¿Podríamos calificar a Il Cinema Ritrovato como el festival más cinéfilo del mundo? Es difícil asistir a semejante celebración de la historia del Séptimo Arte, al amor que transpira cada proyección, cada presentación, al minucioso trabajo que hay detrás de la recuperación de materiales y la curación de su sugerente programación, a este gran acto de liberación cinematográfica de las garras del tiempo, del deterioro y el olvido, sin plantearnos en la cabeza dicha pregunta.
Es un amor que se ve proyectado también en los espacios que ocupa el festival. De hecho, la novedad más llamativa de esta edición era la recuperación de una sala emblemática, el Cinema Modernissimo, construido en el subsuelo del Palazzo Ronzani, justo al lado de la Piazza Maggiore, y por tanto en el epicentro de la ciudad. Bellísimo, reúne el sabor añejo de un diseño centenario de estilo Liberty con las prestaciones de un local modernizado. Una auténtica virguería que añadir a los sobrados alicientes que ofrece Bolonia.
Siendo un festival cómodo para el visitante, donde se pueden encajar jornadas de seis películas sin pestañear y donde resulta fácil, con un poco de planificación, acceder a todas las proyecciones, también es fuente de algunas frustraciones. Este año en particular el sistema de reserva de entradas funcionó pésimamente durante los primeros días. Pero una de sus características inmutadas es el escasísimo número de proyecciones para cada película, que se exhiben exclusivamente una o dos veces, lo que limita la capacidad para armar nuestro calendario a gusto. Uno se ve en el trance, por poner el ejemplo de dos obras monumentales de similar época, de tener que optar entre los pases únicos de la primera parte del Napoleón (1927) de Abel Gance, recientemente estrenada en Cannes, y de La saga de Gösta Berling (Gösta Berlings Saga, 1924) de Mauritz Stiller. Al final me decanté por el sueco y no guardo remordimientos por la elección.
La última restauración de este clásico ya centenario de la cinematografía escandinava, célebre por haber proporcionado el primer papel importante a Greta Garbo, ha elevado su metraje hasta los 200 minutos para desgranar las románticas peripecias de un pastor expulsado de su Iglesia por alcoholismo y de los personajes que su periplo va poniendo en su camino. Es un hombre volcánico, al tiempo débil ante ciertas tentaciones y heroico en la adversidad, convencido de que trae la desgracia a quienes le rodean por esa deshonra pasada que siempre pesa sobre él. Pero en realidad, el motor de los vaivenes que sufren los personajes es en buena medida la sociedad, su estratificación, materialismo y férreas normas, que crean individuos hipócritas, puritanos e intolerantes, mientras conduce a otros a situaciones desesperadas. Para su protagonista las mujeres terminan siendo siempre una tabla de salvación en su camino hacia la redención. Y mujer es también la autora del original literario, Selma Lagerlöf, presencia recurrente en esta edición de Il Cinema Ritrovato como responsable de la novela Jerusalem adaptada en otro díptico sueco realizado un año después por Gustaf Molander, con el mismo Lars Hanson de protagonista aunque inferior en resultado. De vuelta a La saga de Gösta Berling, sus valores de producción lucen realzados en la restauración, que nos permite apreciar con mayor nitidez la elegancia en la puesta en escena, en los movimientos de cámara tan suaves, sean panorámicas o travellings, y en el uso de la luz, expresiva sin dejar de ser delicada, siempre buscando el rango adecuado para retratar a los personajes. Stiller maneja la multiplicidad de personajes, situaciones y escenarios, tan importantes en el desarrollo de la historia, con consumada habilidad en una narración ágil y plena de tensión dramática. Secuencias cómo las del incendio o la persecución de los lobos resultan tan dramáticas como espectaculares, y demuestran la capacidad de su director para combinar el registro íntimo con el épico. Por otra parte, el acompañamiento musical en directo hace una experiencia única de cada proyección, y en este caso la banda sonora de piano, arpa y violín resultó modélica por su expresividad desde la economía melódica.
Además de obras totémicas en la historia del cine, en Il Cinema Ritrovato nos podemos encontrar tanto una retrospectiva de un cineasta perfectamente clásico y estilísticamente poco aventurero como Anatole Litvak, como la radicalidad experimental que por ejemplo propone Christian Lebrat en Holon (1982), un fascinante e hipnótico tiovivo de colores puramente abstracto. Y si es verdad que, por razones evidentes, la programación se decanta mayormente hacia el clasicismo, no es menos cierto que, al igual que el año pasado, la sección más jugosa, la que más sorpresas agradables me proporcionó, volvió a ser Cinemalibero, con una selección de títulos que tiende a transitar los caminos de la modernidad al ocuparse del cine gestado desde los márgenes, desde fuera de los discursos estéticos, comerciales y geopolíticos dominantes.
