Sopla el viento. Se mece la hierba. Un tenue rayo de luz se filtra entre las nubes, contorneando esqueléticas montañas vestidas tan solo por una fina capa de hierba. Bajo un arbusto, algo blanco: huesos. Restos de algo o de alguien en medio de la nada. Resquicios de una vida ahora olvidada, privada de recuerdos más allá de lo que a simple vista uno pueda adivinar.
Ubicada en los fascinantes parajes islandeses, Godland pretende precisamente hacer algo similar: sugerir un relato a base de instantáneas. Hlynur Pálmason, conocido por su alabada Un blanco, blanco día (2019), presenta con su siguiente película una historia tras la inventada aunque interesante premisa del hallazgo de las primeras fotografías de la Islandia del siglo XIX, exponiendo una historia en la que seguimos la odisea de un joven sacerdote danés en su cometido de construir allí una iglesia y fotografiar a sus habitantes.
Desde su mismo punto de partida hasta su puesta en escena, es apreciable el peso puesto en la fotografía como leitmotiv narrativo a lo largo del metraje, rodándose en 4:3 y construyéndose en torno a largos planos (en esencia) contemplativos en los cuales el paisaje y quienes lo habitan son los auténticos protagonistas. Y lo cierto es que, en algunos momentos, lo consigue y evoca pequeños relatos a través de sus imágenes. Gracias al espectacular paisaje de Islandia, el magnetismo de los planos y las casi celestiales armonías disonantes de su banda sonora, Godland alcanza momentos de un poderío visual y ambiental cautivador pero, sin embargo, carece de un elemento primordial que todo producto audiovisual de estas características y duración necesita: propósito.
Es evidente que la película que quería hacer Pálmason era una con unas pretensiones narrativas mínimas, jugando en el plano de lo sugestivo más que en el de lo explicativo, pero 2h y 24 minutos es una duración descomunal y altamente complicada de mantener sin unos mínimos inputs de contexto, personajes o conflicto; pues sin ellos la conexión emocional y la sensación de que lo que sucede sea relevante, se diluye. Y desgraciadamente Godland achaca el peso del metraje, el nulo trabajo de personajes y una división del film que se pisa a sí misma.
En un inicio tenemos lo que se nos presenta como una fría odisea a través de la intemperie islandesa de un sacerdote en territorio hostil, azuzado por las inclemencias del tiempo y por la indiferencia de sus locales; pero lo hace utilizando un mecanismo contemplativo y elíptico sin prácticamente diálogos o continuidad. Per se esto no tiene por qué ser nada malo, de hecho movimientos alternativos como el slow cinema, se caracterizan precisamente por deconstruir los esquemas narrativos tradicionales al dilatar el tiempo y reducir la carga argumental de premisas más manidas. Pero Pálmason no termina de dar la sensación en ningún momento de tener claro hacia dónde quiere ir ni qué pretende conseguir, construyendo en su segunda mitad (sin entrar en spoilers) un relato más coral en el que, supuestamente, deben detonar toda una serie de conflictos y siembras establecidas previamente, entrando en una contradicción con su faceta más sugerente al evidenciarse las omisiones narrativas previas. El problema aquí surge al tener dos extremos que reclaman cosas diferentes y al estar juntos chocan: el primer segmento no aporta lo suficiente y el segundo le resta efecto y poderío a la capacidad sugerente del primero.
Si en esa suerte de El renacido danés se hubiera invertido algo de tiempo en presentarnos a sus personajes o tan solo establecer ciertos pilares de personalidad, dinámicas, conflictos u objetivos, probablemente Godland gozaría del impacto emocional que tan desesperadamente necesita para que su ritmo y su contemplación aspiren a algo más allá de lo tópico, pues elementos para hacerlo había. Colonialismo, crisis de fe, racismo, deseo, conciliación… Todos estos conflictos y muchos otros son los que, por desgracia, se quedan en el tintero de una película que prefiere apostar por lo formal y lo visual con las esperanzas de que eso “resuene” de alguna manera con el público, justificando de este modo un pobre trabajo o simplemente el descuido a la hora de construir una buena base que sostenga su propuesta de dirección.
Es una auténtica lástima que una película tan valiente en el cómo no sepa darle la suficiente importancia al qué y juegue tan solo en territorio cliché. Porque lo que podría haber sido una poderosa obra autoral que diese un espacio sobre el que poder reflexionar sobre el colonialismo y la crisis de fe a través de una colección de momentos, se queda, en última instancia, en un bonito pero muy largo anuncio publicitario de Islandia.