Es conocido el interés de David Fincher por querer mostrar en su cine los mecanismos que impulsan el comportamiento del criminal. Así como sus esfuerzos por deshacer la madeja misteriosa que configura esas mentes que parecen discurrir por senderos distintos a los del resto de mortales. Para ello suele aproximarse a estos personajes desde la frialdad y el temor que provocan en los demás pero también desde una mirada de curiosidad y fascinación muy humanas hacia lo que representan, convirtiéndolos así en seres poderosos e infranqueables que juegan con ventaja y parecen manejar un conocimiento inaccesible al resto. Lo retrataba así en la serie Mindhunter (2017) donde un equipo del FBI se dedica a estudiar de manera empírica el comportamiento de asesinos en serie convictos con el fin de establecer patrones que les permitan anticiparse a futuros crímenes. No obstante durante el proceso los mismos investigadores quedan atrapados en el juego manipulador de dichos individuos que por otro lado actúan como espejos de sus propios demonios internos. De manera similar, en Zodiac (2007) también los policías se enredan en la obsesión y la adrenalina que les provoca la persecución del criminal al que pretenden dar caza, algo que acaba por erosionar su salud mental y su vida personal. A diferencia de esos trabajos, en El asesino, basada en la novela gráfica homónima de Alexis Nolent (alias Matz) y Luc Jacamon, Fincher vuelve a interesarse por la figura del asesino pero en este caso lo hace en primera persona en lugar de retratarlo desde la mirada de los otros.
Michael Fassbender interpreta a un sicario pulcro y metódico, un lobo solitario —con cierto parecido, incluso en lo estético, con el Alain Delon de El silencio de un hombre (Le Samouraï, Jean-Pierre Melville, 1967)— que ha construido toda una liturgia que le permite mantenerse enfocado en los trabajos que se le presentan. Secuencias de yoga, control de pulsaciones, una música determinada y la repetición de frases a modo de mantras le han llevado a alcanzar la excelencia en lo suyo a través de ejercer una férrea autodisciplina. Conocemos al personaje a través de su propia narración en voz en off que abandona lo sugerente para hacernos partícipes de su mundo interior, revelándose como individuo de mente fría y analítica que banaliza el mal que ejerce reduciéndolo a números y porcentajes. El error no se contempla dentro de un esquema replicado tantas veces de manera exitosa y es por ello cuando el fallo humano ocurre su castillo de naipes se desmorona. El protagonista inicia entonces un camino de huida y venganza para resarcirse de su descuido y recuperar el control, sin embargo esa primera metedura de pata activará un resorte que le llevará a cuestionarse su pretendida infalibilidad.
Fincher construye un personaje complejo, abyecto en su falta de escrúpulos pero extrañamente mundano en su búsqueda del equilibrio a través de repetirse a sí mismo una y otra vez lo que debe y no debe hacer a la hora de ejecutar sus objetivos, algo que funciona a modo de manual de autoayuda y que exige de un esfuerzo continuo por su parte para no salirse de ese guion autoimpuesto. En ese sentido su parloteo mental y la necesidad constante de autoafirmación resultan cruciales para entender al personaje en contraste con lo hermético y lacónico de sus interacciones sociales y nos lleva a imaginar lo radicalmente distinta que hubiese sido esta película sin esa voz en off. Solo en contadas ocasiones su expresión facial acompaña en algo a esa desazón interna, siendo su encuentro con el personaje de Tilda Swinton y la conversación que ambos mantienen uno de los mejores momentos de la película.
No resulta llamativo que uno de los rituales del protagonista para mantenerse en su centro sea escuchar a la banda inglesa The Smiths, donde muchas de las letras de su líder Morrissey hablan precisamente de las dificultades para encajar en la sociedad cuando eres alguien excepcional, un incomprendido pero también un narcisista. Los principales éxitos del grupo suenan a lo largo de toda la película (incluso los créditos finales cierran con el himno There is a Light that Never Goes Out). Fincher es un melómano que va dejando pistas, otro guiño musical es la camiseta que luce uno de los personajes en la que figura el logo de Sub Pop, mítico sello discográfico independiente de Seattle emparentado con la escena grunge de finales de los 80 y que incorporó a bandas como Nirvana o Soundgarden. El director vuelve a contar en esta ocasión con los músicos Trent Reznor y Atticus Ross para la banda sonora del film.
Tras la brillante pero rara avis Mank (2020), El asesino recupera los tropos más característicos del cine de Fincher y supone también el reencuentro con el que fuese guionista de Seven (1995), Andrew Kevin Walker. Sin estar a la altura de aquella ni de Zodiac, resulta interesante en su desmitificación de la figura del criminal, mostrando que no se trata de una persona con unas cualidades extraordinarias sino básicamente alguien perseverante que se ciñe a una rutina concreta para lograr sus objetivos, como el que empieza con una dieta, y que como le podría ocurrir a esa misma persona, a veces flaquea, duda o se la salta. Es difícil no relacionar que Netflix esté detrás de la producción con el hecho de que por momentos el film roce lo excesivamente cool, o que se perciban otros intereses más allá de la mera libertad creativa con la aparición de logos de empresas sobradamente conocidas. No obstante la película conserva toda la esencia Fincher y eso siempre la convierte en una excelente opción.