La Seminci parece instalada en velocidad de crucero ya en esta segunda edición bajo la dirección de José Luis Cienfuegos. Demostrando la proverbial capacidad de sus equipos programadores para convocar una porción significativa del cine más interesante que se estrena cada temporada, la selección de títulos de este año limaba algunas aristas que enervaron al respetable en la pasada edición. Con un público tan recurrente y conservador poblando las proyecciones de la sección oficial, films como Música de Angela Schanelec, Samsara de Lois Patiño o La imagen permanente de Laura Ferrés se recibieron el año pasado con manifiesta animadversión. Y la impresión es que se ha producido un repliegue estratégico respecto a la radicalidad y riesgo tolerados en el escaparate principal que quizás lo haya empobrecido un tanto, pero del que también pueden haberse beneficiado las secciones paralelas.
De hecho, la polémica salía en esta ocasión fuera de las pantallas, a raíz del cambio en la identidad visual del certamen, esa glamourosa huella labial que ahora se ha estilizado y abstraído para convertir el diseño del pintor Manuel Sierra de hace cuatro décadas en un logotipo más moderno y funcional para las necesidades de comunicación del festival. Y llama poderosamente la atención que una cuestión aparentemente tan trivial generase una respuesta tan visceral en redes sociales y se hiciera tan visible estos días, en forma de camisetas y pegatinas de la antigua imagen que han portado a modo reivindicativo unos cuantos espectadores. Ello da buena cuenta de la implicación emocional del público vallisoletano con su festival. Pero también contrasta con la naturaleza de las preocupaciones que muestran algunos de los mejores films que allí hemos visto, y en concreto, con aquellos provenientes de la vieja Europa, trufados de personajes desorientados a la búsqueda de su lugar en el mundo.
Encuentros
Si un film fue capaz de concitar el consenso de las más variadas tipologías de público, no fue otro que Misericordia de Alain Guiraudie, quien se alzó con una celebrada y a mi entender merecida Espiga de Oro. Se trata quizás de la mejor obra de su carrera junto a El desconocido del lago (2013) y se muestra tan heterodoxa como es habitual en su cine. Se abre como un drama sobre la ausencia y el reencuentro, prosigue como thriller criminal y, entre disquisiciones morales, se resuelve como comedia sexual, aunque siempre navega sutilmente por sus diferentes filiaciones. Otro jalón en una filmografía que se ha mostrado en todo momento abierta a lo imprevisto en su desarrollo argumental y tratamiento genérico. El personaje desorientado y a la búsqueda es aquí un hombre que regresa al pueblo donde trabajaba de joven como panadero para asistir al funeral de su jefe, y termina instalándose indefinidamente en la casa de la viuda del fallecido, ganándose así la animadversión del hijo, antiguo compañero de correrías suyo. Este nuevo elemento que viene a perturbar el status quo del entramado social que muestra el film, quizás también a sustituir en alguna medida al finado, genera una miríada de corrientes emocionales en el resto de personajes, en ocasiones insospechadas, que por el devenir de los acontecimientos terminan cuestionando nuestras convicciones morales. ¿Hasta qué punto es necesaria la redención de una culpa cuando no beneficia a nadie y cuando en todo caso va a generar infelicidad incluso en aquellos que serían los agraviados? Estas dudas tienen aún más peso planteadas en un microcosmos social como el que construye el film y que tan bien delimita geográficamente la cámara de Guiraudi, sin duda un gran mapeador de escenas. Los lugares y escenarios siempre han sido importantes en su cine, espacios que se vuelven muy recurrentes dentro de cada película. Y aquí no lo es menos. Su nueva casa de acogida y la de otro amigo de juventud, la carretera, el bosque o la casa parroquial son lugares que van demarcando el nuevo espacio vital del protagonista, que van ciñendo el punto de encuentro de su búsqueda, en un mundo rural que parece a veces omnisciente, sembrado de ojos y oídos.
Dos personajes femeninos se alternan asomándose a los planos de Bluish, film austriaco dirigido a cuatro manos por Milena Czernovsky y Lilith Kraxner. Son dos chicas que transmiten un fuerte sentimiento de desorientación. A una de ellas la vemos realizando diferentes trabajos en los que siempre parece estar recibiendo instrucciones y correcciones sobre su labor, como si ésta resultase poco menos que inútil. Además, le cuesta conectar con la gente que le rodea, incluida una chica con la que se cita a través de una aplicación. La otra joven siempre parece estar buscando orientación, sea utilizando su móvil, pidiendo ayuda en una tienda, escuchando un audio con instrucciones para relajarse o recibiendo traducciones ya que no entiende el alemán. Esta vocación la practica incluso de manera preventiva, como cuando le pide el número de móvil a un chico porque le parece una persona enterada a la que poder recurrir en caso de necesidad. Pero al mismo tiempo, su novio se queda siempre fuera de campo, como un factor que no cuenta verdaderamente en su vida. De hecho, lo más llamativo de esta película es la utilización del encuadre, siempre fijo, y cómo tiende a dejar a los personajes en los márgenes o a descontextualizar unas imágenes que ya de por sí emplean poca profundidad de campo, y todo servido en un cromatismo frío donde en ocasiones se cuela el gélido mundo digital. Así, la puesta en escena nos hace muy palpable la sensación de encontrarnos ante unas criaturas un poco perdidas, en suspenso, y la dinámica narrativa podría sugerir que su encuentro es la conclusión lógica de su periplo, la solución a una incomodidad vital cuya literalidad se apunta en sendas escenas donde las protagonistas prueban sofás o butacas. Pero no es la vocación de un film como éste ofrecer un arco cerrado, aunque sí apunta al arte como posible catalizador y liberador de nuestras emociones.
