No estrenada en salas españolas [1] y considerada la peor película de Friedkin, quien ni la menciona en su biografía, El contrato del siglo se atrevió a ironizar, en pleno fervor reaganiano, sobre el complejo militar-industrial estadounidense y su comercio internacional. En EE.UU, un agigantamiento del gasto militar —y, como resultado, del déficit público— escoltó al recorte de impuestos de la ERTA (Economic Tax Act) de 1981, impelido por la Nueva Guerra Fría y un galvanizado anticomunismo que Reagan condensó en su discurso del «imperio del mal» (la Unión Soviética) en marzo de 1983, año de El contrato del siglo.
Al mismo tiempo, la industria del cine bisaba los caminos del capitalismo global: en los albores de la era corporativa de Hollywood, los siete grandes estudios ya formaban parte de corporaciones más grandes y se imponía un nuevo modelo de ejecutivo y de negocio que ha perdurado hasta hoy. Los desafíos del Nuevo Hollywood periclitaban, y a lo largo de los ochenta se fueron consolidando la «juvenilización» del target y el auge del high concept. Como ha explicado J. Hoberman [2], entre otros autores, distintas campeonas de taquilla de 1982 resumen un zeitgeist sociopolítico de regresión al consenso de los años 50: elusión los conflictivos años 60 y 70, mediante la exhumación del cine de antaño (En busca del arca perdida [Raiders of the Lost Ark, Steven Spielberg, 1981]), el abrazo intergeneracional (En el estanque dorado [On Golden Pond, Mark Rydell, 1981]), la confluencia de símbolos contraculturales y derechistas en el personaje de Rambo (Acorralado [First Blood, Ted Kotcheff, 1982])…
Tres éxitos de 1983 lidiaron con los peligros de la tecnología: Supermán III (Richard Lester) y dos de John Badham, Juegos de guerra (WarGames) y El trueno azul (Blue Thunder). El contrato del siglo aborda el negocio bélico de forma más directa, pero en un conjunto deshilvanado. Verhoeven, Dante o Landis —la más entonada Espías como nosotros (Spies Like Us, 1985), igualmente protagonizada por Chevy Chase— habrían optimado el aspecto más apreciable del film: su intención satírica. De hecho, El contrato del siglo se abre con un irónico spot de la corporación Lockup (alusión a Lockheed Corporation) a lo Robocop (Paul Verhoeven, 1987) y un pitching afín al que comienza Pequeños guerreros (Small Soldiers, Joe Dante, 1998). Asimismo, la accidentada presentación del dron militar Peacemaker anticipa la del ED-209 en la sede de la OCP, y la frase perentoria de Gil Mars en Pequeños guerreros casi resumiría la trama de El contrato del siglo: «Conozco unos rebeldes sudamericanos que encontrarán estos juguetes muy interesantes».
El mejor cine de Friedkin, como el de otros ilustres del Nuevo Hollywood (Coppola, Spielberg, Scorsese, Cimino…), nos inmerge en itinerarios (escabrosos) de protagonistas obsesivos. Al joven Friedkin le marcó para siempre Ciudadano Kane, la obra por antonomasia alrededor de la obsesión y la búsqueda junto con Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) y un modelo para diferentes hitos del Nuevo Hollywood, Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956). A manera de Coppola en Apocalypse Now (1979), el perfeccionista Friedkin se abismó en varios rodajes. Y, como otros coevos, su puesta en escena obedecía a una suerte de realismo sublime: una recreación naturalista y fluida, con pinceladas de inmediatez y cotidianidad, que nos conduce de forma inmersiva hacia imágenes trascendentes. Características que no encajan con la comedia, género que en principio debe ser bello, no sublime; más o menos distanciado, no inmersivo; frontal y claro, no oblicuo ni tenebroso. Es cierto que en los años ochenta, obviando autores como Blake Edwards y Woody Allen y títulos aislados, rarearon las comedias de puesta en escena: el promedio de la duración de los planos (ASL) en los éxitos de John Hughes, Zemeckis, Landis y el triunvirato ZAZ no alcanza los cincos segundos. Una reducción del tamaño y la duración de los planos que en buena medida aceleraría el apogeo del vídeo doméstico y de la televisión por cable y la MTV, que inició sus emisiones en 1981.
