Atracción por el antihéroe: la perfecta unión entre el imaginario de Matheson y el ojo de Miller
Seres inteligentes que se divierten haciendo daño. Seres perversos que atentan contra las personas, minando su credibilidad de cara a ridiculizarles frente a otros, e incluso a hacerles dudar de sí mismos…
La criatura de Pesadilla a veinte mil pies: ¿imaginación, delirio o realidad?
En el cuento original de Richard Matheson hay una alusión que seguro no pasa desapercibida. Primero, porque quizá fue el verdadero motivo por el que tuvo la idea de este genial relato Pesadilla a veinte mil pies, publicado en 1962. Segundo, porque ¿la casualidad? hizo que la segunda adaptación de este cuento para la ahora gran pantalla, de la mano del mismo Matheson (en la que, por cierto, curiosamente se elimina esta referencia directa), se incluyese en un film en el que Dante y Spielberg tenían mucho que decir….
“De pronto, a Wilson le vino a la cabeza la guerra: los artículos periodísticos que hablaban de la supuesta existencia de criaturas en el cielo que atormentaban a los pilotos aliados, Recordó que los llamaban gremlins. ¿De veras existía esa clase de seres? ¿De veras vivían allí arriba, sin caer jamás, cabalgando sobre el viento, con apariencia de seres con peso y volumen, y sin embargo inmunes a la gravedad?”
Profundicemos un poco en esta historia: la alusión a gremlins en la aviación se remonta a inicios del siglo XX. Nadie creía a los pilotos de guerra. Sus argumentos (normalmente consecuencia de un error en sus maniobras) fueron clasificados como alto secreto durante años, pero acabaron incluso considerándose útiles para utilizarlos como propaganda de la Royal Naval Air Service (RNAS), con advertencias al cuidado de los aviones y la indumentaria de los pilotos para no ser “atacados” por estas criaturas. El gremlin era el escudo de los problemas en el avión de pilotos noveles, pero también el de veteranos. ¿Eran alucinaciones debidas a la altura, o…?
Matheson recurre a esta idea y nos entrega lo que podría ser el beneficio de la duda, pero no sin tratar a su comerciante del relato como “de tendencias suicidas”, o de especificar que acaba de sufrir una crisis nerviosa también en un avión (que le ha llevado al psiquiátrico durante seis meses) en su adaptación para la pequeña pantalla en 1963, o de mostrarle como histérico claustrofóbico fuera de sus cabales en el cuarto segmento de En los límites de la realidad: la película (Twilight Zone: The Movie, 1983).
“Wilson experimentó el placer de la diversión (…). Se demostraría tan pronto como revisasen el motor y le examinaran mejor la herida. Entonces se darían cuenta de que les había salvado a todos”.
Y es que aunque Robert Wilson —John Valentine en En los límites de la realidad (1983)—, nuestro protagonista, es el único que es capaz de ver al “hombre” que atenta contra el motor del avión en el que viaja… la duda está, tal y como abiertamente se plantea en las adaptaciones fílmicas.
Si no pudieron llegar a probarse las ¿invenciones? de los pilotos… ¿por qué no homenajearles, sin acabarse de posicionar a favor o en contra de ellos? ¿Por qué no creer la fantasía?
La propuesta de Donner vs. la de Miller
En el capítulo de La dimensión desconocida (The Twilight Zone) de 1963 (temporada 5, episodio 3), el por entonces menos conocido Richard Donner (director hasta el momento sólo de capítulos de series televisivas) opta por presentar al protagonista como un hombre de clase media-alta aparentemente seguro de sí mismo y con el porte y maneras del que sabe mantener los problemas bajo control. A tal efecto, Matheson incluye en su guion a la esposa de Wilson, apareciendo la pareja protagonista como la típica con la que el espectador medio de la época va a poder sentirse identificado. Poniendo en escena a poco más que a la azafata que les atiende y al piloto, el metraje se sustenta básicamente de planos medios de la pareja y sobre todo en primeros planos de un protagonista que se adentra en su propia desesperación mostrando básicamente pequeños y leves cambios en su expresión facial, hasta el grito final, cuando lucha contra el gremlin (un William Shatner pre Star Trek que maneja perfectamente el equilibrio entre la cordura y el miedo a lo que está viendo). De esta forma mantiene al espectador en todo momento centrado, pero ajeno al protagonista. Somos incapaces de empatizar con él, porque nos exponemos a la propuesta como los otros personajes: observamos la evolución del hombre, sus propios miedos (“¿parezco un loco?”), cruzamos los datos con la información de su reciente pasado, y emitimos un veredicto que no va a variar ni con la imagen final del motor destrozado. “Puede haber sido cualquier cosa”, pensamos. No en vano se escucha de fondo ese “es la forma de cometer suicidio más rara que he visto” (aunque en el episodio no se haya hecho alusión alguna a esta posibilidad), y podemos considerarlo un comentario lógico, dentro de nuestras creencias, vivencias, y razonamientos racionales.
