La opresiva y patriarcal cultura musulmana ha inspirado, paradójicamente, la creación de un cine profundamente expresivo, simbólico y libre. La represión y el sometimiento extremo hacia las mujeres en esos contextos han impulsado múltiples voces que, desde la cinematografía, tanto de directoras como de directores, han reconfigurado la realidad, no sólo para denunciarla, sino también para dotarla de un misticismo y poder transformador. Manteniendo el hiyab, han creado personajes libres, rebeldes e inolvidables. Películas como Una chica regresa sola a casa de noche de Ana Lily Amirpour o Holy Spider de Ali Abbasi continúan nutriendo el cine mundial con una voz única y pertinente, que no deja de provocar el deseo de descubrir más. En este mismo contexto surge Tiger Stripes de Amanda Nell Eu, un coming-of-age de horror corporal y fantasía que combina el folclor malayo con el feminismo y la pubertad, para reivindicar la figura de la mujer-demonio.
Un formato vertical, grabado con celular, nos abre las puertas a este universo. A través de una danza en tendencia de TikTok, conocemos a Zaffan, la protagonista que nos guiará desde el realismo hacia la monstruosidad. Con esta estética aparentemente inocente, Nell Eu nos revela una contradicción central del film: la obstinación de aferrarse al pasado, incluso mientras vivimos en el futuro. Esto se refleja tanto en la lucha interna de Zaffan, una niña que, a pesar de su evidente desenvoltura, teme crecer y se aferra a una inocencia que ya ha dejado atrás, como en una cultura marcada por reglas y perspectivas arcaicas que, aunque se ha integrado al internet —incluso de formas absurdas, como promover exorcismos por Facebook—, persiste en su rechazo a aceptar cambios en los roles de género, así como a comprender que el poder y la identidad femenina y masculina son diversos y personales.
Por ello, no es casual que esta ópera prima elija astutamente al tigre, símbolo malayo de coraje y fuerza, presente en instituciones predominantemente masculinas como la selección nacional de fútbol de Malasia, la policía real y el escudo de armas estatal, para representar la transformación de una mujer que se enfrenta a su menarquia. El uso de este simbolismo sugiere la aspiración de disfrutar de los derechos y libertades tradicionalmente asociados a los hombres, pero desde una identidad y cultura femenina. Así, la decisión de optar por el horror corporal y la fantasía se convierte en un elemento político, tal como suele suceder en el cine musulmán feminista.
A medida que avanza la película y el formato vertical voyeur reaparece, percibimos que el punto de vista del celular cumple dos funciones: juzgar y liberar. A través de este mundo inmaterial, como sucede con el cine, la realidad se transforma y los límites de lo posible se desdibujan. No solo mediante filtros de gato o encuadres, sino también a partir de una personalidad y performance alternos que parecen existir únicamente para la cámara. No es casual que la película comience y termine de manera similar, manteniendo la acción, música y actuación en dos contextos completamente diferentes, o que sea este enfoque el que nos muestre a un tigre transitando por la urbanidad o un falso exorcismo. Debido a que como afirma Walter Benjamin, «no existen documentos de cultura que no sean también documentos de barbarie». Mientras las redes sociales nos permiten personificar nuestra imagen de forma totémica y aspiracional, también terminan por revelar, a través del entretenimiento, los aspectos más crueles y absurdos de nuestra sociedad.
Esta idea, por sí misma, es lo suficientemente elocuente como para obtener el gran premio en la Semana de la Crítica de Cannes o para estar nominada a mejor película en Sitges. Seguramente, porque la verdad y realidad que respaldan este universo fantástico son tan desgarradoras que la valentía de abordar estas miradas se convierte en una bandera necesaria en el cine mundial, que debe ser respaldada continuamente. Sin embargo, también deja en evidencia cómo, actualmente, el cine de festivales está concebido principalmente como un motor de transformación social, dejando otros aspectos artísticos en un segundo plano. Esto nos obliga a cuestionarnos si una película es automáticamente buena solo por tener un mensaje políticamente correcto y actual, y si, al adoptar esta mirada doctrinal, estamos restando libertad al lenguaje y a la capacidad expresiva del cine.
No obstante, resulta gratificante recordar en la pantalla grande cómo una mujer libre, incluso en contextos menos opresivos que los de la película, se transforma en «puta» y tal vez esta sea la metamorfosis más común y recurrente que deberá enfrentar a lo largo de su vida. Esto es relevante porque el concepto de «puta» desvirtúa la esencia humana de las mujeres, transformándolas en objetos, demonios o animales que pueden ser desechados, maltratados y abandonados. Así ocurre en Tiger Stripes, donde cualquier señal de rebeldía o de tener una voz propia se interpreta como una maldición demoníaca que convierte a la hija o amiga en un «otro», alguien digno únicamente de la muerte o la indiferencia.
Toda esta expresividad y carga política se centra en el crecimiento femenino, principalmente en el contexto escolar, explorando la complejidad del desarrollo no solo en términos físicos e individuales, sino, sobre todo, en comunidad. Se plasma lo contradictorio de comenzar a descubrirse en entornos infantiles donde, a menudo, se replican de manera más agresiva las perspectivas opresoras de la sociedad, ya que los niños tienden a imitar sin conciencia las creencias y actitudes de sus padres. Sin embargo, Nell Eu aborda este dolor y esta ira fantásticas como procesos no permanentes. Aunque la transformación de Zaffan es irreversible, esa misma comunidad de niñas, que en su momento no podía comprenderla, comienza a cruzar el umbral de la pubertad y tiene la posibilidad de reencontrarse con quien fue su amiga y cómplice, redescubriendo tanto su amistad como a sí mismas. Esto es bello porque revela que la sororidad no siempre es pasiva ni está cargada de soporte y comprensión; incluso en los contextos más cotidianos, cuesta ponerse en el lugar de la otra hasta que comenzamos a vivir lo mismo. Quizás esta sea una de las reflexiones más contundentes sobre la vulnerabilidad del feminismo en contraste con el patriarcado.
Esta visión permite ver que aunque una postura política acertada no garantiza que una película sea buena, en medio de tanta banalidad estética, sigue siendo crucial reconocer que las imágenes son políticas y elocuentes, y que el diálogo con ellas es inevitable, sea consciente o inconsciente. Por lo tanto, una película nunca es solo una película y No “todo lo que está al otro lado del espejo es un sueño” (Lewis Carroll).