Alpha, de Julia Ducournau

El encanto de lo brutal

Yo no era temeraria, pero sí bastante inconsciente. Pero en ese momento preciso me sentí mujer, suciamente mujer, como nunca me había sentido antes y como nunca he vuelto a sentirme después.

Virginie Despentes, Teoría King Kong

La esperada tercera película de Julia Ducournau, Alpha, llega para dividir a sus seguidores: algunos la perciben como una obra excesivamente metafórica, casi voluntariamente revertida hacia sí misma, como si la directora hubiera empujado su propio estilo hasta el punto de la distorsión. Y aunque es cierto que ya no tiene el impacto visceral inmediato de Crudo o Titane, películas que seducían desde la primera imagen por su exotismo visual y su audacia sensorial, aquí Ducournau despliega algo distinto: una precisión narrativa y una madurez interpretativa que antes solo se insinuaban en su filmografía. Alpha es, sin duda, su película más tradicional en términos de estructura y construcción de personajes; pero incluso en esa aparente normalidad, la forma en que “revisita” el pasado resulta tan incómoda, tan punzante para el cine contemporáneo, que reafirma a Ducournau como una de las voces femeninas más inquietantes en la exploración de la violencia, el deseo y el horror.

Ver Alpha sin conocer absolutamente nada de su trama es una experiencia inusual en el cine contemporáneo. La película sostiene un equilibrio exacto entre la solidez del cine clásico y la mirada afilada y postmoderna de Ducournau, donde el relato se compone de indicios mínimos, gestos apenas perceptibles que van revelando un universo íntimo y perturbador. Aunque la directora conserva su fascinación por las protagonistas femeninas, introduce un personaje inesperado y masculino: aquí, la fuerza que impulsa la narración no pertenece al presente. Es una presencia antigua, un motor invisible que actúa con tal intensidad que desborda los límites del tiempo. Ese pasado, desaparecido pero vibrante, recupera cuerpo y figura, irrumpe en la vida de las protagonistas y la reordena con una violencia silenciosa. En su aparición, la película encarna con exactitud lo que escribió el poeta colombiano Raúl Gómez Jattin: “Hoy te digo que creo en el pasado como punto de llegada…”.

Sin embargo, esa construcción que enlaza dos tiempos está encubierta con una astucia impecable hasta casi el final. Aunque, en retrospectiva, la verdad estructural de la película resulta evidente, lo que se confirma con una segunda visión libre del impacto inicial, Alpha sostiene un engaño constante que no agota ni traiciona, sino que deleita. La película obliga al espectador a mantenerse activo, a no dejarse arrastrar únicamente por el miedo o la repulsión, sino por un impulso más profundo: el deseo de conocer “la verdad”, de desentrañar junto a las protagonistas la sinceridad de lo que acontece. Todo lo que ellas viven nos derrumba de manera abierta, cruda, sin concesiones, evocando la brutal claridad emocional de películas como Réquiem por un sueño. Y, al igual que aquella, Alpha nos confronta con un cine que no teme marcarnos para siempre; un cine que, bajo su hostilidad, resguarda una belleza feroz y una trascendencia estética y social que reavivan el horror, el dolor y el miedo hacia lo real para repensar nuestra propia humanidad.

Esto lo consigue desde la elección misma del tono y del género. Aunque Alpha podría etiquetarse como un coming-of-age de horror corporal, lo realmente interesante es que el cambio y el verdadero viaje no los atraviesa la niña, sino la madre. Es ella quien debe abandonar el peso del pasado, aceptar la posibilidad de un futuro distinto y, de algún modo, sanar y “crecer”. Aun así, la niña es la protagonista indiscutible: su punto de vista es el que revela la historia tanto para nosotros como para los otros personajes, y es a través de una catástrofe íntima y devastadora que comprendemos el sentido de su nombre. Alpha no la designa sólo como el inicio de una nueva etapa, sino como la líder, la dominante, la más fuerte de los tres, pese a ser la más pequeña. Con esta decisión, precisa en el guión y contundente en su ejecución, Ducournau reestructura la figura del “macho alfa”, desplazándose hacia un territorio femenino que, como en sus otras protagonistas, es a la vez inocente y primigenia dentro de las reglas brutales de la existencia.

