El cine italiano ha mostrado desde hace tiempo una fructífera tendencia a explorar los ambientes rurales en la que destacaron realizadores como Vittorio de Seta, el Ermanno Olmi de El árbol de los zuecos o Franco Piavoli, y que de alguna manera han recogido y renovado autores contemporáneos como Alice Rohrwacher, Alessandro Comodin o el propio Michelangelo Frammartino. Estos últimos aplican una óptica neorruralista en la que reflejan mundos ya prácticamente desaparecidos. Es una fascinación por los paraísos perdidos, por universos en realidad fantasmales, que a menudo propicia una deriva hacia lo mágico. Con tres largometrajes en su haber, Frammartino es de hecho quien más claramente encaja en esta línea temática, en su obsesión por registrar los ritmos del paese, que siempre tienen algo de crepuscular e incluso fúnebre. Y ahora, una década después de adquirir notoriedad en el panorama festivalero con Le quattro volte, nos ofrece otra pieza de orfebrería cuidadosamente macerada. Es una obra de incluso mayor mimo estético que incide en su gusto por el plano largo para construir una narrativa puramente visual a base de acción contemplativa en la que renuncia al uso de diálogos relevantes, tratando así de capturar la esencia espiritual del entorno rural que retrata.
La película nos sitúa a principios de los años 60, cuando una partida de espeleólogos piamonteses realiza la exploración de una gruta en Calabria. Es un acto pionero, como nos informan los rótulos iniciales, la primera vez que una expedición del género se aventura en latitudes tan meridionales de Italia. Vienen de ese otro mundo simbolizado por la Torre Pirelli de Milán, emblema del desarrollismo, que muestra la televisión a los lugareños en la apertura del film. Por eso su llegada no deja de representar una suerte de profanación por parte de la modernidad de un espacio tradicional, sintetizado en el rostro cincelado de arrugas de un veterano pastor, quien somatiza en su cuerpo la transgresión. Quizás la posible simpleza de esta alegoría entre la enfermedad y la crisis de la sociedad rural sea lo más discutible de la propuesta de Frammartino, pero sirve para modelar el pathos de la película y guarda una innegable lógica con la obra y la circunstancia personal del propio realizador, él mismo milanés de familia calabresa. De hecho, en todos sus films recurre a la figura del viejo y cansado lugareño meridional en el ocaso de su vida, un arquetipo que podría ser visto como trasunto de su padre o de su herencia familiar.
Il buco plantea un juego de oposición y contrastes entre ambos universos, entre una tradición ritual en la que tiene cabida el misterio y una modernidad más prosaica y científica, explotada brillantemente en su primera parte. Como ese plano de los espeleólogos en el umbral de la sacristía que continúa en panorámica hasta descubrirnos a los feligreses en plena liturgia. Poco después vemos otro plano de estos forasteros durmiendo al lado de un Cristo yaciente, un gesto desacralizador que en buena medida anula el misterio religioso, y el montaje nos muestra en paralelo al pueblo reunido alrededor de la televisión, como si fuera otra liturgia y, en tanto en cuanto les enseña un mundo que les es ajeno, se erige en otra posible fuente de misterio para ellos. En ambos casos son grupos humanos alrededor de elementos más o menos ajenos a los mismos y marcadamente contrastados a su naturaleza, y en esa interacción se modifica de alguna manera la consideración de dichos elementos (desacralizando y, quizás, mistificando). También cambia la naturaleza utilitaria de los cascos con linterna de los espeleólogos según los utilicen ellos o cuando caen presa de los niños del pueblo, que los transforman en elementos lúdicos, como revela ese maravilloso plano del pueblo al anochecer de cuyas calles emanan anárquicos haces de luces.
El mencionado corte de la Torre Pirelli, en el que un presentador comenta su propia labor informativa según muestra el edificio, sugiere que la mirada transforma la naturaleza de lo observado, lo vuelve más definido y formalizado. Es un proceso que rima con la labor de los espeleólogos, y el rascacielos no deja de ser un contrapunto orográfico de la sima que éstos exploran en la segunda parte del film. De esta manera, el proceso de cartografía de la gruta representa un despojamiento de su misterio, de esa hondura aparentemente insondable y contenido ignoto, como nos sugiere ese espectacular plano en el que unas hojas de revista prendidas iluminan durante su caída la oscura e interminable profundidad cavernosa. De hecho, la luz que proyectan las linternas de los cascos sobre la exacerbada oscuridad del lugar —Frammartino se confesó obsesionado con lograr el máximo grado posible de negrura— viene a ser como una herida en la imagen, una transgresión del lugar, y la mirada de estos exploradores se convierte así en un acto que revela formas y contenido, y que además va construyendo la propia puesta en escena de la película. Y una vez que la exploración se culmina, que la cartografía se completa, significa la muerte del misterio, y anuncia por extensión la muerte del medio rural.
No por recurrir a elementos fácilmente vistosos, como el mencionado contraste de la luz proyectada sobre la negrura subterránea, deja de ser una obra deslumbrante en lo visual. El uso de los grandes planos generales revela un exquisito trabajo de composición e iluminación, a menudo pictórico, pero nunca gratuito. Por ejemplo, la llegada a la estación ferroviaria del equipo, en un espléndido plano de ocaso que alcanza a mostrarnos un faro encendido, viene seguida por otro plano desde las estribaciones montañosas en el que también vemos el mismo faro a lo lejos, pero ahora desde el punto de vista del pastor, erigiéndose en una suerte de contraplano que establece la conexión geográfica y también la oposición entre ambos mundos, mientras la preciosista iluminación del crepúsculo es necesaria para que veamos tanto el haz de luz del faro como los restantes elementos de la escena. Igualmente, la llegada del autobús que les transporta al «agujero» viene recogida en un espectacular plano paisajístico, que también podemos pensar que asume el punto de vista del pastor, y en el cual el vehículo se adentra como una miniatura entre el ganado que pasta en un idílico valle, violentándolo sutilmente. Mientras tanto, el discurrir de las nubes va cambiando la iluminación del lugar, estableciendo un diálogo con el propio contenido de la escena, ya que ambas acciones, de los intrusos y de las nubes, modifican aquello con lo que interaccionan. Otro ejemplo es el iluminador match-cut entre la linterna de uno de los espeleólogos proyectada cenitalmente sobre el estanque de la gruta y la que utiliza el médico sobre los ojos del pastor enfermo, estableciendo la inequívoca relación entre la exploración y la enfermedad. También es muy atractivo estéticamente el plano de la portada de una revista tirada a medio quemar en el suelo de la gruta y que refleja la victoria de Kennedy en las elecciones presidenciales, pero además fija temporalmente el film haciendo que los ecos del gran mundo contemporáneo penetren en un espacio hasta el momento inexplorado, al tiempo que muestra su propio carácter de residuo inherente a la profanación.
En realidad es una obra de planteamiento relativamente sencillo, casi cartesiano en su trabajo sobre conexiones, contrastes y oposiciones, que nos revela un movimiento crepuscular en entornos tradicionales condenados a terminarse. Es como si asistiéramos a la creación de un espacio fantasmal, mientras el cierre sugiere la pervivencia de un espíritu mítico de carácter ya atemporal.