes, sin duda de lo mejor de la película —todos sus arcos dramáticos son completos—, y a esa sensación de la libertad que les da la calle, tan amplia como para permitirles formar una nueva familia, la de los amigos, cuando las suyas son totalmente disfuncionales.
De este modo, la virtud de la primera película de Jonah Hill es la veracidad y sensibilidad que transmite en todo momento y, por ende, la capacidad de lograr que el espectador no tenga una mirada espectatorial de lo que está ocurriendo en pantalla, sino que lo sienta como propio. Empezando por la entrada a un nuevo mundo en la secuencia inicial, cuando Stevie accede por primera vez a la habitación de su hermano y descubre su colección de Air Jordan, de camisetas a rayas de colores y de CDs; una nostalgia que podría ser vacua se convierte en un redescubrimiento. También ocurre cuando el violento hermano mayor de Stevie, interpretado por Lucas Hedges, lo golpea brutalmente: el fantástico diseño de sonido y la fisicidad de la textura granulosa de la imagen hacen que el dolor de los puñetazos sea veraz. Y todo se debe, también en parte, porque la localización y ambientación de la película están más que acertadas, lo que contribuye a esa normalización: se bebe vete-a-saber-qué liquido de las opacas garrafas americanas, los niños juegan por la calle con pistolas Nerf y existe ese miedo a la homosexualidad intrínseco a los noventa, cuando el SIDA era el gran terror social.
Si el imaginario colectivo tiene ya calado a Jonah Hill como irreverente y basto —dados sus trabajos más célebres como actor—, su faceta como director es todo lo contrario. Sorprende ver el manierismo con el que mueve su estilosa cámara analógica en 4:3 por los skateparks improvisados o por los pasillos de una habitación, movimientos de filigrana como los backflips y ollies que hacen los chavales a los que filma. Un modo de narrar que tiene en cuenta la composición, y que manifiesta una convicción admirable para tratarse de una ópera prima. Jonah Hill, además, se rebela contra el estilo documental que impera en los últimos filmes que retratan la cultura skater, véase Skate Kitchen (Crystal Moselle, 2018), en la que los diálogos y los trucos se filmaban desde la misma distancia con la que graba Fourth Grade, el personaje de En los 90 que aspira a ser Steven Spielberg.
Desde A Tribe Called Quest hasta Pixies, pasando por Nirvana o GZA, muchísimos grupos emblema de los años noventa tienen cabida en la película de Jonah Hill. La mayor parte del tiempo las canciones aparecen de fondo, pero cuando ganan el peso sonoro total no se sienten forzadas, como ocurría en Capitana Marvel (Captain Marvel, Anna Boyden y Ryan Fleck, 2019). Las transiciones entre temas parecen ensamblarse con la sencillez que muchos DJs desearían para sus sesiones de club. Y es que el acierto en la formación de la banda sonora de En los 90 es incuestionable, consigue captar la esencia de la década sin caer en ningún momento en parecer un musical o un videoclip, algo más que meritorio. De hecho, ocurre algo parecido —pero de forma más laxa— a lo que proponía Baby Driver (íd., Edgar Wright, 2017): en ocasiones el montaje se acompasa al ritmo de la base, como en la escena de la fiesta en la que Stevie conoce a una chica por primera vez.
“Me hace feliz y me hace sonreír, así que patino cada día” dice Fuckshit al ser preguntado sobre por qué es skater. Un argumento simple, pero a la vez irreprochable, y que concreta el tono de En los 90. Se trata de un retrato, no de un ensayo; es decir, se muestra a parte de esa generación, no se la juzga. Una generación para muchos perdida, de experimentación con malos vicios, demasiado precoz, de cientos de horas en la calle, de amistades no forjadas a través de un móvil, de sueños tan inalcanzables que hacen aún más difícil salir del barrio… Para una generación de la que, pese a todo, ha salido gente tan talentosa como el propio Jonah Hill.