A través de las rendijas de una verja, Bailey (Nykiya Adam) filma el vuelo de unos pájaros sobre un cielo permanentemente gris. Después, su padre (Barry Keoghan), aunque bien podría ser su hermano, la recoge en un patinete eléctrico y ambos recorren las calles caóticas de los barrios del extrarradio, mientras de fondo suena una melodía punk disonante que repite ‘is it too real for you?’ (¿es demasiado real para ti?). Los primeros minutos de Bird condensan a la perfección los pilares del cine de Andrea Arnold; los paisajes urbanos devorados por la naturaleza, la paternidad temprana e inconsciente, la infancia descuidada y atravesada por el deseo de liberación. Y, sobre todo, el realismo crudo pero poético que transpira cada uno de los planos.
Después de su road-trip por el medio oeste americano (American Honey, 2019) y de ponerse en la piel de una vaca en una explotación ganadera (Cow, 2021), la directora nos devuelve a los barrios marginales ingleses que ya retrató en sus obras primerizas (Wasp, Fish Tank). La protagonista, Bailey, tiene doce años y navega por las primeras veces de la adolescencia. Aparenta mucha seguridad en sí misma —eso le dice una amiga, mientras le corta el pelo hasta dejarlo como el de un chico—, pero en realidad no es más que una niña con espíritu de supervivencia, que se adapta al caos de los que la rodean; el de su padre, un adulto con el síndrome de Peter Pan y poco tiempo para sus hijos. El de su madre, absorbida por una relación con un hombre abusivo. Y el de sus hermanos que, como ella, han madurado demasiado pronto para suplir las carencias de un entorno desestructurado.
Y entonces aparece Bird (Franz Rogowski), un hombre con nombre y alma de pájaro —quién sabe si en realidad no lo es—, que vive en una permanente huida hacia adelante, aunque perseguido por los eventos de su pasado. Y Bailey, que se pasa los días filmando a pájaros, para luego proyectar las imágenes en la pared de su habitación cuando la realidad terrenal aprieta demasiado, encuentra en él unas alas para volar. La directora británica, gran exponente del realismo social, introduce por primera vez destellos de fantasía en sus atmósferas hiperrealistas, como posibles vías de escape para un mundo asfixiante.
Frente a las imágenes luminosas y preciosistas que en los últimos años han poblado el coming of age, la mirada de Arnold vira hacia lo sucio, lo feo y lo caótico. Hacia los paisajes grises e industriales. Hacia las uñas mugrientas y las camisetas repletas de manchas. Hacia la violencia y hacia las atmósferas cargadas de ruidos de niños jugando, de gritos o de coches, que nos someten al alboroto constante de las vidas de los personajes. Una de las grandes bazas de Bird radica, precisamente, en su capacidad para distinguir la belleza —innegable y poética— de entre lo abyecto. Y esto no se aplica sólo a las imágenes, sino también a los personajes. Que lejos de ser representados como meros arquetipos de la clase trabajadora o, todavía peor, como víctimas indefensas de sus circunstancias, se presentan como seres complejos, a menudo conflictivos, incorrectos y egoístas, que viven y aman de la mejor manera que saben hacerlo. Aquí no hay mensajes discursivos ni moralistas. La lucha de Arnold pasa por la representación fiel, pero jamás autoindulgente, de la dura realidad.