En esta edición del Zinemaldia, varias de las mejores películas programadas en sus diferentes secciones orbitaban alrededor de personajes con peculiares y acentuados cuadros psicológicos, síndromes variados que muy a menudo denotan algún tipo de malestar con el mundo contemporáneo.
Era el caso del que considero el mejor título de entre todos los que compitieron por la Concha de Oro, Las corrientes de Milagros Mumenthaler. Sus imágenes perfilan el retrato de una mujer en profunda crisis, una profesional del mundo de la moda que también ejerce de madre, esposa e hija. Un deslumbrante prólogo sin diálogos nos la introduce en Suiza, donde recibe un premio poco antes de tirarse inopinadamente desde un puente. Del modélico montaje de su secuencia inicial, llama la atención el plano de una pared aparentemente impoluta que descubre sus grietas según cambia la luz por el movimiento de una puerta que ella franquea. Fantástica metáfora sobre el personaje y el mundo en el que vive. Mumenthaler se afana así en iluminar y sugerir las figuradas grietas de esta mujer, sus síndromes, obsesiones y fantasías. Nada mejor que la obsesiva pulcritud helvética para proyectar inicialmente algunas claves de su problemática, tan propia de la élite social, que encajan tan bien con los sutiles gestos de orden y control de su marido, con las neurosis de una madre que ya ni es capaz de salir de su casa (posiblemente secuelas de la traumática experiencia COVID) y cuya afición por el bordado podría ser la raíz del desempeño profesional de la protagonista. En ese mundo y vida de supuesto éxito, de normativo éxito, su hija, todavía una niña pequeña, es otro eslabón de la cadena que la confina a una serie de obligaciones. Pero también representa una tabla de salvación, un ser necesitado y moldeable cuyas exigencias son todavía de otra naturaleza, mucho más vitales que de orden social. Me gusta mucho el trabajo sobre el vestuario en conjunción con la escenografía, elementos de elegancia y lucimiento, pero además parte de una trama estética en la que se diría que esta mujer, también por su condición de diseñadora, está atrapada. Es un film, en definitiva, que nos habla en buena medida desde la puesta en escena.
Los síndromes y la casuística se acumulan en el protagonista de Un poeta de Simón Mesa Soto. Se trata de una obra desbordante sobre un tipo patético como pocos, un hombre ya de mediana edad que todavía sueña con ejercer de poeta, pero débil de carácter, inmaduro, ingenuo e irresponsable. La incomodidad que produce su figura proviene incluso de sus rasgos y lenguaje físico. Pero también es una persona noble. Quizás por todo ello, a pesar de su falta de talento, sea precisamente quien encarne con más éxito un cierto concepto de poeta, en tanto en cuanto devoto, genuino y absoluto perdedor, una figura inviable en el mundo que le ha tocado vivir. Y de hecho, la película no es cruel con el personaje, en el fondo se pone de su parte. Su vida entregada al ocio, al alcohol, a las discusiones bizantinas y al cultivo de una vanidad demasiado hambrienta, parece encontrar finalmente un objetivo al verse obligado a dar clases, ya que le permite descubrir el talento poético de una alumna. Sin perder de vista la dimensión humana, especialmente del protagonista, cuya precaria relación con su propia hija es un punto medular del argumento, Un poeta es ante todo una sátira cultural, y toda la peripecia que se monta alrededor de la estudiante así lo atestigua: tanto sus gustos y vocación tan básicos y alejados de la lírica, como el interés crematístico de su familia, el publicitario de los guardianes del arte o la necesidad de autorrealización del protagonista a través de ella. La película lanza además envenenados dardos a la imagen que Europa tiene de la cultura latinoamericana y al mismo tiempo no tiene reparo en caer en los más básicos estereotipos sociales para sus fines cómicos. El film está en permanente vorágine, siempre pleno de energía, insuflada en parte por el uso de la cámara en mano y el montaje con smash cuts. Esto permite exagerar la intensidad sin resultar cargante, al no dejar que los desafueros emocionales se resuelvan dentro de la misma escena. Mientras tanto, el formato fílmico acentúa la calidez en el retrato, gracias a la vibración de la luz y la temperatura cromática de la imagen, sirviendo igualmente como perfecta evocación de ese carácter extemporáneo y maldito en nuestros días de quienes cultivan versos literarios.
Un poeta es el segundo largometraje de Simón Mesa Soto, y es muy curioso, incluso irónico, que su opera prima, titulada Amparo, cayera en alguna matizable medida en esos mismos estereotipos que ahora critica, y que harían de la violencia y el miserabilismo la moneda de cambio más apreciada del cine latinoamericano en los mercados culturales europeos. Pero el triunfo de Un poeta en Horizontes Latinos, y especialmente la selección de títulos de esta sección, son señales de que la contestación a estas políticas culturales habrían calado en los programadores del Viejo Continente, y que el paradigma del cine de ultramar ya habría cambiado. Ni uno solo de los títulos que tuve ocasión de ver de dicha sección, dos terceras partes de hecho, se acercaba mínimamente al llamado cine de la crueldad, y sospecho que ninguno del resto. La violencia emergía en varios casos, al fin y al cabo, es un elemento casi inevitable de la experiencia humana, pero nunca se imponía sobre el espectador; al contrario, se aprecia una clara voluntad de contrarrestarla o distanciarse emocionalmente de ella.
