La decepcionante edición de 2024 del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, la más floja en mucho tiempo (dejando de lado la anomalía pandémica de 2020), hacía temer por un cambio de ciclo en el certamen, quizás influido por la competencia generada por la nueva dirección de la SEMINCI en las secciones que repescan títulos de otros festivales. Sin embargo, este 2025 ha devuelto las cosas a su sitio en cierta matizada medida. Porque la fortaleza de su programación ha descansado sobre una notable cosecha muy bien seleccionada de cine iberoamericano, el ámbito de mayor influencia del festival, y los avatares de la producción en ese área geográfica, más concretamente en un país clave como es Argentina, pueden minar las posibilidades de mantener el nivel alcanzado este año en el corto plazo.
Lo que no tiene muchos visos de cambiar es la aproximación que hace el Zinemaldia a su sección oficial. De sobras es conocida la problemática que sufre para atraer a películas y autores trascendentes, siempre dependiente de los descartes de los grandes festivales europeos que le preceden en el calendario y que este año se dejaron en el tintero a nombres como Claire Denis, Arnaud Desplechin o Milagros Mumenthaler. Más allá de estas figuras, da la impresión de que la capacidad de convocatoria de Donosti se ciñe a los directores españoles, que sí pueden aprovechar mejor la repercusión casi exclusivamente nacional del certamen. Así, no es tanta casualidad que por tercer año consecutivo una película española haya recibido el máximo galardón. Por supuesto, también hay que contar con algún título al servicio de la estrella de turno para dar lustre a la alfombra roja, elemento medular para la repercusión mediática del evento. Y en esta ecuación de la cual no parece sencillo escapar, la parte menos convincente es ese resto de títulos que terminan rellenando la competición, y que abundan en un buscado convencionalismo para satisfacer el paladar del público que llena el Kursaal o el Teatro Victoria Eugenia y de buena parte de los medios locales y nacionales. Pero ese perfil de película es precisamente el que llega más esquilmado al final del verano festivalero, donde es más complicado encontrar alguna joya oculta. Y de esta manera, parece que los programadores sólo se permiten algo de riesgo bajo el paraguas de un nombre prestigioso, como pudiera ser Claire Denis con la áspera teatralidad de su crítica poscolonial en Le cri des gardes o Milagros Mumenthaler con las turbulencias subterráneas que sacuden a la elusiva protagonista de Las corrientes. Ni siquiera podemos sumar aquí a José Luis Guerín y la limitada narratividad de su documental Historias del buen valle, ya que en realidad nos devuelve al mismo amable formato de la aclamada En construcción, programada en Donosti hace casi un cuarto de siglo.
En todo caso, el festival parece satisfecho con su formulación actual y la película ganadora de la Concha de Oro, Los domingos de Alauda Ruíz de Azúa, tenía la rara virtud de suscitar el aplauso tanto del público como de un amplísimo espectro de la crítica, además de encajar en ese perfil curatorial conservador con el que es fácil sospechar que el presidente del jurado Juan Antonio Bayona se ha sentido más cómodo. Los domingos era además uno de los numerosos títulos que nos hablaba de orfandades, de carencias parentales o del miedo a sufrirlas, ya que en el centro del relato se encuentra la ausencia de una madre para la protagonista.