Lino Brocka es seguramente el autor más esencial de la Segunda Edad de Oro del cine filipino que tuvo lugar a partir de los años setenta, y Bona (1980) seguía la estela de uno de sus mejores films, Insiang (1976), que tuve ocasión de ver también aquí hace unos años. Tituladas ambas con el nombre de sus respectivas heroínas, Bona es otra joven con un periplo tumultuoso en el que se mezcla amor, el abuso masculino y las férreas normas sociales, el machismo en particular, además en un contexto de marginalidad socioeconómica. Igual que Insiang con la matanza de un cerdo, se abre también con una poderosa secuencia alegórica, la multitudinaria celebración de una procesión en la cual los fieles muestran su fanática devoción por los símbolos religiosos. Para Bona su religión es Gardo, un narcisista y mujeriego actor de última fila del que está enamorada y por el cual siente una adoración que le lleva a abandonar a su familia. Su servilismo no deja de ser un patético intento de ganar su favor y de convertir sus sentimientos en recíprocos; vana esperanza por supuesto. Y su evolución en esas circunstancias se podría ilustrar con la imagen de un líquido que a base de calentarse alcanza el punto de ebullición, por utilizar la misma metáfora visual que la película. Pero no todo es sumisión en la vida de Bona, y el film muestra cómo el espíritu colaborativo (femenino principalmente) en el depauperado microcosmos donde habita en compañía de Bardo es la única manera de salir adelante sin pisar al prójimo. Las limitaciones en la producción quedan puntualmente en evidencia en algunas escenas digamos de acción, pero todo el film está puesto en escena con admirable precisión narrativa. Mención especial para la escena climática y su excelente uso del montaje, que de alguna forma dialoga con la apertura del film en la exaltación que transmiten desde la capacidad alegórica.
La actitud de la protagonista de The Sealed Soil (Khake Sar Beh Mohr, 1977) parece opuesta a la de Bona y de puro retraimiento. Estando en edad casadera, no accede a ninguna de las propuestas de matrimonio que le llegan, sin duda promesas de un futuro igual o aún más represivo, subyugado al dominio de otros, mientras la presión de los que la rodean la va alienando progresivamente. La apertura nos la presenta significativamente colocándose el hiyab, y sólo le volveremos a ver la cabellera mucho más adelante, en una escena catártica, bajo la lluvia, un momento liberatorio dentro de una existencia constreñida por razón de género en una aldea iraní. Esta obra tan seca, desnuda y observacional, nítido ejemplo de slow cinema y dirigida por Marva Nabili, toda una rareza por su condición de mujer, me ha recordado a los films de Sohrab Shahid Saless, referencia absoluta de la Nueva Ola Iraní, en esa manera tan minimalista de retratar a personajes atrapados en rutinas, en circuitos que son físicos también, geografías de la marginalidad y la explotación. La película deja una puerta abierta de esperanza en la figura de la profesora de su hermana pequeña, una mujer que lleva pantalones y el pelo al descubierto, que vemos fugazmente siempre proveniente del otro lado de la barrera ferroviaria, el límite quizás a otro mundo con el que aspirar pero que se mantiene lejano, ajeno a la materialidad visual de la película. Sin embargo la consciencia del devenir histórico de Irán convierte a la película en aún más demoledora. Estamos en tiempos prerrevolucionarios, en breve no sería posible hacer una película así en Irán y las cosas empeorarían todavía más para las mujeres.
