Cuentos modernos
Dejando de lado a Tim Sutton, el Americana nos presentó dos cuentos extraños plenamente contemporáneos, habitados por un par de personajes enfrentados al resto del mundo, cada uno a su manera, en contextos no por conocidos menos singulares.
Sherezade contaba cuentos, no exentos de aspectos terroríficos, para sobrevivir. Polidori, Mary Shelley y Byron, en prolongadas vacaciones, se entretenían con narraciones sobrenaturales para sazonar unas vidas muy confortables. Casey, como se hace llamar la protagonista de We’re all Going to the World’s Fair (Jane Schoenbrun, 2021) quiere participar en un challenge virtual para sentirse viva. Para, específicamente, sentirse viviendo en una película de terror. Esta obra de Jane Schoenbrun trata como tantas otras presentadas en cada edición de este festival del difícil paso por la adolescencia. No obstante, gana enteros en la intersección entre el mundo virtual y el material. Y especifico ambos términos, evitando limitar lo real a lo material, puesto que la sociedad actual puede hacer tan falso lo que consideramos palpable como tan real aquello vivido por internet. Casey se apunta a la corriente creepypasta, nos dice, para sentirse más viva… una nueva vida basada en un relato (más bien una anécdota) del que no se conoce qué parte de verdad tiene, si es que alguna hay. Nos cuenta, a sus espectadores de internet, a nosotros, que padece algún tipo de alteración del sueño, que puede desplazarse durante el mismo. Y espera, como determina el reto, que su aportación al mismo, sus comentarios y sus vídeos, provoquen algún cambio. Iremos viendo los clips que cuelga, su propio cuerpo descansando en la cama, durmiendo, o a ella bailando compulsivamente sobre el mismo colchón o, mayormente, ilustración de sus comentarios, anecdóticos unos y otros. Casey no tendrá mutaciones sobrenaturales, aunque alguna imagen de video pueda insinuarlo. Y tampoco tendrá gran número de seguidores, aunque uno de ellos será lo suficientemente interesado por la adolescente como para que ella, sintiéndose instigada por sus comentarios, siga colgando posts.
El gran mérito de la película de Schoenbrun es este desplazamiento entre lo real y lo imaginado. O, mejor dicho, de lo imaginado hacia lo real. El deseo no alcanzado de algo más, algo superior, se visualiza en las imágenes captadas por la cámara de Casey. Pero la web no hace realidad sus deseos. Casey se esfuerza buscando imágenes sobrenaturales o vistiéndose de ellas. Sin embargo, Schoenbrun evidencia la trivialidad de las mismas. La labor de la directora es a la par construir, reconstruir, los deseos de Casey poniendo, uno tras otro, sus videos en pantalla. A continuación, deconstruir su fantasía a la par que el personaje se va definiendo en el mundo real. De tal manera el creepypasta no definirá, como se pretende, como Casey pretende, una historia de terror sino que dará pie a la presencia de una joven que ironiza sobre su propia construcción y tiene la capacidad adulta de distanciarse de su único seguidor que acaba confundido y atrapado en las redes de esta moderna cuentista. Hace unos años Assayas observó la modernidad de las redes y sus fantasmas en Personal Shopper. La propuesta de Schoenbrun va más allá, aprovechando las imágenes que cuelga la protagonista, para completar un relato con otro.
Y si el uso de las imágenes y la edición fue esencial para la que tal vez fuera la mejor obra del festival (con el permiso de la filmografía de Tim Sutton), el uso del sonido fue básico para la construcción de la otra obra más destacable, El ruido de los motores (Le bruit des moteurs, 2021). En este espléndido debut, el joven Philippe Gregoire nos sitúa en una tierra de nadie. Un pueblito canadiense (su pueblo natal), demasiado cercano a Montreal para considerarlo en plena naturaleza, demasiado lejos para ser cosmopolita y emplazado junto a la frontera con los Estados Unidos, siendo condenado a esa condición fronteriza dónde la presencia de las fuerzas del orden marca el día a día. Alexandre, su protagonista, un muy acertado Robert Naylor, no podrá más que adoptar una postura entre nihilista y resignada frente a la cadena (aparentemente imparable) de adversidades y agresiones que va recibiendo. La historia arranca con la decisión gubernamental de dotar a los aduaneros con armas de fuego y entrenarles en su uso, para continuar con un peculiar accidente coital que deriva en una propuesta de trío por parte de la superior de Alexandre. Ante su negativa, los actos de venganza serán implacables. Frente a su resiliencia, el ruido de los vehículos que corren en la pista de aceleración que se construyó en sus campos, la presencia de camiones pesados en el que fuera el estadio dónde jugara de joven, la difamación mediante fotos sexuales trucadas, van imponiendo un orden fascista y violento. Gregoire desarrolla la cinta con un humor distanciado que recuerda al tono de Strangers in Paradise de Jarmusch, a lo que tampoco es ajeno la presencia de un personaje de tierras lejanas que le motiva a la resistencia y a cierta (disimulada) ilusión. Mediante un uso inteligente de sonidos y ruidos en la banda sonora reafirma tanto la presión de un lugar que se antoja inhóspito como la capacidad de Alexandre de oponerse pasivamente.
