El ejercicio del poder (L’exercice de l’État, Pierre Schöller, 2011) es una película sorprendente. Trata sobre los avatares de un ministro en unos días complicados —desde un accidente de un autobús lleno de adolescentes hasta la posible privatización de todas las estaciones de Francia—, pero comienza con una lynchiana pesadilla en la que una mujer desnuda entra en el cuerpo de un cocodrilo. Un simbolismo esotérico que al ministro le provoca una erección mientras duerme, como la cámara se ocupa de destacar. Muchos otros símbolos y fábulas alegóricas condensadas parecen desperdigados por la película, repartidos como huevos de Pascua que el director indica, sin aspavientos. Aunque esa sólo es una de las caras que hacen especial a El ejercicio del poder. Otra es su espectacular guión, lleno de frases concisas creadas para ser citadas que, lejos de la verborrea demasiado literaria de Cosmópolis (Cosmopolis, David Cronenberg, 2012), sintetizan para la pantalla cómo se entiende la política entre quienes la practican hoy. Pero el mayor aporte de la película es, curiosamente, insistir en algo que ya sabemos: que ya no hay política. Ni siquiera se nos dice que todo es economía, porque tampoco hay economía. Sólo hay estética. La política es pura estética y se maneja abiertamente como tal —todos podemos verlo cada día en la tele, en los periódicos, en Twitter—, con el único objetivo de que quienes tienen el poder lo conserven, y de que quienes no lo tienen lo obtengan. Una escena particularmente brillante recoge al ministro soltando condolencias vacías en el lugar del accidente de autobús mientras, a su lado, su omnipresente asistente de comunicación e imagen mueve la boca diciendo las mismas palabras, al mismo tiempo. Es una ventrílocua y el político es su muñeco, su instrumento para satisfacer a las cámaras y a los periodistas. Hay algo de auténtico debate político entre jóvenes halcones que, un poco ingenuos, inconscientes de que ya está todo decidido, discuten si es mejor privatizar o subvencionar. Pero la economía es igualmente una farsa, estetizada por los medios —controlados por los que siempre se benefician— hasta conseguir disfrazarla de dogma, para convencernos de que su mecanismo es uno y no puede ponerse en duda. Para que no sea economía, sino el negocio de los que ya ganan con ella.
El problema es que, a modo de profecía autocumplida, la política y la economía acaban funcionando como nos cuentan que funcionan. Schöller retrata esa ficción creada como la realidad que mueve de verdad el mundo. La que se impone tenazmente, con una firmeza captada por el ritmo de la película, imparable, que transmite que todo está atado y bien atado. El trabajo de manipulación de la opinión pública da sus frutos, puesto que hay incluso una sensación de determinismo natural en los avatares de la crisis, los cuales desembocan, parece que inevitablemente, en unas medidas presentadas como la única posibilidad para luchar contra ellos. ¿Le suena a alguien? Descorazonador, ¿eh? Pero El ejercicio del poder abre una vía de esperanza. Sí, es cierto que el sistema está cerradísimo y que nadie, ningún individuo, puede hacer nada contra él. Esto ya nos lo contó el documental The Corporation (Mark Achbar y Jennifer Abbott, 2004), donde un CEO de corazón noble se confesaba incapaz de llevar a cabo ninguna de sus intenciones. Aquí, el ministro parece triunfar personalmente sobre el sistema en un par de ocasiones, pero sólo son espejismos: la primera vez es un triunfo efímero, que es tirado abajo pronto, porque choca con los intereses de la oligarquía que quiere privatizar; la segunda es un falso triunfo, que le supone un éxito profesional pero que es una traición a las escasas convicciones que parecía tener. Así, el circo está montado para cohibir la acción individual efectiva y, si ésta sucede, es sólo como mentira estética temporal que conviene a lo que se desea comunicar en ese justo momento, o como una concordancia —forzada: nunca beneficia al que se somete— con los intereses de los grandes poderes económicos y políticos. Vale, suceden cosas, hay cambios, no todo está predeterminado; pero esos cambios sólo afectan a las vidas individuales. Lo macro sigue su rumbo a paso de Juggernaut, mientras en lo micro —y un ministro también es micro— continúan las anécdotas de vida, muerte y sexo, sin consecuencias políticas ni económicas. ¿Dónde está la esperanza entonces? En que ese determinismo es falso. La economía no es una ciencia, por mucho que se empeñen en decirnos que un documento de Excel, correcto o no, es la piedra filosofal que lo explica y, por extensión, lo justifica todo. Las relaciones económicas son relaciones humanas. Profundamente desiguales en fuerzas y en efectos, pero en última instancia humanas. No es que se puedan cambiar las cosas, sino que el hecho de que los ministros sean humanos —hay quien dice que quizá los banqueros e inversores también— deja una rendija de luz que permite imaginar que no es imposible que cambien. O que les hagamos cambiar.
En El ejercicio del poder no aparece por ningún lado la oposición política. ¿Por qué debería? ¿Acaso piensan en ella los que tienen el poder con mayoría absoluta? Son invisibles para ellos y, por tanto, para el espectador. Pero sí aparece la oposición ciudadana. Los políticos son conscientes de que su trabajo ha perdido todo prestigio, ya nadie presume de pertenecer a un ministerio. Aun así, viven y se comportan como si nada hubiera cambiado. Como si no hubiera crisis económica ni del sistema. La crisis sólo existe como el chivo expiatorio al que culpar de su pérdida de prestigio personal y de clase, o como la excusa para mantener, incluso aumentar, su poder. Pero para los ciudadanos la crisis es más que una palabra o una situación. Es una causa directa de sufrimiento que inunda su vida de dolor y desesperanza, en el peor de los casos, o de incertidumbre, en el mejor. La gente no puede seguir como si no pasara nada, de ahí que las manifestaciones y huelgas parezcan aumentar por momentos durante la película. Afectan a la vida privada del ministro en tanto uno más, como cuando una huelga provoca la cancelación de una obra de teatro que quería ver. Pero sobre todo le cercan, le obligan a pronunciarse y a responder, en tanto político en el poder. En una secuencia, los manifestantes rodean y pintan su coche de lujo, como sucedía en Cosmópolis. La diferencia es que allí el rodeado era un empresario privado, impasible ante el espectáculo, que ni se plantea rendir cuentas a nadie, mientras que aquí es un servidor público que, de alguna manera, todavía es consciente de que, lo haga o no, es su deber contestar a los que protestan (al menos porque son potenciales votantes; todo se reduce a eso: «¿Usted vota? ¿Usted vota? ¿Usted vota?» es lo único que le interesa saber al ministro sobre una chica pobre con la que habla). Por eso se baja del coche y trata de hablar con ellos. La comunicación es imposible, como era de esperar, puesto que la gente ya no soporta más las palabras vacías y las promesas dichas sin intención de cumplirse. Hay tensión, empujones, el ministro tiene que volver corriendo al interior del coche. Schöller idea una manera magistral para enseñar en imágenes esa distancia entre político y manifestantes: el momento en el que éste huye es grabado por la cámara de un móvil, cuyo vídeo es el que pasa a mostrarse en pantalla, registrando la partida del coche de una forma nueva, que escapa a la elección de la imagen que de sí mismo quiere dar el ministro. Aunque nada parezca afectar ni hacer cambiar a los que mandan, estamos en el final de una época política y el comienzo de otra nueva que, sea cual sea el resultado, dependerá tal vez del control de la tecnología cotidiana.