El noruego Dag Johan Haugerud utiliza un clímax análogo al de Bluish en Sex, primera parte de una trilogía que también presenta a dos personajes buscando respuestas, en este caso unos deshollinadores que devuelven finalmente a tan ilustre gremio al primer plano cinematográfico tras Mary Poppins (1964). Las certidumbres sobre su sexualidad se tambalean ante sus recientes experiencias y sueños. Y sin duda por tratarse de hombres, los contrastes son evidentes con los personajes femeninos de Bluish. Ellos habitan el plano visual con más comodidad, pero lo que precisamente necesitan es abandonar sus respectivos castillos de seguridad, liberarse de las viejas cadenas normativas. También ellos tienen el uso habitual de la palabra, en un film que hace del diálogo su principal arma narrativa a través de largas secuencias donde los personajes relatan y se interrogan. Drama y comedia se alternan lideradas respectivamente por el marido que acaba de tener su primera e inesperada experiencia homosexual y por su superior que sueña repetidamente que David Bowie le ve y desea como mujer. Me gusta la paciencia y la delectación en una oralidad tan bien servida por los intérpretes y capturada en imágenes serenas y llenas de luz. Es a la postre un alegato sin la menor altisonancia a favor de la tolerancia, la expresión de los sentimientos o la vulnerabilidad, un film en definitiva sobre las nuevas masculinidades.
Disoluciones
Quizás el título más áspero para el público en la sección oficial fuera Grand Tour de Miguel Gomes, una aventura que le lleva por algunos de los lugares más emblemáticos del Sudeste asiático, otro espacio de pasado colonial al igual que el África de Tabú (2012). La escisión en su progresión argumental, entre los dos personajes europeos que se persiguen y cuyo punto de vista asumimos sucesivamente, no es tanta como la sima temporal que separa la recreación de esa ficción que transcurre hace más de un siglo y la contextualización documental en presente a la que recurre Gomes insistentemente, mostrando imágenes de la actualidad de los espacios que recorrerían entonces estos caracteres ficticios. Porque lo medular de la película, entiendo yo, es el contraste histórico de unos lugares marcados en alguna medida por esa herencia colonial. Los personajes principales son un diplomático británico y la mujer de la que trata de escapar, su prometida llegada de ultramar para oficializar finalmente su unión. Unas voces en off nos van contando su periplo en el idioma correspondiente al espacio que transitan, como si fuera otra muestra de la hibridación entre ficción y documental que propone el film. Podríamos considerar esta historia como una road movie, un viaje sin rumbo definido (bueno, al menos en el caso del personaje masculino) de personajes que buscan pero que en realidad están cada vez más perdidos entre sus deseos y sus compromisos, que no quieren o no pueden entender lo que sucede a su alrededor, atrapados en el limbo colonial, en un sueño entre febril y narcotizante, en la belleza de las imágenes en blanco y negro que propone Gomes.
El reverso del colonialismo no deja de ser la inmigración, un tema espinoso y de permanente actualidad. La sección oficial proponía un par de ambiciosos títulos norteamericanos sobre inmigrantes que se daban de bruces contra el sueño americano, pero la grandilocuencia de The Brutalist de Brady Corbet y la pretenciosa afectación estilística y dramática de La cocina de Alonso Ruizpalacios sólo hacían más preciosa la limpieza formal y tonal de Shirin’s Wedding (1976), uno de los títulos del excelente ciclo dedicado al cine alemán programado en esta edición de la Seminci. Helma Sanders-Brahms relata la trágica odisea de una mujer turca que no acepta el camino que le marca su familia y emigra a Alemania en busca de quien ella cree ser el hombre para quien está destinada. Es un personaje que a su condición de explotado en la ficción podría añadir el riesgo de ser explotado por la película, pero Sanders-Brahms mantiene un admirable equilibrio entre la empatía que busca retratando a su heroína y la distancia que pretende guardar a través del rigor en la puesta en escena, con el frecuente uso de planos de larga duración que dejan espacio a los personajes para evolucionar en el encuadre. Esa distancia se consolida además con el empleo de la voz en off, aunque no tan distanciadora como en tantos otros casos del Nuevo Cine Alemán, ya que en ella oímos a la propia protagonista, además de tener de interlocutora a una mujer alemana que cumpliría una función más bien abstracta. Esta lugareña sintetizaría a ese público alemán al que se dirigía principalmente la película, apelando a su empatía en la complicada relación que guardan con los extranjeros, como testigos de la disolución de un ser humano ante la maquinaria de explotación que propone el capitalismo occidental.