¿Qué puede empujar a una cría a seguir una vocación religiosa en los tiempos que corren? Esa pregunta parece hacerse Ruíz de Azúa en su tercer largometraje. En una sociedad que normaliza ese oxímoron llamado educación religiosa o que practica los sacramentos, como la comunión con la que empieza la película, como si fueran eventos sociales o folclóricos, es curioso que resulte un shock que una chica sea consecuente y acaricie la posibilidad de tomar los hábitos. A alguien se le olvidó decirle a tiempo que todo era un simulacro. Su madre fallecida no tuvo ocasión, y su padre, bien poco comunicativo, parece más preocupado con los aspectos más materiales de la vida. Y su tía, no creyente, llega tarde. El sentimiento de orfandad, el desencanto y las carencias afectivas han sido paliadas o sustituidas por la fe y por el proselitismo de una comunidad que se ha encargado de su educación y que se muestra acogedora. En esos términos se mueve un film que plantea sus conflictos tratando de ofrecer personajes sensibles, complejos y creíbles, aunque el cálculo tan puramente crematístico que caracteriza al padre me parece un trazo bastante menos fino. Hay un sólido trabajo de puesta en escena detrás, atento a las miradas y que solventa con pericia las interacciones de múltiples intérpretes, que las hay en abundancia, culminando con el montaje paralelo que resuelve con gracia el arco narrativo de sus personajes. Desde luego, su directora se niega a ser complaciente, a entregar un planteamiento maniqueo y masticado al respecto de la religión, y en su lugar opta por poner el foco en el creciente materialismo de la sociedad. Al mismo tiempo, en esencia las únicas críticas a la Iglesia vienen por boca de un personaje no creyente cuya vida personal está en crisis y que termina la película en estado de odio. Todo lo demás es tan sutil que según desde la óptica que se mire puede parecer hasta elogioso. De hecho, me temo que Los domingos engrosará sin problemas el listado de títulos sancionados por la Iglesia como aptos para la propaganda católica, lo cual tampoco empaña sus logros.
Quizás el personaje más notoriamente huérfano de los que tuve ocasión de ver estos días era la niña protagonista de El mensaje. Con una madre que reside en una institución mental, los tutores que cuidan de ella explotan sus supuestas habilidades como médium para hablar con animales, ejerciendo de intérprete entre las mascotas y sus dueños. No se percibe mayor preocupación por su bienestar o educación. De hecho, podríamos esgrimir que se comunica con los animales como sustitutivo a sus carencias afectivas. Pero la película ni siquiera se detiene excesivamente en esta labor, de la que muestra unos pocos casos que proporcionan ciertas dosis de humor a la función. Y realmente no hay mucho más argumento que contar. Su director Iván Fund realiza una obra muy pequeña y muy minimalista en su línea habitual de trabajo, acentuada por la sobriedad de la fotografía en blanco y negro. En esencia no hay arco narrativo, no hay progresión argumental ni tensión dramática. Lo más expansivo es el hecho de que se trata de una road movie, ya que el trío se va desplazando por la Argentina buscando su clientela y al mismo tiempo la película se va haciendo progresivamente atmosférica. Supone así un viaje inmersivo para el espectador que no tenga mucha exigencia argumental. Y el discurrir de sus imágenes nos van pintando un fresco sociocultural sutilmente demoledor del país y del que participan los propios protagonistas, el caldo de cultivo para este mundo de la post-verdad en el que nos encontramos y que propicia el triunfo del populismo, una orfandad comunitaria que acaba encontrando refugio en el trilerismo.
De manera menos central, pero la orfandad también anida profundamente en uno de los mejores títulos de esta temporada cinematográfica, O agente secreto de Kleber Mendonça Filho. Como ya hiciera Walter Salles el año pasado en Aún estoy aquí (otra película sobre personajes que se quedan huérfanos), este film nos lleva también de vuelta a los años setenta en un turbulento Brasil dictatorial donde la vida humana vale muy poco, especialmente para cualquiera que se oponga al poder político o, como es más bien este caso, al económico. Pero Mendonça Filho compone una obra más estimulante y ecléctica, que viene a reunir, quizás no exhaustivamente pero sí en buena medida, las variedades temáticas, tonales y genéricas que su filmografía nos ha venido mostrando. La secuencia de apertura ya tiene algo de thriller, incluso de neo-western, pero con un trasfondo humorístico, cuando en una polvorienta gasolinera la policía procede a inspeccionar el coche del protagonista haciendo caso omiso a un cadáver que está ya entrando en estado de descomposición. Varias claves en esta presentación: la condición de perseguido de este hombre ante los poderes fácticos de un país que huele a podrido. El discurrir del film mostrará también una faceta más íntima del personaje como parte central de una cadena familiar deslavazada, como hijo que busca información sobre su madre fallecida, y como padre mayormente ausente de un niño. El ritmo del metraje varía ostensiblemente según pasamos por fases más costumbristas, dramáticas o de pura acción, sin que su director tenga miedo de bajar radicalmente las pulsaciones. Hay algo tarantiniano en ciertos gestos visuales, en el trabajo con el espacio, los movimientos y la fuerza icónica de los personajes en algunos momentos, también en ciertos resortes argumentales. Es llamativo el uso intenso del color y de la filiación genérica a la hora de retrotraernos al pasado, mientras que en las secuencias en presente, mucho menos numerosas, la luz es más neutra, igual que el tono. Es como una grisura que habla de un país que ya no está demasiado interesado en hacer memoria, en explicarse o reparar moralmente sus orfandades. Sin duda, una obra pesimista aunque explore a conciencia su vena más lúdica.