Un ejemplo claro es Cobre de Nicolás Pereda, donde la violencia más traumática queda fuera de campo y es somatizada por su protagonista en síndrome, tras encontrarse a un muerto en la carretera en la apertura de la película. A partir de ese momento, el desarrollo argumental está salpicado de muestras mucho más sutiles de violencia, matizadas y cubiertas por una inequívoca capa de humor que Pereda aplica desde el extrañamiento y el absurdo. Este hombre, minero, es conminado por su madre a mantener silencio. Luego le veremos tratar de convencer a la médica de la empresa para que le dé una baja y le recete una máquina de oxígeno sin mostrar síntomas visibles que justifiquen estas medidas, a las que sí accederá otro médico a condición de que le consiga una cita con su tía. La historia no parece ir a ningún lugar concreto, pero sí que muestra una indefinida incomodidad producto de la ocultación, el engaño, el chantaje o de la mencionada somatización. Esta sensación se potencia con el ritmo y el alargamiento de varias de sus escenas, con el llamativo uso del encuadre de algunas de ellas, por aquello que queda cortado o directamente fuera de los límites del campo visual. Sus secuencias más dialogadas, de aroma vagamente teatral, terminan tendiendo al intercambio de roles o directamente al absurdo. Ahí suelen ubicarse los grandes hallazgos en el cine de Nicolás Pereda, la demostración del espíritu radicalmente lúdico que anida en su obra, nunca dispuesto a ofrecer narraciones cerradas y diáfanas en su sentido y estructura. Cobre participa de este espíritu desde un planteamiento quizás un poco más orgánico y visualmente cuidado de lo que es habitual en su filmografía.
Fuera de la órbita latinoamericana encontramos en Blue Heron otro personaje marcadamente neurótico, pero el punto de vista que utiliza su directora Sophy Romvari no es el suyo, sino el de su hermana, en realidad un trasunto de sí misma. Transitando similares caminos a los que ensayaba en Aftersun otra debutante en el largo como Charlotte Wells, Romvari también se apoya en su memoria biográfica para construir una obra que reexamina el pasado desde la mirada de un personaje al tiempo infantil en ese momento pretérito y adulto en la actualidad. Ella es el observador privilegiado, pero también doliente, de la debacle familiar que se precipita por el estado de su hermano mayor, elemento indescifrable, ingobernable y autodestructivo que va minando la convivencia familiar. Es otro personaje que quizás ha somatizado en su psique las turbulencias familiares heredadas de la emigración de Hungría a Canadá o de la temprana separación de sus padres. La amargura de la situación viene contrapesada por la calidez de la mirada, la dulzura de las formas, unos encuadres estéticos que evolucionan con suaves movimientos de cámara y el uso recurrente de largas distancias focales que restan sensación de intrusismo. El film se articula en tres movimientos en un viaje temporal ya sugerido en alguna medida por el revelado de unas fotos. Cuando la acción se traslade al presente desde ese pasado evocado, la fotografía se vuelve más fría y los encuadres menos acogedores. Y cuando llegue la dislocación temporal de su tramo final, vendrá anticipada por una nueva dulcificación estética, en un hermoso gesto donde la puesta en escena predice la contradicción temporal. Intuimos que algo imposible va a suceder porque así lo sugieren las formas visuales. De esta manera, el ánimo de reexamen del pasado se vuelve físicamente literal, incrustándose la protagonista en el mismo. En suma, se trata de una sensible, heterodoxa y estimulante vuelta al drama familiar y quizás mi película favorita de todo el festival.
Otro film de fuerte inspiración biográfica es Estrany riu, también dirigida por otro debutante en el largo, el catalán Jaume Claret Muxart. La casuística de su protagonista es menos preocupante que en el resto de ejemplos traídos aquí a colación: se trata simplemente de un adolescente, quizás un poco más sensible de lo habitual. Estamos ante un film iniciático sobre su despertar sexual durante el viaje que realiza en bici junto a su familia, siguiendo el cauce del Danubio. Por supuesto el «extraño río» no es el Danubio en sí, sino la misteriosa corriente emocional que empuja a este chico hacia el deseo, homosexual en su caso, hacia el fulgor y hacia lo desconocido, una proposición vital siempre fascinante pero también inquietante. En una obra tan cuidada y delicada que quiere acariciar al espectador. Y quizás haya una sobredosis de bonitismo en sus imágenes, en los intérpretes, en sus acciones e intereses, en los paisajes, en los espacios y la luz. Pero también estamos en el terreno del amor juvenil, donde todo se exalta y es incandescente, y esto alcanza a otros personajes, como vemos en una escena entre la madre y una actriz alemana, cuya conversación destila atracción y flirteo. Su director recurre además a un aparato cultural y artístico, a través de la literatura o de la música, que exacerba y dialoga con los sentimientos del personaje. Tiene por tanto sentido que, apoyado en una bellísima fotografía en 16 mm que hace titilar cada fotograma, todo refulja más allá de los parámetros más realistas. De hecho, el fantástico, o quizás lo onírico, se asoma a sus imágenes a través del mito de la sirena como una fuerza magnética que nos acaba llevando hacia una hipnótica fuga fluvial. Por ponerle algún reparo, pienso que la historia queda desequilibrada debido al rol que juega el hermano pequeño. Es un personaje de entidad muy complementaria, cómplice de juegos y rutinas que el protagonista está dejando atrás debido a su maduración. Claret Muxart le dedica el cierre de la película y no creo que durante el metraje se haya ganado la suficiente entidad como para merecer ese privilegio. De resultas, el final no termina de tener el poso emocional que debiera haber correspondido a semejante viaje, aunque sí tenga una lógica argumental. Pero a pesar de ello, si acaba siendo mi película española favorita de la temporada, tampoco sería nada extraño.








