«Mis pequeños amores es el film más bello sobre la génesis de un cineasta.»
Alain Bergala, Enfance d’un cinéaste, à propos de Mes petites amoureuses,
Cahiers du cinéma, spécial Jean Eustache, nº53, abril 1998.
Un breve fundido invoca ante nosotros al pequeño Daniel, quien duerme plácidamente bajo el constante minutaje de un reloj. Otro fundido desvela su cama, ahora vacía, anunciando el despertar del sueño de infancia. Este inaugura la película y embriaga la cámara de una energía que desemboca en un primer paneo hasta la ventana de la habitación, de ahora en adelante la vida comparecerá bajo los límites de un encuadre.
En Mis pequeños amores, Jean Eustache regresa a su preadolescencia para estudiar el origen de su mirada autoral. Esta se configura durante su entrada en la pubertad, proceso dinamitado por una obligada mudanza de Daniel a Narbona. El abandono del pueblo en el que fue criado y arropado por su abuela, en favor de una vida en la ciudad con su madre y el novio de esta, supone un pequeño trauma. La vida plácida de Daniel se ve trastocada, magullando su inocencia. El joven sufre la precariedad económica de primera mano, siendo obligado a dejar la escuela para trabajar como aprendiz de mecánico. El oficio le introduce precozmente en el mundo adulto, del que experimenta su crudeza, aprendiendo a su vez amargas lecciones.
El trabajo retrospectivo del filme se organiza mediante la consecución de escenas aparentemente anecdóticas que, puntuadas por fundidos, se revelan poéticamente como momentos clave en la maduración de Daniel. Estas elipsis fragmentan el relato, plasmando los mecanismos de la memoria. Sus vacíos no solo habitan la trama, sino que tienen su manifestación formal en unos paneos incapaces de seguir el movimiento del niño, ante el que se detienen con cautela, respetando así el misterio de la juventud.
La frialdad de la relación materno-filial, incapaz de proveer al pequeño de un hogar satisfactorio y pleno, le lleva a convertirse en un precoz flâneur. En el transitar de las calles Daniel desarrolla el placer de observar el mundo que le rodea, el cual resulta mucho más excitante que su angosto ecosistema. Su fijación por las escenas amorosas, resignifica su voyeurismo, desvelándolo como una silenciosa búsqueda de afecto. Este deseo permea todas las imágenes que el niño genera con su visión, aportándoles un foco capaz de orientar su mirada. Una bella escena clarifica esta cuestión: tras obsesionarse con una mujer que ve desde la ventana del taller en el que trabaja, Daniel la encuentra en el parque. En un plano subjetivo, el diafragma de la cámara se cierne sobre ella, desembocando en un iris que la puntúa de forma expresiva, eliminando todo espacio circundante. El protagonista añade: “Era como las mujeres que me gustaban de las películas americanas”. Si bien la preocupación temática del joven son las mujeres, tema necesariamente adulto, su acercamiento formal es distanciado y sobrio, propio de un muchacho cauteloso. Bajo estos rasgos podemos identificar al propio cineasta. El mismo filme nos empuja a hacerlo mediante una escena en la que Daniel observa a otro hombre, interpretado por Eustache, examinando a su vez a una joven pareja dándose un beso. Este efecto espejo nos demuestra que el director continúa siendo un pequeño mirón. La maestría de este gesto cinematográfico estriba en su capacidad de dibujar una idea compleja mediante un trazo simple y preciso. El cine es capaz de plegar el tiempo sobre sí mismo, facilitando el encuentro de los autores con su pasado.
Otra escena clave nos muestra a Daniel atendiendo a unas clases de pesca informales que un padre imparte a su hijo. El desconocido pregunta a Daniel por su padre, poniendo en palabras una ausencia que sobrevuela la película de forma fantasmal. Con ella es posible completar el sentido de la afición voyeurista de Daniel, conectándola irremediablemente a la cinefilia. Daniel recorre el mundo con la mirada en busca de un esquema que le permita comprenderlo mejor, del mismo modo que atiende al comportamiento de otros hombres para entender el funcionamiento de las relaciones personales. En definitiva, el niño busca un maestro y es por ello que, además de callejear, acude a las salas de cine. Para Serge Daney, el cine era el lugar de los padres muertos, desaparecidos, ausentes. Por ello, el autor funcionaba para los cinéfilos como reemplazo de la figura paterna, cuyas lecciones se organizaban por medio de la puesta en escena. Resulta conmovedor como Eustache logra conectar la deambulación visual con la práctica cinéfila, ambas movidas por el vacío fruto de la ausencia de referentes. En este sentido, la pieza se asemeja a Earth Light (Guy Gilles, 1970), hermana mayor del filme, otra gran película sobre el acto de filmar con los ojos.
Es bajo estas coordenadas que Mis pequeños amores brilla como una lúcida reflexión sobre la condición del espectador y sus límites con la del cineasta. Si seguimos la idea de Daney de que “el cinéfilo es aquel que sabe que es un error pensar que entre el espacio real de la sala de cine, que representa la sociedad, y el espacio imaginario de la pantalla existe una línea o una frontera”, Daniel no es un verdadero cinéfilo. Sus esfuerzos en replicar aquello que ve resultan frustrados e insatisfactorios, existe una distancia infranqueable entre representación y vida. Daniel, como cualquier romántico, descubre que el objeto de su deseo no debe ser alcanzado. El verdadero placer radica en habitar aquella amarga distancia que le separa de él, manteniéndose en la posición idónea para estudiarlo con la mirada. Daniel es un cineasta en potencia, es un profesor que conoce al detalle la pasión contenida en las obras de Racine y Corneille, siendo incapaz de vivirla. Es por ello que, al sacar un jilguero de su jaula, este se le escapa irremediablemente de las manos. Esta dialéctica imposible entre la realidad y su representación es el secreto que Eustache nos confía, consciente de que la experiencia fílmica se halla en el ejercicio este arriesgado funambulismo.