Blossoms Shanghái de Wong Kar-wai

El origen del amor mercantil

No le hubiera desagradado que la gente se la figurase apegada a él por algo tan fuerte como el dinero… el interés que impediría que llegase el día en el que ella pudiese sentirse tentada a dejar de verle. Por el momento, colmándola de regalos, haciéndole toda clase de favores, podía confiar en las ventajas exteriores de su persona… Y el precio que pagaba por esa voluptuosidad de estar enamorado, de no vivir más que de amor, de cuya realidad a veces dudaba, aumentaba su valor.”

Un amor de Swann, Marcel Proust

Wong Kar-wai ha dejado una huella imborrable en el cine al revelar a lo largo de su filmografía cómo la verdadera comunicación se compone de un lenguaje sutil que sólo puede ser comprendido por quienes habitan esa relación. Un lenguaje íntimo, casi secreto, que lleva al límite aquello que puede considerarse apasionado. Desde esta mirada, se ha convertido en uno de los directores más románticos del cine, paradójicamente, a través de historias de amor que casi nunca se consuman, sin finales felices y, sobre todo, colmadas de inacción por parte de los enamorados.

Su éxito se debe, en gran medida, a que esa mirada se manifestó justo en un momento de transición para la humanidad: el paso hacia una contemporaneidad frenética, donde el amor dejó de ser familia o matrimonio para volverse fugaz, errático y superficialmente consumible. En Asia —y especialmente en ciudades como Hong Kong o Shanghái— lo romántico ha chocado de forma voraz con lo productivo. Allí, la prostitución también puede consistir en alquilar un hombro para llorar o pagar por la compañía de alguien que simplemente escuche en silencio. En un continente donde ya no hay tiempo ni siquiera para volver a casa a dormir y el descanso ocurre a medio camino, el amor termina por carecer de hogar y debe habitar las calles, los vehículos o los restaurantes: espacios de tránsito que lo convierten en símbolo de una afectividad errante, incapaz de arraigarse o fortalecerse. Precisamente por eso es que los amores de Wong Kar-wai son tan sublimes y pertinentes. No importa si cambia de época o ciudad, sus relaciones son concebidas desde una mirada tan contemporánea, que no se disipa con los años, sino que, por el contrario, se expande y acrecienta.

Así es cómo, a pesar de cierta reticencia en Occidente ante el hecho de que su primera serie se enfoque en el tránsito de China hacia el capitalismo —a través de la incursión de Ah Bao en la bolsa de Shanghái durante el auge económico de los años 90—, Blossoms Shanghái no representa un quiebre con su obra anterior, sino una expansión lógica de su universo. Incluso podría pensarse como el germen de toda su filmografía, donde se profundiza y revela el origen de sus personajes, sus obsesiones y lenguaje: uno que nace de un ecosistema capitalista en el que el romance no es imposible o está ausente, sino que exige una sutileza distinta, reconociendo que las relaciones interpersonales son relaciones económicas, y los gestos amorosos son, simultáneamente, gestos financieros y consumistas.

Es por ello que, aunque Wong Kar-wai no sea el autor del guion, sino que fue escrito por Qin Wen, a partir de la novela de Jin Yucheng, la visión esencial de su cine está inscrita profundamente en esta obra. Basta con decir que, de manera magistral, cada conflicto económico en Blossoms Shanghái es también un conflicto romántico: un contrato, una chequera o una acción del mercado se convierten en declaraciones cifradas de afecto, muchas veces más conmovedoras que una palabra directa, un beso o una caricia.

Desde esta mirada contemporánea del romance, cada mujer coprotagonista del relato —vinculada de algún modo afectivo con Ah Bao— no se define por amar ni por ser amada, sino por su profesión, su capacidad económica y sus propias aspiraciones. Son personajes completos, complejos y autónomos, sobre todo cuando la unión amorosa resulta imposible. En lugar de subordinarse al vínculo romántico, cada una encarna una forma de deseo, poder y sentido que se desprende de las narrativas tradicionales, abriendo espacio a otra sensibilidad: una donde el afecto no anula la individualidad, y donde lo romántico no es destino, sino tensión.

Lo más sensible y placentero en Blossoms Shanghái, desde la mirada de Wong Kar-wai —y en contraposición a lo que muchos han intentado establecer al compararla con Succession—, es que no toma el contexto económico para denunciar cómo el dinero corrompe lo humano. Al contrario, como en toda su filmografía, nos muestra cómo el mercado es hoy una forma de comunicación emocional, donde no solo están en juego el poder, la riqueza o la reputación, sino, de forma radical y única, el amor.

Simultáneamente, este retrato consciente de las relaciones afectivas contemporáneas está atravesado por el adiós. Porque sin duda, cotidianamente comprobamos que este es el final por excelencia del romance comercial, dado que no solo implica una transformación del lenguaje amoroso hacia lo sutil y lo cifrado, sino también un desprendimiento constante y cada vez más veloz de todo lo que nos ancla: personas, lugares, memorias.

El afán por el progreso nos arrastra hacia adelante, y en ese movimiento dejamos atrás fragmentos de quienes fuimos. Como en Blossoms Shanghái, se impone entonces una sentencia tan poética como dolorosa: progresar es también morir un poco, porque lo nuevo exige dejar atrás lo que ya no puede seguir con nosotros. Cada avance implica una despedida, y con ella, la necesidad de volver a abrirnos a lo desconocido: amar de nuevo, desear de otro modo, imaginar otros futuros. A lo largo de la vida acumulamos muchas pequeñas muertes, y en cada una, renacemos como versiones distintas de nosotros mismos, capaces —quizás— de nombrar otros amores, perseguir otros propósitos, inventar otros lenguajes.

Por todo esto, aunque en Occidente se insiste en clasificarla como una obra más de consumo televisivo rápido, Blossoms Shanghái es, en realidad, un proyecto profundamente personal de Wong Kar-wai que escapa por completo a esa lógica. Él mismo adquirió los derechos de la novela en 2013 y pasó más de una década investigando con detalle aquella época en Shanghái. Además, logró acuerdos de libertad creativa poco comunes: un plazo de hasta diez años para culminar la serie, y un elenco comprometido exclusivamente con este proyecto durante tres años, en los que las escenas se grabaron de forma espontánea, repitiéndose tantas veces como fuera necesario a lo largo de los años hasta alcanzar la sensibilidad exacta que el director buscaba. Cada actor, incluso, tomó clases específicas para incorporar la gestualidad precisa de su personaje.

Esa dedicación minuciosa, casi devocional, solo puede entenderse desde una relación autoral en la que la obra se vuelve una extensión del alma. Porque así como en Blossoms Shanghái los movimientos del mercado se vuelven gestos íntimos, reveladores de sentimientos profundos entre los personajes, Wong Kar-wai convierte el propio acto de crear este drama televisivo, en una forma mercantil pero elocuente de afecto hacia su mirada, memoria y cine.