Como un mundo que se abre a su inmensidad, la Tierra Hueca de aquel reencuentro titánico post-pandemia revelaba la posibilidad de una futura ficción inspirada en su descubrimiento. Desde ahí, Godzilla y Kong: El nuevo imperio (2024) perpetúa su idea, sin vergüenza alguna de ser reconocido como lo que es: un espectáculo mayúsculo o una caja de juguetes —metafórica y literalmente— donde caben cientos de historias por cada nueva criatura que aparece, introduciendo un paisaje inexplorado que abraza la ilusión de quienes encuentran una pasión por esto.
Con esta nueva entrega, el monsterverse de Legendary suma otro capítulo a su definición como saga, esta vez de forma consecutiva al repetir la dirección de Adam Wingard, responsable de películas como Tú eres el siguiente (2011) o The Guest (2014) antes de su incursión al blockbuster de monstruos gigantes. La presencia de su autoría podría resultar imperceptible en un cine que se elabora desde tantos estratos, sin embargo, sería prudente resaltar algunos ejemplos recientes para contrastar esto, véase el caso de Gareth Edwards y su inconmensurable The Creator (2023) o Ben Wheatley y su disparatada Megalodón 2: La fosa (2023). Aún bajo el yugo de unos cánones industriales que exigen un determinado modelo de producción, es posible localizar en ellas una voluntad creativa y una mirada que perfila un fondo cinematográfico. De hecho, el propio Godzilla (2014) de Edwards es uno completamente distinto al de esta película, reforzando ambas posiciones sobre la representación de un mismo personaje —en este caso, del lagarto atómico—. Este cambio sobre el paradigma y la concepción dramática de Godzilla ya está presente en su primera etapa japonesa, donde es posible distinguir una clara diferencia entre la visión del monstruo en la película original de Ishirō Honda de 1954 y aquella otra vis cómica surgida a finales de los 60 con la explotación del mismo. Lo cierto es que ambas versiones del rey del kaiju sostienen un tono muy distinto, pero tampoco dejan de ser compatibles, subvirtiendo las expectativas de quien quiere leer todo en una sola dirección. Al contrario de la recientemente galardonada Godzilla: Minus One (2023), este “nuevo imperio” no obtendrá la misma trascendencia dramática al priorizar esa segunda faceta festiva, la que antaño se asociaba a Jun Fukuda, a La isla de los monstruos (1969) o a Hedorah, la burbuja tóxica (1971).
Wingard abraza sin miedo ese cine desacomplejado, destinado esencialmente a un público infantil por su total inverosimilitud acartonada, imposible de asumir cuando tienes demasiado claro cómo deben ser las cosas. De ahí que su afán por abrir el mundo que explora sea tan enriquecedor, porque todo es posible o ridículo.
Ignorando los diálogos entre humanos que subrayan la acción de los colosos, su violenta y desproporcionada interacción es genuinamente elocuente, persiguiendo el gag que resulta reconocible en numerosos gifs de películas de aquella última etapa de la era Showa. Además, esa visión sobre la destrucción a gran escala es sumamente satisfactoria, convirtiendo todo emblema cultural en un patio de recreo para los monstruos, torciendo su condición elemental y reduciendo nuestra trascendencia como especie. De esta forma, sucede lo que viene siendo habitual en este tipo de propuestas, que lo que más le pesa es el desarrollo a pie de calle, acercando unos personajes que pasa por alto al no congeniar con la acción en paralelo.
Sobre la balanza, Godzilla y Kong: El nuevo imperio cae (por su propio peso) a favor de una inmediatez que no puede dejar de verse en sus referentes, reivindicando cierta inocencia en su hazaña desmesurada: la de hacer una película capaz de imaginar que todo eso es posible, escapando a la gravedad y el juicio de quien cree que puede tapar el sol con un dedo.