The Birthday Party (1968)

Teatro sí, pero…

The Birthday PartyLa segunda película de William Friedkin, The Birthday Party, fue un proyecto personal del director, o todo lo personal que podría ser la adaptación de la obra teatral de Harold Pinter; es decir, personal porque surgió de su propio interés y no era un mero encargo como su anterior trabajo. Friedkin vio la representación y unos años después decidió adaptarla, arreglándoselas para conseguir la financiación necesaria e incluso pudo contar con el guion del propio Pinter.

The Birthday Party es una de esas obras intencionalmente enigmáticas que basan en esa cualidad gran parte de su atractivo, estirando el suspense incluso hasta más allá de su desenlace, en el que concluiremos que hemos descubierto la punta de un iceberg que sigue sumergido en su mayor parte, aunque podamos hacernos una idea aproximada de su tamaño y forma. El inicio ya es de por sí bastante desconcertante, con un plano subjetivo de la carretera desde dentro de un coche que se abre paso en la apacible localidad costera que alberga la pensión donde se desarrolla la historia, y en cuyo interior escuchamos un extraño ruido de forma continua que convierte al vehículo en una presencia amenazante y disruptora. Porque además del ruido, que más tarde relacionaremos con una extraña manía de McCann (Patrick Magee) y que desde luego no hace sino confirmar nuestras sospechas iniciales, también contribuye a generar esa sensación de amenaza la fragmentación del plano del coche intercalándolo con otros generales donde observamos la tranquila rutina de la ciudad.

The Birthday Party
Es muy común despachar toda adaptación teatral al cine con ese calificativo, teatral, e inferir de ahí una incapacidad de mostrar rasgos de interés en la puesta en escena salvo ejemplos muy concretos por determinados motivos que en el fondo subyugan a la narración (pienso, a bote pronto, en películas tan dispares como La soga o Dogville), sin embargo lo cierto es que entre las muchas formas que habría de llevar la obra a la pantalla Friedkin elige hacerlo con una destreza bastante llamativa, sin atarse las manos como ocurre en las citadas propuestas. Lejos de limitarse a los manidos plano/contraplano o a otros recursos quizá más reputados pero que en ocasiones también reflejan una cierta pereza en la ejecución como es el de dejar la cámara quieta registrando la acción con un plano fijo abierto, el realizador, a la hora de mostrar a sus personajes, elige varias alternativas, sin limitarse a reglas fijas, que huyen de la monotonía y aporta ideas con casi cada plano. Insertos nada casuales (ya sea un apretón de manos, una tostada quemada o una colilla que se agita nerviosa), contrapicados que subjetivizan el punto de vista de alguno de los personajes, o una cámara que no tiene miedo de moverse con ellos siempre con intención, empleando la profundidad de campo para aprovechar la geometría de un escenario compacto pero con proyección, mostrando simultáneamente acciones y reacciones. También recreando subjetivamente las restricciones visuales de los personajes, por momentos a oscuras, o mostrando la visión borrosa del torturado protagonista interpretado por Bernard Shaw cuando pierde sus gafas. Partiendo de una obra compleja y difícil de adaptar, Friedkin demostró, solventando la situación con oficio y personalidad, que no era inadaptable.

La noche del escándalo Minsky’s (The Night They Raided Minsky’s, 1968)