Después de mayo (Après mai, Olivier Assayas, 2012) comienza con un discurso que podría ser una declaración de intenciones. En una clase, un profesor presenta a sus alumnos un texto de los Pensamientos de Blaise Pascal. Les advierte de que está escrito en un tono de otra época, ajeno al presente, pero insiste en que lo que se hizo o se dijo ayer puede ayudarnos a entender el hoy, si quitamos la paja de estilemas trasnochados. Conocer el pasado nos sirve no tanto en un sentido causal, de estudiar la historia para conectar las piezas que han conformado el presente, sino más bien como ejemplo de que algo que ya ha sucedido vuelve a suceder una y otra vez. Este arranque abre una vía clara de interpretación de la película. No en vano —nada en Assayas es en vano, aunque superficialmente lo suela aparentar—, la siguiente secuencia es una batalla de estudiantes contra policías que, como pandilleros violentos, los agreden con impunidad. ¿Cómo no temblar al ver a dos policías cualesquiera paseándose en una moto, desde la que aporrean por la espalda a todo lo que pillan, con una técnica robada a los ladrones de bolsos? Las imágenes de brutalidad se acumulan y producen una atmósfera extraña, por su ambientación fantasmagórica entre los humos de la lucha, pero radicalmente real, por su naturalismo. Es imposible no poner en paralelo esas imágenes con las actuales, a veces grabadas por nosotros mismos, que vemos cada día en las redes sociales y, si proceden de países no europeos, también en los medios. De manera parece que creciente, hoy antidisturbios de todo el mundo fanfarronean, reprimen y golpean a ciudadanos que aspiran a una democracia mejor, tapando con efectividad a los que los manifestantes consideraban responsables últimos de las injusticias. En 1971 todavía se perseguía una revolución total; en 2013 casi nos conformaríamos con un mínimo de decencia sistémica. Sin embargo, la diferencia es más que nada estética, porque ellos, como muchos de nosotros, se dolían de las mismas injusticias y sentían que era la primera vez que alguien se rebelaba así. Ahora la falta de memoria nos lanza de nuevo contra la pantalla policial, mientras la oligarquía sigue yéndose a esquiar. Después de mayo capta a la perfección la cercanía de los acontecimientos, nunca sube a las altas esferas. La violencia directa obliga a responder a la amenaza inmediata, alejando la reflexión racional y, en fin, política. Militantes y manifestantes difícilmente pueden pensar una estrategia de gran alcance mientras tienen a su amigo con la cabeza abierta, a medio metro, mientras un policía fortachón viene corriendo con el palo enhiesto.
Aunque todo lo dicho está en la película y exige pensar sobre ello, Después de mayo no es un tratado de acción política. No es un sermón dirigido a las nuevas generaciones enfadadas, para que sepan lo que se hizo mal en otra época y no se vuelvan a cometer los mismos errores. Como casi siempre en Assayas, en realidad Después de mayo es una película sobre el cine. Sobre sus potencialidades, sus tensiones internas y externas, su situación de epicentro de contradictorias relaciones entre voluntad creativa e imposiciones (modas) estéticas y comerciales. Sobre cómo puede encajar el cine en una sociedad que lo utiliza y lo respira, que piensa en su lengua sin darse cuenta, que necesita de sus imágenes pero que apenas reflexiona sobre ellas. Y, si lo hace, es a una escala humilde o minoritaria, embarullada, con escaso eco. En último término, Después de mayo trabaja sobre la verdad de las imágenes, sobre el entrelazamiento de esa verdad con quienes la producen y consumen. ¿Cuál es su relación con la realidad, de la que se nutre y a la que fecunda, cambiándola más de lo que la realidad puede cambiar al cine? Algunos de los personajes quieren un arte nuevo, que rompa con lo que consideran que son formas burguesas. Creen que sólo la revolución cultural traerá la revolución política. Pero ni siquiera pueden revolucionar sus relaciones interpersonales más allá de la mera liberación sexual. Como nosotros aún hoy, son los continuadores de la tradición romántica, pasional e irracional, tan hedonista como sufriente ante el dolor ajeno, individualista aunque su aspiración principal sea encontrar a otra persona con la que realizar el ideal amoroso ajeno a toda norma. Sin embargo, la norma es precisamente todo eso. Las formas en que los personajes de la película entienden y practican las relaciones de pareja, el amor romántico, surgen directamente de dos fuentes. Por una parte, de las costumbres sociales arraigadas: no pueden escapar a un cierto reparto machista de los roles, por ejemplo. Por otro lado, en el que incide Después de mayo, copian la representación de los sentimientos amorosos presentada en novelas y, sobre todo, películas. Niegan hacerlo, defienden con palabras ampulosas y vacías la revolución cultural y sexual y, sin embargo, sus vivencias son una pura contradicción de la que apenas son conscientes.