Sergio Oksman, por su parte, nos plantea en Una película de miedo su experiencia en primera persona en las relaciones paternofiliales. Hace más de una década, ya había hibridado realidad y ficción para relatar el encuentro con su padre, con el fútbol como nexo común, y en este subsiguiente largometraje se centra en la relación con su hijo tomando como punto de partida la pasión compartida por el cine de terror, que tratan de explotar alquilando un hotel abandonado en Lisboa. Oksman plantea una obra frágil que se va construyendo a base de retazos e ideas, unidas por el eje que supone la cuestión de la paternidad y el abandono, la orfandad de nuevo. El pasado familiar, con la tendencia a ausentarse de las figuras paternas, gravita sobre el presente del realizador en la relación con su hijo, un escenario agravado por la separación acontecida poco después del nacimiento. Ése es el verdadero miedo que se va destilando de la narración según se despliegan sus varias digresiones argumentales, sea la historia del asesino en serie lisboeta, las teorías frenológicas o el regreso a la figura del abuelo. Sin embargo, la presencia del chaval propicia que la película plantee un espacio acogedor y muy lúdico, sin abandonar por ello el atractivo rigor visual del plano general fijo. De ello se favorece especialmente todo un tramo inicial tremendamente disfrutable, antes de que el film entre en derroteros más dubitativos, aunque siempre interesantes y marcados por el carácter autorreflexivo de Oksman, casi omnipresente a través de la voz en off.
Otro padre (pseudo)separado trataba de no perder el nexo de unión con sus hijos, y también con su mujer, en The Love That Remains. El factor tiempo siempre es crucial en el cine de Hlynur Pálmason, como lo es en nuestras vidas y en la evolución de un núcleo familiar como el que formaba este hombre, marinero de un pesquero de altura, con una artista y sus tres hijos, un vínculo que todavía no ha quedado totalmente disuelto. El film acumula muchos elementos metafóricos, como el ciclo vital de las gallinas, incluyendo el sacrificio de un gallo que parece haberse vuelto demasiado violento, como el monigote que van armando los niños y que acaban usando como blanco de sus flechas, o como la propia obra de la artista, que trabaja con el efecto del metal ferruginoso progresivamente oxidado sobre las telas. Todo está integrado con naturalidad para hablar de cómo ese paso del tiempo puede alterar o deteriorar las relaciones. En un film poco preocupado por mantener una progresión argumental, y deja sitio para una delectación nada gratuita en el entorno en que se mueven los personajes, en el paisaje islandés siempre tan agradecido, o en su vida cotidiana. El humor, nunca demasiado explícito pero sí muy recurrente, matiza más en superficie el fondo dramático de lo que nos cuenta Pálmason. Es, en definitiva, un film hermoso en lo visual, cálido en lo humano, a lo que ayudan las notas de piano de su banda sonora, bastante poético en su formulación y agridulce en su poso. Una de las cumbres cinematográficas vistas estos días de quien ha sido quizás la figura más importante de esta edición del festival. Porque Pálmason se trajo además jugosos materiales complementarios bajo el brazo. Por un lado, una instalación expuesta en el espacio Tabakalera que mostraba el producto de la obra artística formulada en el film. Y por otro lado, nada menos que el estreno mundial de Joan of Arc, una pieza de apenas una hora de duración planteada como un puro montaje Pálmason, esto es, con idéntico tiro de cámara en el mismo escenario durante todo el metraje, de manera que cada corte de plano supone una elipsis de tiempo. En ella, recupera extendida la mentada digresión que aparece en The Time That Remains sobre el monigote que arman los niños y al que acribillan a flechas, ciñéndose exclusivamente a ella. Las figuras parentales han desaparecido y la aproximación lúdica de sus tiernos protagonistas tiene mucho de dialéctica de violencia, de guerra.




