«¿Me permites mirarte mientras comes?» Con esta pregunta el personaje de Dodin (Benoît Magimel) pide permiso a Eugénie (Juliette Binoche) para entrar en la intimidad de un acto tan personal, cotidiano y banal como indiscutiblemente necesario, y que él eleva con su intención a la categoría de extraordinario, convirtiéndolo en un gesto admirable, lleno de belleza. La relación entre la comida y lo que suscita en los comensales adopta una sensorialidad que traspasa la pantalla en el trabajo de Tran Anh Hung, director de origen francovietnamita, galardonado por esta película con el premio a la Mejor dirección en la edición de este año del Festival de Cannes.
La historia de A fuego lento se sitúa a finales del siglo XIX y narra la relación entre un chef de posición social acomodada, propietario de un caserío, y la cocinera que trabaja a su servicio. Ambos comparten un amor por la gastronomía, algo que supone tanto su oficio como un pilar fundamental en sus vidas. En ese sentido, las primeras escenas son ya una declaración de intenciones. Primero, por situar la acción en un espacio que es el corazón de todo y el lugar donde surge la magia: la cocina. Y segundo, por no escatimar metraje a la hora de plasmar hasta el más mínimo detalle en la preparación de los manjares que van a constituir el menú para unos invitados. Como si se tratara de una partitura musical, los ingredientes se combinan armoniosamente los unos con los otros como notas sobre un pentagrama, siguiendo unas pautas y un tempo precisos. El resultado final es un todo perfecto que aúna forma y contenido, provocando que las miradas se iluminen y las conversaciones se interrumpan solo con la presentación de los platos, siendo este momento tan importante como el disfrute posterior. Esa anticipación del placer que está por llegar no se limita en la película solo al paladar si no que también son otros los sentidos que embriaga. De esta manera descubriremos que entre la pareja protagonista existe también un juego de seducción sostenido en el tiempo, alimentado por la incertidumbre de lo que nunca está asegurado. Un flirteo sin ataduras que le sirve a ella para mantener su independencia y el control sobre su vida y su sexualidad dentro de una sociedad con marcados roles de género. La propia cámara, en sus continuas idas y venidas, parece querer transmitir ese deseo en constante movimiento a lo largo del tiempo, algo difícil de desvincular del hecho de que los propios Magimel y Binoche fueron pareja en la vida real y cuya complicidad en la gran pantalla es más que evidente. Sin embargo, más allá de la relación romántica entre los personajes ellos son ante todo un equipo, la unión de dos compañeros entregados en cuerpo y alma a su oficio y que como expertos en la materia también saben captar el potencial talento en la figura de una joven aprendiz que representa el futuro legado.
Hay una intención en el director de El olor de la papaya verde (1993) por elevar la gastronomía a la categoría de arte, dotándola de un lenguaje lleno de lirismo que impregna todo el metraje. Una idea que opera a todos los niveles, en lo visual a través de la poética con las imágenes —donde es factible que la forma de una pera confitada nos recuerde al cuerpo de una mujer— pero también a través de los diálogos que establecen conexiones entre la comida y la propia existencia. Por ejemplo, en la escena en la que la aprendiz prueba por primera vez el sabor del tuétano y muestra su desagrado Dodin le responde que es normal que no le guste ya que todavía es demasiado joven: le falta vivir más experiencias. Una iluminación preciosista que apuesta por la naturalidad de la luz solar para reflejar las distintas fases del día unida al énfasis en los sonidos de lo cotidiano acaba por configurar una atmósfera que combina lo romántico y lo sensorial y que supone en esencia un placer para los sentidos.
La película ha sido escogida como candidata para representar a Francia en la próxima edición de los premios Óscar, una elección notable pero al mismo tiempo no exenta de polémica al haber dejado fuera a Anatomía de una caída (2023), de Justine Triet, Palma de Oro en Cannes de este año.