All the Long Nights, de Sho Miyake

Tras su reciente triunfo en Locarno con Two Season, Two Strangers (2025), el nombre de Sho Miyake empieza a sonar en el panorama cinéfilo con más frecuencia, ya sea para destacar un trabajo previo ligeramente inadvertido o para probar de consolidar la figura de un cineasta prometedor. Ante la expectativa —incierta si pensamos en su estreno comercial—, títulos como And Your Bird Can Sing (2018) o El combate de Keiko (2022) certifican su plena vocación de estilo, destacándose a través de un reduccionismo minimal donde retrata ciertos perfiles vulnerables sin hacer uso de acentos u alardes dramáticos. Su anterior película, All the Long Nights (2024), suscribe esta dirección en un emocionante vínculo que versa sobre el cuidado y la comprensión, construyendo una bellísima relación de amistad y afecto que se observa mediante la misma sensibilidad que distingue a sus protagonistas, interpretados por Mone Kamishiraishi (Fujisawa) y Hokuto Matsumura (Yamazoe).

La película da comienzo desde el punto de vista de ella, quien explica mediante voz en off aquello que le atañe y cómo ha influido en su vida durante los últimos años. En su caso, se habla de un pronunciado síndrome premenstrual (PMS) y cómo eso se manifiesta mediante la alteración de su estado emocional y físico, dando lugar a situaciones que escapan a su control e interfieren en su rutina laboral. Esto llevará a ambos a coincidir en un trabajo de un perfil corporativo más reducido, en una pequeña empresa que diseña materiales educativos vinculados a la física y el universo —elementos sobre los que se hará hincapié para trasladar alegóricamente su padecer—. Por lo que a él respecta, se da a entender que sufre de ataques de pánico, aunque esto se percibe en su cotidianidad como un miedo generalizado sobre ciertas actividades mundanas, propias del diagnóstico de la ansiedad social y la agorafobia.

Su comprensión surge del reconocimiento de dichas diferencias, donde encuentran en el otro, paradójicamente, un símil sobre el que apoyarse. A fuego lento y mediante una convivencia delicada y cautelosa, los dos personajes consiguen mostrar su forma de ser y su consecuente aceptación en una amistad genuina. Lejos de lo previsible, aquí no hay un drama sujeto a su condena o una historia de intentos imposibles, de hecho, es todo lo contrario. Sho Miyake dignifica la templanza y la sensibilidad de estos perfiles y los convida al abismo del porvenir desde un tipo de redención espiritual sobre lo más puro y mundano, en un ejercicio de aceptación que asume la belleza en los caminos torcidos y coge aliento desde su aparente intrascendencia, con momentos aislados donde conecta con la filosofía de Perfect Days (2024) de Wim Wenders. Es por eso que, inevitablemente, también resulta oportuno pensar en el cine de Yasujiro Ozu, especialmente con esas imágenes abiertas sobre la ciudad, donde un tren cruza de lado a lado y nos recuerda la fugacidad de los días que se suceden, sujetos a un momento de cambio y una vida que, a pesar de todo, sigue en constante movimiento.

En su apuesta estética y formal, marcada por ese grano que ya se hacía notar en sus anteriores trabajos, All the Long Nights prueba continuamente el dominio de su responsable, en un esquema narrativo austero que se exprime por medio de escenas de absoluta libertad íntima y creativa. Salvo al principio, cuando es introducida su situación, en ningún momento se verbaliza innecesariamente su dolor, y todo sucede mientras asumimos la lucha interna de cada uno a través de sus altibajos. Es mediante la prolongación de los tiempos muertos que el director conforma sus fijaciones y traslada el cariño con el que observa ese pequeño universo, elemento que, como mencionaba previamente, adquiere una traslación metafórica al establecer un paralelo con el motivo de su labor. Porque aquí no se habla necesariamente de la hazaña heroica de hacer frente a los miedos, sino que se opta por su comprensión desde la vulnerabilidad mientras nos induce en un momento como otro cualquiera que, en su recuerdo, al salir del cine, se revela como algo extraordinario. Es en perspectiva, una vez hemos asistido a la realidad que propone, que su pulso emocional aflora de verdad, con una fuerza prácticamente insólita. Pues este no busca otra cosa que esa cercanía que invita al momento presente, asumiendo la depresión como parte del recorrido y dignificando aquellos caminos que se abren sin dirección, dejando una especie de poso de melancolía profundamente sentido y honesto.

Al final volvemos de nuevo a una narración en off, pero esta vez se trata de él. A modo de relevo, este dispositivo sobre el punto de vista nos comunica la importancia de dicha conexión entre ambos. Y, nuevamente, uno podría pensar que todo ha sucedido sin demasiada trascendencia, pero como ya se intuía en El combate de Keiko —antítesis del molde habitual del relato deportivo—, la firmeza con la que Sho Miyake defiende su postura frente a la adversidad y el porvenir denotan el talento de un autor incipiente, que abraza a sus personajes desde sus debilidades y las decisiones colaterales que condicionan el rumbo de sus vidas. Quién sabe, podríamos afirmar que, si sigue en esta línea, estamos ante uno de los grandes cineastas japoneses del futuro. En cualquier caso, y como él mismo suscribe en su cine, el tiempo dirá.