En 2010, un jovencísimo Xavier Dolan presentaba su segunda película en la sección Un Certain Regard de Cannes. Con tan solo 21 años y una feroz ópera prima a sus espaldas (cómo olvidar Yo maté a mi madre), el director canadiense nos brindaba en Los amores imaginarios la oportunidad de conocer a Monia Chokri, el punto intermedio de un triángulo amoroso que completaban el mismo Dolan (protagonista de casi todos sus trabajos) y Niels Schneider, que para entonces todavía era un actor por descubrir. En 2019, Chokri se llevaría el Premio “Coup de coeur” de la misma categoría del festival galo con La femme de mon frère, su primer largometraje, y tras dos años del estreno de Babysitter (2022), seguramente su cinta más fallida, la cineasta vuelve a trabajar delante y detrás de las cámaras con Simple como Sylvain, una comedia romántica que se ha llevado el Premio César a mejor film extranjero y que pasó por el Festival Internacional de Cine de Barcelona-Sant Jordi el pasado mes de abril.
Es evidente la predilección de la directora por Magalie Lépine, protagonista de tres de sus cuatro películas, incluyendo su debut, el mediometraje Alguien extraordinario (2013). Si me preguntan, Lépine resulta una mezcla fascinante entre la picardía de Adèle Exarchopoulos y la sensualidad de Eva Longoria. La actriz tiene algo en su mirada que atrapa: un poderoso anzuelo al que caemos rendidos tanto el público como su compañero de reparto Pierre-Yves Cardinal, el simple de Sylvain, de quien se enamora perdidamente pese a estar casada con Xavier, un intelectual tan aburrido y clasista como todos los amigos que viven en su misma burbuja.
Sophia acaba de comprarse un chalé en el campo junto a su marido. Ambos provienen de familias acomodadas, tienen trabajos relacionados con la cultura y mantienen conversaciones de lo más pedantes sobre temas como la moral. No tienen hijos y tampoco comparten habitación: parecen haber llegado a un acuerdo mutuo en el que el éxito profesional y la estabilidad personal prevalecen frente a cualquier tipo de intimidad compartida. Todo va sobre ruedas hasta que Sophia conoce a Sylvain, un doble candidato excelente: será quien les arregle todos los desperfectos de la nueva casa, pero también quien ofrezca a Sophia una vía de escape a su monótona y cuadriculada existencia. El flechazo es arrollador, inminente y de una fogosidad que hacía tiempo que no veíamos tan bien representada en pantalla. Sus cuerpos se buscan constantemente, como dos adolescentes que acaban de descubrir el placer por vez primera, que sienten un vacío existencial cuando no comparten espacio con la persona amada, que ni comen ni duermen por puro frenesí.
Después de un inicio desenfrenado, que propone una relación adúltera desde el goce y no desde la culpa, las inseguridades y las dudas empiezan a surgir. La película describe el choque cultural entre dos clases que raramente se entrecruzan sin entrar en disputa. Por un lado, Sophia pertenece a ese tipo de gente que sabe reconocer un buen vino a simple vista, mientras que Sylvain viene de una familia de clase trabajadora: su madre roza el alcoholismo y su cuñada es esteticién. Estamos ante el conflicto milenario de las relaciones interclasistas que ya propuso Lope de Vega en su famosa comedia El perro del hortelano (1618), y que Pilar Miró adaptaría en 1996. En este caso, un engañoso giro final hacía posible la relación entre Diana y Teodoro, pero aquí no hay ningún falso conde que se haga pasar por el padre del albañil, y deberá ser la propia Sophia quien revise su lista de prioridades vitales y escoja el camino que la lleve a la felicidad anhelada.
Simple como Sylvain es pura distracción: el uso acelerado del montaje y una acumulación constante de zooms hacia sus personajes nos mantienen conectados en todo momento con lo que ocurre en pantalla. Existe cierto exceso de música, presente en la mayoría de escenas, así como una coreografía que no vemos, pero intuimos, una artificiosidad cinematográfica que optamos por abrazar desde el minuto uno, porque ¿a qué hemos venido al cine si no es a disfrutar? Detrás de toda esta parafernalia casi clásica, lo que nos ofrece Chokri es un relato sobre el descubrimiento del placer (y del amor) de una mujer de cuarenta años atrapada en un matrimonio insulso, y lo hace a través de una pieza construida al milímetro, sin margen de error. Una historia de enredos que cumple con creces sus expectativas: entretener a un público con ganas de pasar un buen rato.