Misericordia

Misericordia, de Alain Guiraudie

Una mirada incisiva sobre las pasiones humanas

La consolidada trayectoria del director francés Alain Guiraudie se presenta ante las audiencias como un corpus cinematográfico revestido de un universo propio y singularmente enrevesado que se viene reivindicando en cada nueva entrega. Su posicionamiento artístico y epistemológico se sustenta con libérrimo empecinamiento en un juguetón ejercicio de provocación e incisivo humor negro, aderezado con un recurso constante al terrero de la extrañeza, que invade irremediablemente la perspectiva de quienes observamos. Sus personajes suelen transitar por unos bordes, más o menos definidos desde la desaprobación crítica de los convencionalismos sociales, que los terminan por colocar en situaciones tan extremas como sarcásticamente banales y absolutamente intencionales en el discurso socio-político que subyace en cada uno de sus films —no en vano, ha declarado Guiraudie que le interesa la insustancialidad de la cotidianeidad más anodina como vía de aproximación y análisis de la dimensión existencial del ser humano—.

Desde aquella extraña odisea del chaval que debía mantenerse en vigilia, porque si sucumbía al sueño estaba condenado a morir —Faftao Laoupo dixit—, (Pas de repos pour les braves, 2003), hasta la estrafalaria y divertida comedia Un héroe anónimo (Viens je t’emmène, 2022), en la que la imposible relación entre un hombre joven dubitativo y una prostituta apuntalaba las tensiones sociales inherentes a la realidad multicultural francesa en un bario corriente de una pequeña ciudad. O la muy especial Rester vertical (2016), donde un cineasta a la busca de imponentes lobos tiene que enfrentar la paternidad y unas cuantas cuestiones más en el incomparable escenario de la campiña. Y por supuesto, la laureada El desconocido del lago (L’Inconnu du lac, 2013), que a estas alturas ya no requiere de mayor introducción. Siempre se conforma como un seductor fabulador a la contra las convenciones a partir de la disrupción

En Misericordia retorna a su Occitania natal, a la ruralidad y el provincianismo franceses firmemente contrapuestos a la sofisticación de las grandes urbes —por esta querencia marcada se le ha relacionado con el gran Claude Chabrol— para contarnos nuevamente una historia pequeña, con unos pocos personajes encerrados en un microcosmos asfixiante, desde donde se expanden los puntos de fuga que entretejen el meollo de la cuestión. Digamos para comenzar que Guiraudie ha declarado su intención de «hacer una película erótica, con deseo, pero sin concretar el acto sexual» —efectivamente, una sensible variación sobre anteriores propuestas—. Es por esta razón que su perspectiva de filmación resulta tan relevante. Desde los mismos comienzos, con ese largo plano inicial desde el coche transitando por la carretera —todo un clásico que remite a tantos otros—, que conduce a Jerémie (Félix Kysyl) al pueblo donde ejerció de ayudante de panadería para asistir al funeral de su patrón, nos contagia una desasosegante sensación de extrañeza. Consigue colocarnos en el punto de partida idóneo para transitar una historia de pasiones soterradas, asesinato, conciencias en crisis y altas dosis de desafiante ambigüedad, mostrada desde el posicionamiento vouyerista del que tanto gusta el cineasta. El resquemor incontenible del hijo del panadero Vincent (Jean Baptiste-Durand), amigo de la adolescencia del forastero, la afectuosidad inexplicablemente excesiva de la viuda Martine (Catherine Frot, que sin duda entrega una de las interpretaciones más estimulantes de la película), la presencia constante y plagada de equívocos del cura del pueblo (magnífico el veterano Jacques Develay), o los encuentros igualmente desconcertantes de Jerémie con el amigo que no lo fue en aquella juventud lejana (David Ayala), de connotaciones homoeróticas que apuntan a un triángulo amoroso del pasado. En un segundo nivel de significación, el recurso a la repetición de la densidad rutinaria, en las periódicas reuniones alrededor de la mesa para tomar pastis —una vez más también el gusto por el costumbrismo de Guiraudie—, o el insomnio implacable del asesino enmarcado visualmente por ese reloj digital que ilumina la oscuridad penitente. Y por supuesto, la presencia constante del bosque y su poderosa potencia visual y metafórica. Ni más ni menos que el gran escenario del misterio.

Una vez apuntalada esta atmósfera opresiva, la explosión inexplicable e incontrolable de la fuerza bruta y sus consecuencias, también de cariz homoerótico, revoluciona el relato hacia una nueva dimensión, donde la virulencia de las vivencias se entremezcla a la perfección con esa comicidad implacable que tan bien aplica Guiraudie. Comprometidamente hilarantes resultan las secuencias compartidas por Jerémie con el cura encubridor por razones tan prosaicas como las de todos los demás contendientes, y con la inestimable participación de la pareja de gendarmes investigadores a la altura de los mejores que podamos recordar —dícese la jefa de policia Gunderson de Fargo—. Y desde luego, esa resolución apoteósica en su confirmación de una sospecha repetida por el hijo herido hasta la saciedad, que nos parecía inverosímil, que nos conecta con esas sensaciones que nos fueron invadiendo con cada noche transcurrida en la casa familiar. Aunque al final todo resulta en un encierro de por vida.

Me siento incapaz de terminar estas líneas sin remarcar la calidad abrasiva de esta hibridación de thriller, drama rural y comedia negra, que ha sido producida por Albert Serra —un dato que a mí me parece muy significativo—. Una fábula tremebunda sobre las pasiones humanas, a rebosar como suele de sordidez, delirio y subversión, que ya fue aupada a la cima del año pasado por la revista Cahiers du Cinema. Para la que suscribe, una de las películas imprescindibles del año.