La soledad del torero al fondo u ¡Olé tus huevos!
De tratarse de un estudio científico, Tardes de soledad podría clasificarse como una publicación “a propósito de un caso”. Evitando cualquier posicionamiento, Serra se zambulle en el proceloso mar de las obras conflictivas y emerge indemne, dejando que sean los espectadores quienes se enzarcen, si así lo desean, en una trifulca que sobrevuela el ámbito de la tauromaquia y el toreo. Una discusión que el director de Pacifiction (2022) evita para centrarse en un personaje, su caso de estudio.
Andrés Roca Rey es el torero del momento. Trabajador y prestigiado, relacionado con la nobleza, técnico en su oficio. Pero poco o nada de todo ello aparece en la película. El Andrés Roca Rey que retrata Serra vive en soledad, aun el centro de una plaza atiborrada. Con aspecto de niño que, crecido de repente, se siente asustado o preocupado por lo que se le viene encima (específicamente un miura de media tonelada), Roca va y vuelve del ruedo con el mismo aspecto, entre concentrado y dolorido. Albert Serra recoge su imagen prácticamente en todos los planos de la película. Y ahí es dónde radica la originalidad y el interés de la cinta, puesto que no se plantea un documental sobre el toreo, un análisis sociológico o un biopic. Serra se centra en el torero y centra la imagen en él, ora en la habitación de hotel dónde se embute (con ayuda de una suerte de valet de chambre) en el traje de trabajo (¿debería decir de fiesta?), en el mini bus que le recoge a él y a la cuadrilla y le lleva a la plaza de toros y, por supuesto, en el ruedo. Le capta en planos medios o en planos generales que dejan fuera todo lo demás. Alterna, en ocasiones, planos de los banderilleros y del picador y, por supuesto, del toro. Pero, básicamente, centra la mirada en el rostro infantiloide de Roca Rey, en su mirada concentrada, esos ojos asustados, que, con los pases y la proximidad, van tornándose penetrantes, acompañando gestos de chulería, contoneándose, danzando se diría, frente a un enemigo herido, presumiendo de su habilidad, preparando el estoque. Como aquellos bandidos de western que hacen bailar su colt frente a la víctima, con esa prepotencia que lucía Sterling Hayden en Johnny Guitar o Christopher Walken en tantas otras cintas. Roca Rey se transforma ante nuestros ojos, aun manteniendo su vulnerabilidad (“hoy he tenido suerte”, dice y repite tras una peligrosa cogida) y ejerce de modo solvente, sólo para dejar paso a la duda cuando el oponente, humillado y quebrado, yace en la arena, comentando con sus compañeros si ha resuelto la faena de modo correcto (“Muy bien, con dos cojones”, le responden, “Ole tus huevos, Andrés”). Albert Serra evita pues imágenes de la plaza y del público. Las tres cámaras que utilizó, y un modélico montaje, aíslan al personaje. No hay evaluación técnica ni artística sino, se diría, investigación científica.
Pero Tardes de Soledad no arranca con la imagen de Andrés Roca Rey sino con la imponente estampa de un toro de lidia en la oscuridad nocturna de la dehesa. Un bicho imponente. Un auténtico minotauro, mirando desafiante a cámara y bufando, tenso, a punto de saltar si fuera preciso. Y es que la película no es, insisto, una hagiografía del torero. Es más bien una observación del torero en su trabajo y ello conlleva, por supuesto, la presencia de su contraparte. Una contraparte animal, brutal, que embiste ciegamente. Una fuerza de la naturaleza cuyo bufido se recoge ya desde el inicio en una extraordinaria banda sonora (muy meritorio trabajo de Marc Verdaguer y Ferran Font, preciso en mantener la tensión), y que sigue presente en todas las embestidas, en los golpes contra el burladero, los ataques al picador o los lances con el torero. Un bufido que parece también estar presente aun en su ausencia, en los planos fuera de la plaza. Pero no se trata de identificar un enemigo a la altura del otro para glorificar al torero por su habilidad. Sin abandonar su neutralidad, sin orientarse a una censura del toreo, la cámara no rehúye la brutalidad, la violencia contra el animal, la sangre que brilla en su lomo y tiñe las banderillas que se le han clavado. El mismo encuadre que puede recoger el rostro del torero, recoge el busto agónico de la bestia, con el estoque atravesándole la espalda, que cae, exhausta. No se rehúye tampoco el plano de sus últimos espasmos, lengua fuera de la boca, sangre sobre la arena, al hundirse la puntilla y hurgar en su cuello. No estamos en absoluto ante una visión placentera o celebradora del supuesto arte del toreo.
La habilidad de Serra, pues, empieza en la concepción de la película. En la decisión de centrarse en un proceso muy especifico y en retratarlo con precisión (de nuevo se luce Artur Tort en la dirección de fotografía) y concisión. Algo hay de estilo trascendental en esta película, que permite toda controversia sin promoverla y que nos enfrenta a la muerte con una visión absolutamente neutral. Si antes mencioné sendas referencias a personajes del cine americano más comercial, ahora no puedo por menos de recordar, en su ascético dolor y su trágico destino, al entrañable burrito bressoniano de Al azar, Baltasar. Las imágenes, impecables, la película, rotunda, están servidas por Albert Serra y su equipo. La valoración moral y la emoción la debemos poner los espectadores.