Films coetáneos y de la misma nacionalidad, Waiting (Entezar, 1977) podría verse en cierta manera como un contraplano de The Sealed Soil: en lugar de la mujer que no puede «salir», Amir Naderi nos muestra a un adolescente a quien no dejan «entrar», y que pasa a engrosar la poblada lista de personajes obsesivos que caracterizaría su cine, tanto en su periodo iraní como ya en el exilio. Una mano joven y pigmentada, la que se aparece detrás de una puerta cuando envían al chico a buscar hielo, es suficiente para disparar la imaginación del protagonista y provocar que se enamore de su dueña, o al menos de su fantasía de la misma. Prescindiendo casi por completo de diálogos para construir una obra muy expresiva basada en el montaje de muy pocos elementos, Naderi utiliza imágenes recurrentes para delimitar el círculo en el que ha caído este reprimido púber, que es físico como su casa, el callejón o la puerta de su amada, pero que también ilustran su obsesión a través de la fijación por los objetos brillantes, por supuesto el bol de cristal que sirve de recipiente para el hielo, o una mano metálica que le recuerda al objeto de su pasión, o el sol a ras de horizonte, tan rojo como el color de esa mano de la chica. Pero hay límites que no está permitido cruzar y que pueden romper el encantamiento y su delectación en el mismo, por limitado que sea. El viaje a lo prohibido que supone el clímax de la película fractura la dinámica del film, también el realismo sonoro subvertido por el ensordecedor gorgojeo de una lluvia de palomas, que se podrían entender como trasunto de las propias chicas, como la protesta sonora de unas figuras encerradas que sin embargo deberían representar libertad. Alrededor del protagonista todos parecen ocupados con sus particulares liturgias, ajenos a su personal pasión y sufrimiento, un país alienado donde no se habla, no se comunica, no se dan explicaciones, condenado a la frustración y a la autoflagelación.
Dentro del espacio cultural nada lejano que representa Siria, pero en marcado contraste con el minimalismo de los títulos iraníes, Ossama Mohamed optaba en Stars in Broad Daylight (Nujum Al-Nahar, 1988) por mostrar las dinámicas familiares como una tragicomedia, como un mundanal teatro de palabras huecas y ceremonias hipócritas donde se ejerce el poder de la jerarquía y la tradición, también como una alegoría de la dictadura baazista que todavía gobierna el país. Estructurada en dos partes, la primera se ocupa de la celebración de una doble boda en una aldea, presentándonos una intrincada red de parentescos para unos enlaces con los que ninguna de las novias parece contenta. La puesta en escena se revela aquí muy coreográfica, realzando el aspecto de representación que supone el evento, lo que incluye el uso de una cámara videográfica conectada a un televisor, cuya imagen entra en el cuadro de varios planos. En la resaca de la celebración, la película se centra en dos hermanos, dos de los novios, ambos con taras en cierto sentido. Ella muda mientras se celebraba la ceremonia, por mor de los usos sociales, él sordo por culpa de un castigo físico cuando era pequeño. Representantes en definitiva de una sociedad mutilada por las costumbres, donde resulta difícil tomar decisiones propias, incluso hablar de frente. Quizás por eso Mohamed recurre con tanta insistencia al uso de espejos para colocar a los personajes en segundo término del plano, aunque en ocasiones pueda parecer que así se aproxima a la filigrana decorativa. También el ocasional aunque llamativo recurso a recortar la imagen con elementos escénicos, combinada con la utilización de planos detalle, puede entenderse como un reflejo visual de un universo de miserias a tapar. Es así una obra muy cuidada en lo visual donde lo grotesco de su faceta cómica nunca ahoga el calado emocional de sus personajes más dolientes.
The Mirage (Maya miriga, 1984) es el único largometraje de ficción dirigido por el cineasta indio Nirad Mohapatra, aún más focalizado en el círculo familiar. Propone como escenario casi único, como centro neurálgico de su narración, la vetusta casa donde reside un veterano matrimonio con sus cinco hijos, cuatro de ellos varones, una nuera y la anciana madre de él. Esta demografía irá cambiando con el transcurrir del metraje, con nacimientos, muertes y matrimonios, con la llegada y partida de dichos personajes u otros nuevos. De eso trata de alguna manera la película, de ese ciclo de crianza, de las alegrías y decepciones, de los sacrificios que se acometen por los hijos y los que se espera que ellos acometan por su parte, de tradiciones a perpetuar o quebrar, de la institución familiar y cómo se gestiona su herencia, más en términos culturales que materiales, aunque todo está conectado. Quizás habla, en definitiva, del sentido o la falta del mismo de todo ello. La película se cuece a fuego lento a través de las estancias de esta casa, de los sucesos y conversaciones que tienen lugar. Las buenas noticias vuelan de una pieza a otra, mientras las malas se hacen más remolonas. Mohapatra nos instala en un ritmo vital, nos acoge en este espacio íntimo pero también abierto, que su cámara trata con una prudente distancia sin por ello buscar necesariamente una marca de estilo. Al final tomará aire y perspectiva para resolver el film a través del gesto de la panorámica, quizás proponiendo la transición entre la unidad celular que representa esa familia y el organismo social que por acumulación emana de la misma y de sus características. En realidad casi todos estos films nos hablan de problemáticas desde el ámbito familiar, porque la opresión se construye muy a menudo desde la esfera más inmediata.