El arte del fracaso y la política de lo pequeño
Kelly Reichardt tiene el poder de recordarnos el valor de lo pequeño, de lo suave y de lo tierno. La ganadora de la Espiga de Oro en la Seminci 2025 —ex aequo con Magalhães, de Lav Díaz, ese gran relato histórico construido también desde lo cotidiano— confirma a Reichardt como la cineasta contemporánea que necesitamos —o, al menos, que yo necesito—. The Mastermind podría presentarse como un heist movie: el robo de cuadros de Arthur Dove ejecutado por James “JB” Mooney —magnífico Josh O’Connor, con reminiscencias a su personaje de La quimera (2023)— y dos amigos perdidos en el Massachusetts de los años setenta. Sin embargo, en sus pliegues se revela un estudio sobre la disolución narrativa, la fragilidad de la masculinidad y el poder de la derrota.
Contemos, por qué no, de qué trata el filme. JB Mooney es un carpintero desempleado, ex estudiante de arte, casado con Terri (Alana Haim) y padre de dos hijos. Su familia, de cierto privilegio, un padre juez (Bill Camp) y una madre (Hope Davis) que continúa ayudando económicamente a su desastroso hijo, marca la tensión entre la expectativa de progreso y la precaria realidad. Mooney decide orquestar un robo al descubrir que la seguridad de un museo local es laxa y que el guardia se duerme con frecuencia. Recluta a dos conocidos para sustraer cuatro cuadros de Dove y la operación se desarrolla con improvisación, sin rastro de glamour: el coche de huida se atasca, la adrenalina del género se sustituye por impericia y la planificación se revela insuficiente.
Lo que sigue es la caída de Mooney. Se separa de su familia, se refugia temporalmente en casa de sus amigos de la escuela de artes, Fred (John Magaro) y su esposa Maude (Gaby Hoffmann), quienes le recuerdan que su presencia los pone en peligro y continúa en su vagar sin rumbo. La Guerra de Vietnam y la contracultura de los setenta aparecen como ruido de fondo, mientras la vida de JB se deshace. La promesa de atacar la institución cultural decimonónica del museo se desvanece, funcionando como metáfora de la impotencia de un proyecto personal anacrónico.
Reichardt explora, una vez más, una técnica que podríamos llamar de desenfoque narrativo. El clímax ocurre al inicio con ese robo, filmado con una sobriedad y elegancia bressonianas, desprovisto de tensión, que adelanta la ruptura con las estructuras tradicionales del género. Lo que sigue es un decrescendo sostenido hacia la rutina y la deriva del protagonista, un espacio donde el espectador aprende a percibir lo pequeño y lo accidental. La película no necesita dotar de sentido a las acciones de sus personajes, le basta la valentía de dejarnos observar aquello en lo que ningún otro director suele pararse. Comenzamos a ver, en primer término y con cierta nitidez, las formas difuminadas de lo que habitualmente es el fondo del cuadro.
Como apuntaba Carlos Losilla en su reciente crítica del filme, esta “reconsideración” del cine de género recuerda al vaciado de películas post Mayo del 68, donde la desaparición de un proyecto político y de un modelo de hombre genera emoción desde la ausencia de dramatismo. The Mastermind se inscribe así en la reformulación de géneros que Reichardt ha desarrollado en su obra, particularmente del western. Investigadoras como Katarzyna Paszkiewicz han señalado cómo distintas directoras trabajan géneros tradicionalmente masculinos para ofrecer nuevas miradas —Reichardt con Meek’s Cutoff (2010) y Bigelow con The Hurt Locker (2008), o recientemente con A House of Dynamite (2025). En Meek’s Cutoff, el western clásico se descomponía: el desierto del Este de Oregón se observaba desde nuevos puntos de vista y la historia se centraba en el tedio, la incertidumbre y lo cotidiano. De modo similar, The Mastermind difumina el género del “cine de atracos”: no hay presentación heroica, persecución gloriosa ni vencedores.
JB, intentando perseguir un ideal neoliberal, obvia la realidad que lo rodea y desatiende las consecuencias de sus acciones en su entorno. Su fracaso evidencia una masculinidad disidente, alejada del mencionado heroísmo y del dominio del relato. Como en First Cow (2019) o Old Joy (2006), la cineasta filma hombres que no encajan en los roles tradicionales de poder, mostrando la vulnerabilidad como vehículo de reflexión. Así, la atención a lo mínimo constituye un cine de los cuidados que observa y se niega a asumir los ritmos acelerados del presente.
La película cuestiona las expectativas del “cine masculino” popular, mostrando la torpeza y el desgaste como ejes narrativos. Frente a una sociedad que deifica el dinero y ensalza valores como la productividad, el éxito y la estabilidad, perder puede ser sinónimo de resistir.
La mediocridad, la indecisión y la ineptitud del protagonista funcionan también como materia estética y política, encarnando lo que Jack Halberstam denomina como “arte queer del fracaso”. Lo improductivo, lo absurdo y lo ridículo se transforma en potencia crítica y emocional. En The Mastermind se filma la incompetencia con atención al detalle más residual, mostrando que la derrota, bajo ciertas circunstancias, puede ser creativa.
Acompasados a la elegante belleza de la fotografía analógica de Christopher Blauvelt, todos los elementos del filme emergen a ritmo de jazz, desde la aparente improvisación de una calculada contemplación, sin resolverlos ni dramatizarlos. La emoción emerge en los contrapuntos, en los sutiles cambios de tempo, en los silencios, en las líneas y en las formas. Y es que la mirada contemporánea de la artista que es Kelly Reichardt es tierna y cariñosa con cada una de las personas encuentra. Qué reconfortante que frente a la impostada urgencia de la espectacularidad, tengamos el placer de asistir a un cine que opta por la pausa y lo cotidiano. Un cine que nos recuerda que, quizás, en los gestos fallidos podamos encontrar la visión de otros mundos posibles.