Lo más bello es que, aunque el tema central de la película es el SIDA, y su presencia en el cine, especialmente desde el terror o el drama social, suele generar miradas repetitivas o predecibles, Ducournau elige enfocarse en aquello que rodea a la enfermedad. Su interés está en la dificultad de despedirse, en el amor y el deseo que la atraviesan, en la eutanasia entendida no como un acto médico sino como una decisión íntima, en la ignorancia y el estigma, y en todo ese universo emocional que se transforma cuando la muerte se vuelve una sombra confusa y cercana. La directora enfatiza cómo ese cambio vital puede ser tan horroroso como la enfermedad misma. Y para confirmarlo, la protagonista ni siquiera resulta infectada, pero aun así, no queda eximida del horror.

Esto se articula con una concepción singular de las personas “infectadas”. En Alpha, los enfermos aparecen como esculturas de mármol: apolos del dolor que revelan cómo la vida se va petrificando bajo el peso de un diagnóstico, pero que también invitan a contemplar en ellos algo digno de admiración, como si fueran obras de arte vivas y complejas. Desde esta mirada, el coprotagonista Amin, interpretado por Tahar Rahim, es construido como un ser hipnótico, cuya vulnerabilidad genera una empatía equivalente a la de las demás coprotagonistas. Para Julia, Amin no es simplemente un adicto o un enfermo; es un fantasma, pero sobre todo un ángel, cuya presencia detona un despertar profundo: de conciencia, amor y perdón. Esto se manifiesta con absoluta claridad en la escena en que Alpha siente que la habitación la asfixia. A través de un diseño sonoro de tintes celestiales, Amin aparece para rescatarla de sí misma y recordarle que seguir viviendo; y, más aún, no temerle a la muerte, es un acto de belleza y valentía que debe admirarse muchas veces en los rincones más oscuros de nuestra sociedad.

Incluso la sutil diferencia entre el pasado y el presente, marcada por los tonos rojizos de la memoria, no es una decisión aislada del corazón del film, sino que nace del núcleo mismo de la trama: la dimensión mítica y metafórica de la enfermedad. Ese viento rojo que se instala en el cuerpo e impide respirar, surgido de una creencia bereber presente en los personajes, que es tan poderoso que termina coloreando las escenas, así como diferenciando visualmente el pasado del presente desaturado y grisáceo. Así, como la creencia que sostiene el miedo colectivo: la madre y el colegio entero ven en Alpha un cuerpo contaminado, casi un virus ambulante. Pero, paradójicamente, es por eso que ella puede transitar entre ambos tiempos. Alpha se convierte en la manifestación viviente de ese polvo y, al mismo tiempo, en el cuerpo donde germina toda posible curación interior.

Es por ello que Alpha no se parece a ninguna de las obras anteriores de su directora. Es, sin duda, su película más directa, emocional y narrativa; y, al mismo tiempo, la primera en la que su premisa expresiva, visual y metafórica adquiere una contundencia equivalente a la del argumento. El resultado es un relato que, aunque más tradicional en su estructura, pese a su narración fragmentada y engañosa, revela una nueva faceta de su sensibilidad y madurez creativa. Logrando evidenciar cómo el cine necesita volver a romper los límites que la contemporaneidad le ha impuesto bajo la exigencia de ser siempre “correcto”, “bueno” o, en últimas, domesticado. La película reclama el retorno de esa fuerza vital que alguna vez definió al séptimo arte: una fuerza donde no solo los discursos pulidos y los personajes ejemplares nos consuelan, sino donde la oscuridad pueda exponer, con maestría y sin temor, la oscuridad humana, aquella que también ha dado origen a muchas de las obras de arte más potentes de nuestra historia.

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