Al poco del fiasco comercial de su excelente Carga maldita, Friedkin había afrontado su comedia El mayor robo del siglo, en la que adoptó un tono desviado de sus logros setenteros, con un estilo visual cuidado e «híbrido»: planos de conjunto y con movimiento dentro del encuadre, propios de la comedia, junto con convencionales planos-contraplanos sobre el hombro y evitación de los zooms y las angulaciones llamativas, conforme al grueso del cine clásico (ASL: 8’70). La profundidad de campo cara a Friedkin y reminiscente de Kane refina algún encuadre, como en el interrogatorio a Specs (memorable Warren Oates en esta escena): en el amplio plano picado (que empequeñece al preso) distinguimos, a través de la ventana, el gris pasillo de la penitenciaría. El mismo Friedkin reconocía un desapego —limitador para un cineasta con sus cualidades— por los temas de El gran robo del siglo, aquí sólo enunciados. La reconstrucción fiel de los hechos y las referencias a Edward Hopper contrastan con una tibieza —en los gags y el timing— alejada de sus tres filmes anteriores. En esta ocasión, la violencia se sugiere, se corta cuando parece que van a irrumpir (excepto en la paliza a «Specs», eliminada de la versión para cines). En opinión de Thomas D. Clagget, Friedkin «se traiciónó a sí mismo»[3] al recurrir a un método que había reprobrado, los preestrenos, con el fin de decidir las escenas extirpables (permanecieron algunas innecesarias con Gena Rowlands). Para Friedkin significó uno de sus rodajes más divertidos, en especial tras Carga maldita: una comedia agradable, ligera incluso cuando Friedkin podía haber forzado el suspense (en el robo y las investigaciones posteriores), pero sin la maestría de Monicelli en Rufufú (I soliti ignoti, 1958).
El contrato del siglo no rehúye la violencia, ahora bien, es menos equilibrada que The Brink’s Job a causa de sus personajes indefinidos —en especial el de Sigourney Weaver— y su discontinuidad narrativa y de timing, tono y puesta en escena. Su atractivo se diluye según avanza, en la segunda mitad del metraje, la relación entre Catherine (Weaver) y el personaje de Chase, Eddie (que estuvo a punto de encarnar Jack Nicholson). En la larga secuencia de esta pareja en casa de Eddie, a la que se unirá Ray (Gregory Hines), el postrero amplio plano frontal, característico de la comedia, ilustra el estilo disperso de la cinta y su toque vodevilesco sin brío. Sin embargo, el encuentro con el desesperado Harold (Wallace Shawn), a la espera de una llamada en su habitación desde hace seis semanas, rezuma un negrura paranoica próxima a la estupenda Bug. El film escolla cuando el típico toque «impasible» de Chase no se enfrenta a situaciones y personajes «serios», sino a caricaturas que, como la del presidente Cordosa, caen en la farsa, antes que en la sátira. El crítico Gary Arnold calificaba el guion de desentonada spoof descartada por Mad Magazine acerca del complejo militar-industrial. [4]
En los años ochenta menudearon las comedias «de montaje» (unas cuantas notables, como las de Landis) y las de «estilo» deslavazado, grupo al que pertenece El contrato del siglo y otra sátira política de la época, Objetivo mortal (Wrong is Right, Richard Brooks, 1982), todavía más anómala. En la posproducción, Friedkin aseguraba que las imágenes lo guiarían en la sala de montaje, «donde el estilo toma forma» [5], declaraciones que ya sugerían dudas y los vaivenes de la narración—la prescindible visita de la familia de Eddie—. Los angulares (que también enmarcan la extrañeza de la tienda de armas que visita Ray) en los contraplanos durante las reuniones de Eddie con Cordosa y Massagi (referencia al tratante de armas Adnan Khashoggi) realzan la distancia entre los personajes y la inestable planificación de El contrato del siglo, feísta en escenas como la del ataque de los helicópteros a Eddie y los rebeldes [6]. En una de las pocas secuencias celebradas de la propuesta, Ray se venga del destrozo de su Porsche: mejor construida (la cámara sigue los arrebatos del macarra enfurecido) que la del fallido atraco a Eddie (plasmada con planos contra-planos), los gags de ambas se fundamentan en el poder disuasorio de las armas ante encontronazos callejeros, apunte «incoherente» (que diría Robin Wood) y ambiguo (con respecto al resto del la película) muy de Friedkin, si bien aquí parece genérico y fruto del azar.
[1] El film sí se estrenó en vídeo en nuestro país. En Estados Unidos no recaudó lo esperado, pero durante los ochenta se emitió con frecuencia en los canales HBO y Showtime.
[2] En Make My Day: Movie Culture in the Age of Reagan. Nueva York: The New Press, 2019.
[3] William Friedkin. Flims of Aberration, Obsession and Reality. Jefferson (Carolina del Norte): McFarland and Company, Inc. 1990, pág. 186.
[4] Friedkin’s Raw ‘Deal’, 5 de noviembre de 1983 . The Washington Post
[5] Sneak Previews Classics (Lyons & Gabler) – 10/28/83 – Deal of the Century, Richard Pryor: Here & Now (youtube.com)
[6] La secuencia se rodó en la misma localización donde ocurrió la tragedia de En los límites de la realidad (Twilight Zone. The Movie, Steven Spielberg, John Landis, Joe Dante y George Miller, 1983).