El convento, el fraile y su secreto
Escrita a finales del siglo XVIII por Matthew G. Lewis, El monje está considerada una de las cimas de la novela gótica. Tachada de blasfema y libertina, lo cierto es que más de dos siglos después de su publicación, sus alucinadas páginas continúan asombrando e inquietando a todos los lectores que deciden adentrarse en la tormentosa singladura de Ambrosio, un recto monje español que es tentando por el diablo. No es extraño que ante semejante material el maestro Luis Buñuel, con la colaboración de su fiel guionista Jean-Claude Carrière, tratara de sacar adelante una adaptación durante la década de los sesenta. Abandonada por problemas de financiación, el libreto redactado sería retomado años después por el oscuro Ado Kyrou, cineasta de origen griego de exigua y desconocida trayectoria, que sumaría a su tosca traslación un insólito reparto internacional encabezado por el siempre mediocre Franco Nero, a todas luces incapaz de capturar los matices del personaje. Así, obviando la endeble y académica segunda versión de la obra firmada por Francisco Lara Palop en 1990, con Paul McGann, Sophie Ward y Aitana Sánchez Gijón, el nuevo film de Dominik Moll, el autor de la inquietante Harry, un amigo que os quiere (Harry, un ami qui vous vent du bien, 2000), se presenta como el nuevo intento por parte de un cineasta de capturar el sobrecogedor espíritu del texto.
Debe asumirse que no es tarea fácil la fidelidad a las páginas de Lewis sin extraviarse entre sus laberínticas subtramas, por eso Moll prefiere reducirlas, o eliminarlas, centrando buena parte del relato en la tragedia del protagonista, ofreciendo en consecuencia una suerte de esbozo o esquema del original. Esta decisión funciona en cuanto sitúa a Ambrosio, que es el personaje más apasionante, como protagonista absoluto pero también provoca cierta precipitación narrativa que anula o sintetiza en demasía fragmentos importantes. Sin ir más lejos, la tormentosa pasión erótica del monje por Antonia es despachada en unas pocas secuencias, sin duda hábiles pero insuficientes para capturar la salvaje lucha moral del inflexible religioso y así comprender del todo su proceso de destrucción espiritual que le lleva a entregar su alma al mismísimo Satán. Así mismo, la trágica desventura de la hermana Agnès se reduce a mera anécdota, acomodándose en la película casi como superviviente de un brusco recorte de la mesa de montaje. Se concluye entonces que la pieza se apoya principalmente en la labor de Vincent Cassel para construirse, quedando de alguna forma a la sombra del admirable trabajo del intérprete, y revelando sus flaquezas cada vez que trata de trascenderle. Poseedor, tal y como se ha indicado, de un atractivo picassiano, el actor se torna con su rudo físico melancólico auténtica pieza angular, capturando las múltiples contradicciones de su rol, sirviéndolo con menos agresividad, pero muchos más matices, que su predecesor italiano.
Al contrario que Kyrou, el realizador opta por una narrativa que equilibra la austeridad con una hipotética sofisticación visual que no siempre juega a favor de la propuesta, dejando de lado, eso sí, estultas intenciones alegóricas. Para construir la críptica atmósfera, Dominik Moll utiliza sobre todo elementos a priori muy básicos pero funcionales como la fría sobriedad de las paredes del monasterio o la simplicidad de objetos tan inquietantes como la máscara de Valerio que tantos secretos oculta.
A lo largo del metraje encontramos secuencias sin duda emocionantes por su desnudez expositiva frente a otras malogradas por el despliegue de una pirotecnia visual insulsa que sólo parece buscar un innecesario subrayado del conflicto, tales como el encuentro sexual entre Valerio y Ambrosio, mientras éste agoniza en el lecho. Y es que se da una singular contradicción artística. Por una parte Moll se mantiene firmemente aséptico en el cuadro psicológico (tropezando con un esquematismo mortal para los roles secundarios) y por otra parece querer compensarlo, o corregirlo, con una divagante puesta en escena. Por tanto, el resultado se revela como extraño híbrido cinematográfico y es curiosamente en dicha naturaleza, incluso caótica, donde encuentra las mayores virtudes que la sitúan como imperfecta pero singular pieza de horror, realizada parcialmente a espaldas de los vericuetos por los que transita el género durante los últimos tiempos