Entre las diversas facetas que Olivier Assayas ha volcado en su estimulante filmografía, el firmante de Finales de agosto, principios de septiembre (Fin août, debut septiembre, 1998) despunta como un estilizado cronista del fin de las cosas. Trascendiendo la implacable disección de la neurosis que, se diría que inevitablemente, aqueja a quienes consideran la interpretación antes una manera de vivir que un modo de ganarse el sustento, el simbolismo que toma cuerpo en Viaje a Sils Maria (Sils Maria, 2014) merced al dificultoso peregrinar de la trasnochada diva encarnada, con dolorosa verosimilitud, por una sensacional Juliette Binoche alude a los postreros estertores de un tiempo, el de Europa, a todas luces finiquitado. No parece gratuito que el otrora integrante del sacrosanto Cahiers du cinema dirija su mirada, que es la de la excepción cultural europea, a los vasos comunicantes que enlazan cine, teatro y existencia, articulando un fascinante juego de espejos entre la preparación de un personaje —que, para Maria Enders, supone ajustar cuentas con su propio pasado— y el inevitable transcurrir del tiempo, que convierte sus estériles devaneos sobre lo divino y lo humano en periclitados mohines de vieja gloria, incapaz en el fondo de aceptar el nuevo status quo al que le aboca la soberbia mercantilista de las nuevas estrellas hollywoodienses las cuales, pertrechadas en su desarmante indigencia intelectual, hacen valer su poderío macerado en dólares. Poseedora de esa serena belleza que hemos dado en llamar melancolía, su elegíaco retrato de la irreversible decadencia del faro de occidente, ensimismado en su autocomplaciente reflejo, convierte Viaje a Sils Maria en uno de los títulos fundamentales del 2015.