Ese capitalismo ya ha hecho mella en los escenarios postindustriales de Ferrol, el personaje más importante de La parra, film ganador de la sección Alquimias. Alberto Gracia, quien ya había mostrado la decadencia urbana en su largometraje previo, Estrella errante, formula una obra suspendida en el tiempo, alucinada y con varios simbolismos potentes. Se abre de mano con uno bastante evidente en forma de una excursión de ciegos cuyo guía se suicida en la cumbre de una colina. Esto nos lleva al protagonista de la función, su hermano, quien regresa desde Madrid a su ciudad natal para hacerse cargo del muerto. Pero una poderosa sensación de extrañeza le embarga, convertido en un extranjero en su propia tierra y abocado a una aventura un tanto kafkiana. La ciudad se ha quedado anclada en un limbo temporal y decadente a raíz de la desindustrialización (que afectó a Ferrol de manera particularmente brutal), convertida en una trampa para sus habitantes y para el propio personaje, y que se hace brillantemente material con el repetido recurso al anacronismo, el gran hallazgo del film, que funde el tiempo para así mostrar la incapacidad de la localidad para escapar de su pasado y encontrar una vía de futuro. Su propio título hace referencia a una pensión que ejerce de espejo de Ferrol, a donde llegan sus huéspedes como náufragos que se quedan varados indefinidamente. Sus imágenes me han traído a la mente el cine neoyorquino nocturno de Scorsese, incluso puntualmente la locura lynchiana, por el trayecto de su protagonista a través de la decadencia urbana entre una galería de personajes con un punto (o varios) esotérico. Quizás la propia decadencia del protagonista, su carácter de perdedor, le hacen particularmente propicio para disolverse en esta fantasmagórica realidad, para convertirse en otro espectro más. El concurso en el que participa este hombre y que enmarca su periplo en la pantalla no deja de ser un paradigma del capitalismo que vende sueños y te deja con migajas, que además explota figuras antisistema como la sociedad poética de los Hermanos Simplistas a la que hace referencia una de las preguntas del programa,. Este grupo hablaba precisamente del estado de muerte en vida, lo que nos puede evocar esa galería zombi de ferrolanos que retrata la película y la propia deriva del protagonista, asumiendo progresivamente la identidad de un muerto.
Otro muerto en vida es Trojan, encarnación quintaesencial del ladrón profesional y lacónico protagonista de In the Shadows (2010) que recupera en Scorched Earth su director Thomas Arslan (quien parecía salido de uno de sus propios noirs visto el atuendo que gastaba en Valladolid). Este delincuente nunca deja de ser, en cierto sentido, un personaje ya disuelto, cuya tragedia es la imposibilidad que manifiesta para adquirir entidad social, ni siquiera en el mundo del hampa, donde ya no parece haber reglas. En la primera escena de la película sale literalmente de la sombra, también una referencia al título del primer film, y lo cierto es que esta segunda entrega nunca deja dirimirse en las zonas oscuras, en la nocturnidad. Hay muchos paralelismos con la primera parte, hasta el punto de que se podría tomar como una suerte de secuela-remake. En ambos casos Trojan emprende un regreso en algún sentido (en la primera película, desde la cárcel), le encargan un trabajo a través de una intermediaria respetable, se encuentra con sendos villanos despiadados que tratan de llegar a él hostigando a sus compañeros y la posibilidad romántica se acaba malogrando. Incluso ambas películas dialogan entre sí: en cada una de ellas sendas mujeres ofrecen al protagonista refugiarse en su casa durante unos días, y la diferente respuesta sólo la podemos entender como un proceso de aprendizaje. Arslan es uno de los directores etiquetados bajo la denominada Escuela de Berlín, y aunque su obra ha ido derivando hacia el cine de género, comparte un elevado grado de austeridad formal con sus colegas. En este díptico en particular emprende un acusado proceso de ascetismo genérico, una inmersión en el neo-noir que continúa la estela de depuración estilística abierta por Jean-Pierre Melville, dejando la acción y los diálogos en la expresión más esencial. La violencia es seca y puntual, y se elide en cuanto se vuelve mínimamente encarnizada. De hecho, que Scorched Earth nos reserve un enfrentamiento culminante entre el (anti)héroe y su némesis en el que se dan cuatro puñetazos contados, se acaba sintiendo como una concesión ante lo felizmente anticlimática que resultaba In the Shadows en todo momento. Y en el mismo sentido, aquí el malo de la función está demasiado sobreactuado, quiere transmitir toda su perversidad a través de la voz y del gesto físico, por contraste con el policía corrupto de la otra, que dejaba que sus acciones y palabras hiciesen casi todo el trabajo de caracterización. En todo caso, no hay sitio para el glamour o para el adorno en las correrías de Trojan, sólo oscuridad y una pesada carga asocial.