Una fabulosa secuencia es muy representativa de la incapacidad de salir de los tópicos de la ficción, que aplicamos en nuestra vida constantemente. Sucede en un paraje precioso, en mitad del campo, después de un sexo que un fundido en negro nos ha llevado a intuir que ha sido tierno y tranquilo, sin culpa, moderno. Laure, la chica de Gilles, el protagonista, le dice que se va una temporada a Londres. No lloran ni montan un numerito, lo aceptan con naturalidad y aplomo, muy metidos en su papel de renovadores de la estructura social. Pero Laure es por completo un personaje de folletín. Cuando Gilles se ofrece a acompañarla a la estación, ella se lo impide, porque (tocaba la frasecita) las despedidas son demasiado tristes y no quiere que vea cómo se va mientras él se queda. Inmediatamente después, Laure se va y él se queda. La contradicción no puede ser más clara, mostrando que es imposible hacer una revolución emocional profunda, escapar de los roles que nos ha adjudicado una industria cultural que revive una y otra vez el romanticismo más políticamente inofensivo. Ella no sólo deja que Gilles vea cómo se va después de decir que no quería que pasara, sino que lo hace de golpe, corriendo por el bosque, ante una cámara que sube con una grúa al tiempo que ella se aleja. Assayas es consciente de lo tópico del recurso que está utilizando, por eso tiene la delicadeza de no completarlo poniendo una música melodrámatica. Al negarse a hacerlo —o, más bien, a terminarlo; es tarde para echarse atrás porque le había salido naturalmente— realiza un acto consciente de rebelión, pone en evidencia que la vida no es una peliculita romántica, pese a que nos empeñemos en comportarnos como si lo fuera. Esto podría entenderse como un ataque a la inanidad e incoherencia de la subversión política de la clase media pero, más bien, es una jugada maestra de (auto)crítica cultural.
Assayas retoma explícitamente el viejo debate de nuevos lenguajes fílmicos como herramienta de cambio social versus la sintaxis hollywoodiense de siempre, en los mismos términos a lo Groupe Dziga Vertov en que se discutió en la época retratada. Sin embargo, el enfoque de Después de mayo no es político, sino antropológico. En esa clave habría que reinterpretar la advertencia inicial del profesor: todo se repite porque es como funcionamos dentro de nuestro mundo, como individuos en sociedad. La biografía de Gilles progresa siguiendo esquemas reconocibles, a los que se va ajustando el ritmo y el tono de la película, que parece ir aprendiendo de sí misma, haciéndose adulta ante nuestros ojos. Más que un comentario de las superestructuras de poder y dominio —que también: la industria cultural como conformadora de nuestros modos de pensamiento, sentimiento y acción—, Después de mayo es un registro de costumbres. Las propias de las clases medias occidentales post-modernas. En la pantalla aparecen, una y otra vez, personas haciendo lo mismo dentro de su grupo. Todos fuman ostensivamente como signo de reconocimiento entre pares. En el tranvía, Gilles lee y a su espalda los demás pasajeros también lo hacen. Se actúa siguiendo patrones antropológicos de cada momento y lugar. Como en nuestro comportamiento diario, tan demócrata, en ningún momento de la película hay auténtico debate. De la misma manera que los personajes hacen cosas automáticamente, cada cual ha decidido por adelantado su posición sobre un tema, que coincide con la opinión mayoritaria de su tribu. Por eso, Assayas recoge desde fuera el debate entre argumentos sobre las posibilidades políticas del cine, negándole toda racionalidad y situándolo como una muestra más de pensamiento ideológico. No lo toma más en serio que cualquier otra cosa que los personajes dicen o hacen. La única manera lícita de reflexionar sobre ello es aparcando la palabra y hacerlo con el propio cine, en su propia lengua, desde el propio momento histórico. El final de Después de mayo, como el de Demonlover (2002) o el de Irma Vep (1996), halla la respuesta, la revelación, en imágenes dentro de las imágenes.
Me ha parecido una crítica demasiado ombliguista. Ni una mención a la banda sonora (currada a conciencia por el propio Assayas), al contenido evidentemente autobiográfico de la historia (Assayas es autor del guión), a la puesta en escena, al contexto histórico en el que se enmarca… Una crítica interesante pero unidimensional, que solo atiende al discurso cinematográfico.