Una obra serena
Mucho menos arriesgada formalmente, limitada a primeros planos y desaprovechando posibilidades de enfrentamiento mediante la edición, Mass toma fuerza descomunal de un guion implacable y cuatro actores (muy especialmente Martha Plympton) excelentes. Dos parejas se citan en un despacho eclesial. Una de ellas ha perdido el hijo hace años y, de alguna manera imprecisa, la otra pareja debe disculparse por ello. Fran Kranz evita inicialmente dar más explicaciones pero desarrolla un ambiente crispado en un doloroso partido de tenis dónde cada frase, cada respuesta, constituye un doloroso saque y un no menos doloroso revés. En cuentagotas, el argumento irá desarrollándose dando pie a la reivindicación de unos padres que evoluciona de la búsqueda de una humillación a la demanda de una explicación. A medida que la trama se desenreda sin que haya explicación posible, el dolor se expande mientras el espectador conoce la totalidad de la historia. Actores y directora, no obstante, contienen las emociones y evitan que se desencadenen las lágrimas, logrando un mayor impacto emocional. No deja de sorprender cómo la alta dosis de suspense (casi teatral) va de la mano del dominio de la emotividad para lograr un producto cinematográfico de gran nivel.
Más allá
Estas obras destacaron notablemente del conjunto aunque hubo algunas otras que llamaron la atención. Nine Days (Edson Oda, 2020) y Mister Limbo (Robert G. Putka, 2020) indagaron en una suerte de ámbitos del Más Allá. En la primera, una serie de almas (algo así como Soul pero en tono severo… demasiado severo) son entrevistadas para valorar la adecuación de una de ellas para encarnarse en la Tierra. Cada una deberá ver (en video) la trayectoria diaria de un ser vivo para comprender cómo es la vida, qué determinantes nos marcan el rumbo, qué emociones nos rigen y qué sucesos marcan nuestros destinos. Un personaje valora sus respuestas y decide quién se gana la encarnación y quiénes desaparecen para siempre. La idea original, el trabajo de guion, la caracterización de cada personaje candidato, las anécdotas que resaltan unos y otros de la vida en la Tierra y la compensación que el entrevistador da a los condenados al olvido componen un retablo de emociones y sentimientos notable. El conjunto se ve lastrado, no obstante, por la falta de justificación para decisiones de guion: ¿Por qué un personaje frustrado, que antaño fuera vivo, tiene derecho a juzgar a almas inocentes?, ¿Por qué se le evidencian sus errores tras una decisión obviamente errónea y no antes?… Quizás el director, Edson Oda, pretenda denunciar la arbitrariedad de la vida pero la resolución de la cinta (precisamente por la belleza de las construcciones que regala el entrevistador a modo de compensación por la “no vida”) es muy insatisfactoria. Más insatisfactoria que la de una película menor, más simpática, en la que varios personajes se mueven por una suerte de purgatorio. En Mister Limbo los protagonistas van cruzando el desierto con rumbo incierto y mezclándose con otros individuos a los que encuentran por única vez mientras todos ellos tratan de descifrar qué hacen allí. El tono es menos severo que en la cinta antes referida y, aun siendo previsible, es mucho más aceptable, por el tono humorística de varias escenas, por la excentricidad de alguna situación y por la aceptación de sus limitaciones.
Una modestia que también se extendía a El planeta (Amalia Ulman, 2021), otra obra construida bajo una mirada distanciada sobre dos mujeres, madre e hija, que (como los protagonistas de Funny Face) van a ser desahuciadas de su domicilio en Gijón. Mientras la primera sigue pretendiendo una posición económica y social que perdió hace tiempo, en una huida adelante, su hija trata de encontrar salidas económicas (aunque no tiene ni idea de cuánto podría cobrar por un polvo) o sentimentales que se van revelando, todas ellas, inútiles. Amalia Ulman construye una cinta modesta, sin más pretensión que enmarcar una anécdota muy común en un entorno de depresión económica, dónde las idas y venidas de la pareja protagonista tienen lugar en un marco de tiendas cerradas y negocios en traspaso. Ahí es nada, pocos directores retratan la realidad con pocos subrayados.
Zola (Janicza Bravo, 2020) se vende como la primera obra basada en un hilo de twitter. No es una referencia especialmente destacable y tampoco el resultado es notable. Sin embargo la película de Janicza Bravo, aun en sus oscilaciones entre un thriller muy amargo y una comedia indie de humor muy negro, es extrañamente atractiva. Breve historia de una camarera que gana dinerillos como pole dancer a quién una nueva “amiga” engaña para unos bailes extra que encadenan (oh, sorpresa) con sesiones de prostitución. Zola demuestra ingenio y valor, evitando ser la víctima al promocionar en un instante, online, a la compañera que la ha engañado y que no tiene reparos en participar del nuevo negocio, en especial si Zola facilita unos ingresos muy superiores a los esperados. Entre la denuncia de un submundo de drogas y chulos y una comedia extrema, punteada por los twitter reales que contaron la historia original, Zola desconcierta por la broma entre el tiroteo, por la miseria entre el buen humor, imitando (de lejos) a Sean Baker o a Quentin Tarantino.
Tal vez por la chispa de tales películas, otras obras, a priori interesantes, se vieron deslucidas. Ascension (Jessica Kingdon, 2021) es un potente aunque desequilibrado documental sobre la China capitalista con secuencias impactantes (como el reclutamiento de obreros o la fabricación de muñecas sexuales) pero está lejos de las obras semejantes que vimos en el Festival de Rotterdam. Tchoupitoulas, (Bill Ross IV, Turner Ross, 2012) obra de los autores de la excelente Bloody Noses, Empty Pockets, vista en la pasada edición, no alcanzaba el interés de aquella. La historia de tres hermanos de barrio periférico que pasan la noche en el centro neurálgico de Nueva Orleans observando músicos, artistas callejeros, strippers o borrachos, a la par que escucha las ensoñaciones del más pequeño tiene un encanto de breve duración. El interés estético de captar las luces difusas y acompañar a personajes decadentes no tiene fuerza suficiente para aguantar todo el metraje, aun en su brevedad.