Crónica de un destape anunciado
La noche del escándalo Minsky’s, tercer film de Friedkin, basado en una novela de Rowland Barber, se abre con un intertítulo avisando de que lo que veremos a continuación culmina en el origen casual del striptease, inventado por una joven religiosa, en lo que parece una intrigante paradoja, no del todo inconveniente al tratarse, en el fondo, de una historia ficticia. Así pues, se presume una comedia y un avistamiento de carne femenina, descarado reclamo para una potencial audiencia a la que se presuponía no demasiado diferente del espectador medio del Minsky’s, el teatro de variedades especializado en burlesque donde transcurre la mayor parte del film, ávido de aquello que en los años veinte en que se desarrolla la historia e incluso en los sesenta, cuando se rodó la película, no se encontraba a un click de distancia como en nuestros días.
La jovencita que anuncia el intertítulo inicial es Rachel (Britt Ekland), una chica amish que se ha escapado de su familia en busca de una vida alejada de las limitaciones impuestas por la comunidad religiosa en la que se ha criado, pura inocencia que no tardará en sucumbir a las tentaciones de la gran ciudad. En el Minsky’s se topará con moralidades de toda catadura: el puritanismo del censor (Denholm Elliott), que propiciará la redada anunciada por el título original; el caradura interesado (básicamente un depredador sexual con una presa a tiro) que resultará tener buen corazón (en un giro de guion un tanto inverosímil) interpretado por Jason Robards; su contraparte es la bondad y la ternura de Chick (Norman Wisdom da vida a este pagafantas, figura, pues, ya existente hace casi cien años); la maldad —Trim (Forrest Tucker)—, la avaricia —Minsky (Elliot Gould)—, e incluso se reencontrará con el fanatismo de su padre, caracterizado por Harry Andrews.
La historia se ubica en el Lower East Side neoyorquino de los citados años veinte y comienza con imágenes de archivo de la vida en el barrio un día de mercado. Progresivamente, este material antiguo rodado en blanco y negro se va intercalando con imágenes ya sí rodadas para la película que se van mutando del blanco y negro al color, en una transición que favorece la identificación con una época, en pos de esa verosimilitud que siempre ha perseguido Friedkin en sus trabajos. Este montaje se repetirá cuando el padre de la protagonista aparezca por el barrio buscándola, reforzando así esa sensación de inmersión en la auténtica vida del Nueva York de 1925.
Del mismo modo que las imágenes de archivo, la parte rodada por Friedkin confiere a las imágenes un cierto estilo documental, con la cámara registrando lo que ocurre de un modo casual, desde la distancia, simplemente mostrando la realidad de la calle, como si se tratase de una cámara oculta, o una de esas cámaras de seguridad cuya continua presencia hace que los transeúntes terminen por olvidarse de ellas actuando con la misma naturalidad que si no estuviesen, es decir, no actuando, simplemente siendo. Algo parecido sucede con las tomas del público durante los números musicales. Este se muestra desde distintos puntos, por lo general planos medios con reacciones a lo que ven sobre las tablas y panorámicas generales, que a su vez se alternan con otros planos, casi siempre desde debajo del nivel del escenario y enfocados en este, identificando la cámara con el punto de vista de algún espectador. Otro momento en el que se intercalan imágenes de archivo, con diferente propósito, es durante el paseo de Chick con Rachel cogidos de la mano simultaneado con parejas infantiles en actitud cariñosa con un enfoque eminentemente cómico, dialogando de alguna forma con la situación de los personajes, pura bondad e inocencia, uno derrochando amor y la otra una fascinación por un mundo nuevo repleto de estímulos. Más allá de este empleo de material ajeno con buen criterio y distintas motivaciones donde hay que tener en cuenta la labor nada banal del montador, Ralph Rosenblum, Friedkin tras la cámara se entrega a una realización clásica que no perjudica especialmente al tono de comedia ligera e incluso de slapstick (la secuencia de la pelea, por ejemplo) y, al menos vista hoy, sin especial gracia, que acompaña la historia. Sin embargo, a pesar de ello, La noche del escándalo Minsky’s representa un entrañable homenaje al burlesque, preñado de nostalgia y representado con toda la intensidad que ofrece esa cámara «testigo», y que infunde cariño a todos y cada uno de sus personajes, incluso a aquellos más éticamente reprochables. La escena final puede considerarse un homenaje al actor Bert Lahr, fallecido poco antes de terminar el rodaje, pero es también en cierto modo un recordatorio de la ingratitud inherente al mundo del espectáculo, que maltrata a sus integrantes en cuanto dejan de ser útiles, y también una representación simbólica de la defunción del propio burlesque, que en la época representada en el film daba sus últimos coletazos.