La tutora (The Guardian, 1990)

La tutoraEl ingenio (cinematográficamente) diabólico de El exorcista (1973) con el que William Friedkin inaugura una nueva mirada sobre el terror suscita una serie de expectativas inalcanzables hacia la posteridad. No solo condiciona el cine de sus coetáneos, sino que se revela como un terrorífico milagro dentro de la filmografía del propio director. Este hallazgo sobre el subconsciente de toda una generación es uno similar al que realiza el padre Merrin en la película, que irradia la pulsión maligna de aquel amuleto enterrado en el desierto de Irak. Y de la misma manera que sucede en la población de Georgetown durante el resto de metraje, ocurre que todo el cine desde entonces viene condicionado por esa extraña y terrible revelación, donde El exorcista existe como un antes y un después en el imaginario cultural. Por eso mismo, la sombra de la gran obra maestra de Friedkin pesa sobre sus otros trabajos, en especial sobre La tutora (1990), una película tapada en el historial del
director que supuso el regreso al género dos décadas después.

Antes de la aparición de los créditos iniciales, el quincuagésimo filme de su carrera da comienzo con unos intertítulos donde explica la mitología del mundo que presenta. En ellos plantea la existencia de una especie de culto religioso, que durante siglos ha ofrecido sacrificios humanos a sus deidades: los árboles. Esta advertencia enaltece la amenaza que está por llegar en una primera secuencia totalmente desplazada de la trama central, estructurada sobre una serie de ideas y motivos visuales que se repetirán a lo largo de la película. Por un lado, un primer movimiento de cámara traslada la imagen del buzón de una casa —paradójicamente, con la forma de una— hasta la aparición de la misma. En su transcurso, el ramaje y la espesura de los árboles que envuelven el hogar hacen perceptible la idea troncal de la película, donde la naturaleza se percibe como una amenaza. Seguidamente, en el interior del lugar, un niño lee un párrafo de Hansel y Gretel a su hermano, un bebé recién nacido. Esta lectura —de evidente carga alegórica— transcurrirá en off y acompañará el resto de la secuencia, siguiendo a los padres que hacen el equipaje para dejar a sus hijos con la niñera. Este último personaje será visto desde el anonimato, cubriendo su rostro y sugiriendo sus intenciones con su primera acción, donde se deshace del biberón del crío en un plano sumamente estilizado en cámara lenta. Una vez que los adultos abandonan el hogar se perpetúa el secuestro a manos de la desconocida, conduciendo la acción hasta las profundidades del bosque, donde el bebé sirve como ofrenda a un árbol, desapareciendo repentinamente e imprimiendo su rostro sobre la corteza.

La tutora

En este prólogo, la película presenta ciertos rasgos de estilo que hacen reconocible la precisión gramatical de Friedkin para poner en escena el horror sobre lo cotidiano, consiguiendo contener en unos pocos minutos la identidad del film. La relación entre aquello que escoge mostrar y el cómo lo hace suscita un interés en su desarrollo, donde la historia sigue a otros personajes algunos meses después de lo acontecido. Estos son Kate (Carey Lowell) y Phil (Dwier Brown), un matrimonio que decide buscar una niñera para cuidar a su hijo en su ausencia, invocando la misma amenaza que la película ya había presentado. Entre las candidatas al puesto, Camille (Jenny Seagrove) es la elegida, quien toma el cargo después de morir la anterior seleccionada en un repentino accidente. A partir de entonces, la confianza que los padres vuelcan sobre la niñera se irá desvaneciendo a medida que sus intenciones sean más evidentes. En cualquier caso, la película encapsula el misterio a
través de la figura de Camille y una serie de sismos que se suceden sin explicación. La suma de estos elementos evocan la amenaza colindante al hogar, que como se señalaba desde un principio, pertenece al bosque y sus profundidades. Sin embargo, esa intrusión de la naturaleza a las vidas de los protagonistas sucede sin mucho interés a excepción de una
última secuencia, donde la descabellada idiosincrasia de motosierras sanguinarias del Evil Dead de Sam Raimi catapulta la película hacia otro registro, más festivo e inocente.

La tutora

Sin buscar un repuesto a la excelencia, La tutora magnifica sus cualidades en un trabajo efectivo y coherente, sin lograr la trascendencia dramática y sustancial que precede la obra del director. De esta forma, termina resultando como una propuesta inadvertida que encuentra su lugar en su propia reivindicación, donde acérrimos y devotos al género pueden identificar con entusiasmo y cariño una película extraña y cautivadora.

Ganar de cualquier manera (Blue Chips,1994)