Un paraíso en el infierno
El controvertido director de Banyoles Albert Serra se adentra en las cavernas de la política, construyendo una especie de thriller en el que camufla sus excentricidades en una trama tanto seductora como enigmática. Un alto comisionado del Estado Francés quien, rendido ante una misteriosa fuerza superior a cualquier propósito de revuelta, intenta dar respuestas a una sociedad a la alerta de la reanudación de los ensayos nucleares en la Polinesia Francesa. De Roller, interpretado por un excelente Benoît Magimel, convive con impotencia en medio de la isla (aparentemente) paradisíaca de Tahití, donde quedará atrapado por los espectros que rodean el imponente, espectacular y salvaje océano Pacífico.
Con la colonización, la vida capitalizada de occidente se impone en medio de una cultura tahitiana que lucha por sobrevivir. El ambiente fantasmagórico que se respira en la isla se concentra bajo luces de neón, música electrónica y alcohol, en una discoteca llamada “Paradise”. ¡Qué paradoja! Parece ser que el paraíso ya no se encuentra en la espectacularidad del paisaje, sino en la oscuridad de la noche. A lo largo del filme se deja intuir la existencia de un poder superior, casi inexistente, pero incuestionable: se rumorea que por la noche se reúnen los más altos cargos de la marina francesa en un submarino lleno de prostitutas que vuelven al amanecer. Jugando con este misterio, la película transcurre entre reuniones y encuentros institucionales donde deciden, entre otras cosas, quién podrá entrar o no en el casino de la isla.
Desde el viaje místico de los tres reyes magos de Oriente que nos contaba en El Cant dels Ocells (2008), hasta el contemplativo (y también eterno) retrato sobre el libertinaje que nos mostraba en Liberté (2019) —que se llevó el premio especial del jurado en el Festival de Cannes—, podríamos decir que el director catalán nunca ha dejado de interesarse en la moral de la sociedad, en inspeccionar el deseo humano y en desenmascarar todo lo que conlleva el poder. Serra se interesa sobre todo en la mística y en la condición humana y lo hace siempre de una forma tan radical como única.
En su último trabajo —aclamado también por los franceses— nos encontramos ante una película aparentemente mucho más narrativa de lo que estábamos acostumbrados. Pero en Pacifiction, como en la política, todo es apariencia. Serra se burla de cualquier aspecto formal del género y pone al límite la ficción, tanto que nos la acabamos creyendo. Con un tono casi bressoniano, Albert Serra desnuda los diálogos y los personajes hasta tal punto en que puedes llegar a palpar su vulnerabilidad, invocando así un dramatismo imaginario.
El hiperrealismo se mezcla con una ficción impostada para conseguir una obra inclasificable que prescinde de cualquier formalismo, al mismo tiempo que establece una conversación constante con el público. Por momentos, parece que la película te atrape y se deja intuir una narrativa que, en el fondo, no es más que un constante suspiro, un relato abstracto que sirve de escaparate para dar pie a que cada espectador extraiga sus propias conclusiones. Todo ello, acompañado por una fotografía hipnótica y hasta catártica, y una música que se te queda grabada en la cabeza, da la razón a la soberbia de Albert Serra y convierte Pacifiction en una obra mayúscula que, para bien o para mal, no dejará indiferente a nadie.