Pero veinte años después, con Matheson mucho más experimentado y con mayores posibilidades técnicas en el séptimo arte, la oportunidad que Steven Spielberg brinda a un George Miller con únicamente tres cortos y dos largometrajes en su haber (Mad Max y Mad Max 2, eso sí) convierte a Pesadilla a veinte mil pies en un relato de actualidad digno de ser recuperado en este homenaje a la mítica serie (y que, gracias a él, volvió a emitirse de 1985 a 1989).
La crítica del momento ensalzó el segmento de Miller como el mejor de todo el film, muy por encima de los otros, aduciendo a que devolvía la tensión, aderezada con buena parte de comicidad, de la serie original. Matheson decidió centrar la locura del protagonista en una enfermedad mucho más común, la claustrofobia y el miedo a volar. Cambió tanto al personaje que incluso decidió identificarle con nombre. El gremlin pasó a parecerse más a un grinch, y Miller…. Miller encontró en Valentine a otro héroe incomprendido: el antihéroe temido por todos pero que atrae todas las miradas, incluso las lujuriosas, no hace falta que sea apocalíptico. Puede ser un nerd, un escritor de libros de texto sobre ordenadores. Un hombre del futuro, visionario incomprendido. ¿Nos suena?
Pero, por encima de todo, el gran acierto de este pasaje es involucrar a los pasajeros, tan variopintos en sus descripciones como en sus reacciones. Tan representativos del momento actual en su conjunto que, avance como avance el metraje, seguro que obtiene nuestra implicación, nuestra propia identificación. Porque un antihéroe no puede ser tal si no tiene su público a su favor.
Cámara subjetiva para sentirnos el agobiado Valentine, que habla con la azafata, o mira a la impertinente niña que le saca fotos polaroid continuamente (recuperando así la idea que aparecía en el relato de poder hacer una foto al “hombre”). Cámara en mano en continuo movimiento, al son del traqueteo del avión, que hábilmente se olvida de centrarse exclusivamente en el protagonista, precisamente para retratar a la micro-sociedad que le rodea: la maldad encarnada en una niña ventrílocua de unos ocho años; el enorme policía de incógnito que desconfía de todos; la pareja de ancianos en chándal que meten las narices en cualquier situación que les aporte algo de qué hablar; las azafatas que sonríen pero que murmuran en cuanto no están en primera línea de servicio; la pareja de enamorados ajena a la histeria del hombre que dice que hay alguien en el ala del avión… estereotipos tan graciosos como perturbadores. La realidad que nos rodea (y a la que pertenecemos), encerrada a veinte mil pies de altura.
Miller aprovecha la potencia de los zoom out para aportar más confusión al relato, además de unos encuadres que se antojan extraños desde la primera toma (al salir del baño, tras el cenital, mantiene la cámara a la altura de la cintura de Valentine y las azafatas que le acompañan a su asiento, como si estuviese dirigida a la vista que nosotros, otros pasajeros del avión, tenemos desde nuestro propio asiento). Por otro lado, ese casi continuo movimiento de la imagen le permite acelerar la tensión a medida que se adentra en la locura del protagonista, potenciada por la actuación de sus compañeros de vuelo con el barrido de la cámara a lo largo del avión y de las escenas que se suceden. La decisión (cambio en el guion) de que “el grinch” no le hiera, sino que le embadurne la cara con el líquido de su cuerpo y se ría de él moviendo en negación su dedo índice antes de salir volando es sólo otra forma de no posicionarse con el cierre del capítulo y los destrozos encontrados por los chicos de mantenimiento (“chicos, ¿qué pasó allá arriba?”), gracias a una cámara sigue moviéndose caprichosa esta vez desde la punta más exterior del ala mientras los comentarios con cada vez más incisivos.
Esa resolución, además, se potencia por una banda sonora formada por el siempre competente Jerry Goldsmith, y por encima de todo por la edición del novel, en aquella época, Howard E. Smith. Los pocos cortes, centrados hacia el final del relato para exponenciar el caos que está creando el protagonista a su alrededor (ese proyector que salta y se enciende alocado cuando se abre la ventanilla por los disparos de Valentine), nos suman en un divertido delirio que se alarga hasta el trayecto de la ambulancia final, en el que se presenta al protagonista como totalmente desquiciado (con una evolución menos progresiva que la de Shatner pero mucho más expresiva y enloquecedora que arrancó elogios para un John Lithgow que exageró sus reacciones debido a la falta de conciencia de los efectos especiales finales y que resultó ser uno de los mejores aliados de su interpretación) y que cierra el film con un guiño a su historia inicial.
El cuarto segmento de En los límites de la realidad otorgó a Miller la consolidación del respeto de la industria estadounidense, aunque, fiel a su decisión de mantener una carrera tranquila, coherente con sus ideales, no le llevó a entrar como director de un film con capital enteramente estadounidense hasta 1987, con la infravalorada Las brujas de Eastwick (The Witches of Eastwick).