El burro jansenista de Bresson
Cinco años antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), el máximo exponente del ascetismo cinematográfico daba inicio a su carrera, quedando su corta filmografía —apenas catorce películas en casi cincuenta años— marcada por la escisión irreparable de uno de los acontecimientos políticos más relevantes de la historia. En 1934, Robert Bresson debuta con el mediometraje Los asuntos públicos, un slapstick que nada tiene que ver con su particular método, analizado en profundidad por Paul Schrader en El estilo trascendental en el cine (1972), tesis en la que el realizador estadounidense estudia los vínculos que unifican las cinematografías de tres tótems del séptimo arte: Yasujirō Ozu, Carl Theodor Dreyer y el mismo Bresson.
Durante la década posterior a la guerra y a la ocupación alemana de Francia, los autores clásicos franceses —Jean Renoir, Marcel Carné y Abel Gance, entre otros— conviven con el surgimiento de una nueva generación de directores, entre los que se encuentra el genio galo, cuya segunda película se estrena dos años antes de la Liberación. Con Los ángeles del pecado (1943), empieza su fijación por los personajes femeninos, interés que seguiría con Las damas del bosque de Bolonia (1945), primera película de posguerra centrada en el tema de la redención cristiana, y que tendría continuidad con El proceso de Juana de Arco (1962), figura popular llevada a la gran pantalla a través de múltiples miradas: desde la versión capital de Dreyer, hasta las interpretaciones más contemporáneas de Bruno Dumont o Luc Besson.
En una entrevista publicada en la revista literaria Les Lettres françaises en 1962, Bresson declaraba que “una película no es un espectáculo; es, antes que nada, un estilo”, afirmación sobre la que construye la totalidad de su obra, en un proceso de perfeccionamiento continuo. El argumento de Al azar, Baltasar (1966), estrenada en el Festival de Venecia, no es tan interesante como su forma, que equivale a “lo que quiere decir el cineasta”, tal y como afirma Susan Sontag en Contra la interpretación y otros ensayos (1966). El contenido es concebido como mero pretexto, siendo el lenguaje cinematográfico la herramienta principal para explicar historias, en este caso, la de un burro llamado Baltasar que presenta claros paralelismos con la vida de Marie, una joven campesina interpretada por la entonces debutante Anne Wiazemsky.
Como es sabido, Bresson solía trabajar con actores y actrices no profesionales a los que convertía en sus “modelos” y con quienes trabajaba, habitualmente, una única vez: cuerpos autómatas cuyas caras resultaban inexpresivas. En este sentido, la actriz de origen alemán, que acabaría casándose con Godard un año después del estreno de la película, realiza un trabajo sublime que huye de la construcción teatral y psicológica del personaje para ofrecer una actuación inconsciente que, sorprendentemente, logra transmitir la intensidad emocional que la caracteriza. Marie, al igual que su estimado amigo el asno, es maltratada por un destino ante el cual no encuentra escapatoria, tal y como reza el determinismo jansenista que Bresson se esforzó en proyectar a lo largo de su filmografía. Como en la reciente Eo (Jerzy Skolimowski, 2022), el autor de Pickpocket (1959) contempla la trayectoria vital del burro mostrando ambas caras: alegría y compasión, pero también pena y sufrimiento. El abanico de personajes con los que se topan tanto Baltasar como Eo a lo largo de su ajetreado camino abarca desde la inocencia —personificada por Marie y Casandra—, hasta la pura crueldad, en ambas películas representada por la explotación animal que habita en los circos.
La estructura narrativa del film se basa, como ocurre en la mayoría de sus trabajos, en una acumulación de momentos cuyo significado interpretativo resulta de todo menos evidente, una suma de acciones capitaneadas por el estilema bressoniano por excelencia, motivo visual que vertebra el conjunto de su obra: los planos dedicados a las manos. Sobre ello, el director surcoreano Kogonada (Columbus, 2017) realizó un ensayo visual tan interesante como bello que precisamente coge prestado el tema principal de la banda sonora de Al azar, Baltasar. El Andantino de la Sonata para piano n.º 20 de Schubert es una canción casi tan triste como la desesperanzada película que nos ocupa: resulta imposible revisarla sin quedar nuevamente atravesada por esa visión tan pesimista de la existencia, tanto la humana como la animal. Para Bresson, no hay huida posible para el individuo, sea cual sea nuestra naturaleza, o así nos lo muestra este peculiar autor a través de unas historias milimétricamente construidas y, a su vez, emocionalmente punzantes.