Un eructo sin provecho
Poco de provocativo y mucho de poético puede tener el gesto de despedirse del arte con un eructo. Así lo entendían los dadás, cuya actitud desafiante ha sido siempre el manantial del cine de Polanski. Y así también lo ha creído él al poner punto final a su carrera con The Palace, una enorme y sonora emisión de gases hacia todo lo que detesta, y en particular hacia las personas que le repugnan y son blanco fácil de su proverbial humor cáustico. Sí, la poesía puede ser brusca, incluso ofensiva y malsonante. Pero cuando uno decide exiliarse de la vida con un corte de mangas de esta naturaleza, tiene que mantener un delicado equilibrio entre el tono y el significado de su ofensa, porque de lo contrario el insulto caerá del lado de la grosería y se perderá en la intrascendencia.
Este es el principal problema de The Palace; no tanto que sea una acumulación de soeces bromas de mal gusto, como que éstas no sirvan para nada. El material de partida —una cena de ricos en un lujoso hotel de Suiza para celebrar la entrada del año 2000, a cuál más idiota, inflado y estrambótico— podría haber alumbrado una enmienda a la totalidad de la Europa contemporánea, porque algo de eso se intuye en el arco argumental de los mafiosos rusos, que asisten entusiasmados al cambio de poderes de Yeltsin a Putin. Sin embargo, Polanski mantiene su relato en unas coordenadas tan gruesas que en nada lo distancian de un borracho lanzando improperios a la salido de un bar. El director de El pianista (The Pianist, 2002) no ha sabido o no ha podido o no ha querido —me decanto por esta última opción— armar su crítica con un mínimo de sutileza, y el resultado es una película plana cuya única razón de ser pasa por mostrar su rechazo a lo «políticamente correcto».
Resulta evidente que Polanski no quería andarse con delicadezas sino ir de frente, siguiendo el modelo suicida del grupo de Picabia. Una decisión audaz, sin duda, mas totalmente inane desde el momento en que confunde la sinceridad con la vulgaridad y la crítica acerada con el salivazo flemático. Y aún peor: al tratarse de un cineasta que solía alternar y/o cambiar de género a voluntad, cuando se hace un lío con los diversos registros de la comedia. Si la línea que separa la ironía de la parodia involuntaria es ya de por sí fina, la que separa la sátira de la idiotez es casi invisible, por lo que cualquier desequilibrio condena a un autor al abismo. Polanski anduvo cerca de este desastre en Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966), ¿Qué? (Che?, 1972) y Piratas (Pirates, 1986), y si salió indemne, en una escala de daños de menor a mayor, fue porque en un momento dado eligió un solo registro para cada uno de estos títulos. No es el caso de The Palace, una papilla grumosa y grimosa de principio a fin, pobrísima de ideas, cafre e instalada en la indeterminación semántica que causa la inseguridad discursiva.
La consecuencia dramática es trágica porque la película ni encuentra el tono ni sabe lo que contar más allá de amontonar chistes atroces. Si sobrevive al paso del tiempo, será por su condición de sumatorio de fobias y odio a discreción de un cineasta aquejado desde hace décadas de manía persecutoria. Lo tiene todo: homofobia, gerontofobia, gordofobia… Ni un solo personaje evita el ácido corrosivo de Polanski, quien para colmo, a sus 90 años, tampoco se ha cuidado de entregar una obra mínimamente bien planificada, fotografiada o montada. En The Palace hay solo dos recursos narrativos: el plano-contraplano y el montaje en paralelo, y ambos ejecutados de la manera más simplona. No hay ideas visuales ni tropos a los que agarrarse salvo en la escena final, cuando la cámara recorre a ras de suelo los despojos de la fiesta y se para frente a un perro copulando con un pingüino. Es probable que esta imagen fuera el germen de la película en la mente de Polanski, y que le pareciera un hallazgo sublime, pero ésta, por sí sola, ni sostiene ni justifica hora y media de vergüenza ajena de un vodevil esperpéntico. Es muy difícil ridiculizar la tontería, propia y ajena. Es muy difícil ser como Solondz, como los hermanos Coen, como Lubitsch, como Dino Risi o como Berlanga. Y si se trata además de hacer sangre y escupir a la cara de quienes te han pagado los caprichos, es tremendamente difícil ser como el Capote de Música para camaleones.
Habrá quien piense que el cineasta de origen polaco ha perdido la oportunidad de decir adiós con la elegancia y el estoicismo propios de la rabia contenida, pues eso era, en esencia, su anterior y acaso más autoconsciente filme, El oficial y el espía (J’accuse, 2019). Bien pensado, esto habría sido un contrasentido en la carrera de un cineasta cuyos signos inequívocos de identidad son antes de carácter temperamental que narrativo. Polanski es una mosca de invierno, y en esa lógica debía y tenía que morir matando. El asunto es que The Palace, la excusa que ha elegido para arreglar cuentas con el mundo y diríase con la humanidad, es un engendro principalmente porque el punto de ebullición de su amargura le desnuda solo a él.