Como analizaba el mejor crítico del cine de Thomas Anderson en nuestro país, José Francisco Montero, Licorice Pizza es «… una película animada por un movimiento continuo». Esto abarca los «movimientos regresivos»: el viaje a los primeros años setenta, la protagonista «atrapada» en un mundo adolescente, el recorrido por los anteriores filmes de Anderson y la estructura de la historia, que concluye como si los protagonistas «…acabaran de conocerse, o como si, después de haberse conocido y vivido numerosas experiencias, sólo ahora se reconocieran». Licorice Pizza termina como empieza. Así, no sabemos si en el film discurren varios años o un solo verano y, de hecho, por momentos dudamos de la realidad de lo sucedido. Como ejemplos de esa vacilación entre representación, realidad y sueño, Montero señala todo el tramo con Jack Holden [1], así como el personaje de Jon Peters. Los encuentros de los protagonistas con una leyenda de Hollywood (Holden) y con el deleznable Peters ya suponen ideas argumentales con un toque «irreal». La mirada «desmitificadora» hacia estos sosías enlaza con la evolución de la protagonista, que asiste a las puestas en escena pueriles y veleidosas de estos hombres a priori más maduros que Gary. En su análisis de Licorice Pizza, Montero define así la historia, que es la de tantas comedias: «No es otra sino la de cómo sus protagonistas persiguen ver claro, evitando los espejismos de las apariencias, pero sobre todo ver más allá de ellas, de sus engañosos reflejos».
La escena con Holden en el restaurante y la primera con Peters adolecen de una (contra)planificación algo rutinaria. No obstante, esto encaja con lo que apuntaba: aquí Hollywood no está romantizado ni adquiere un carácter mítico, como en (las notables) Érase una vez… en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, Quentin Tarantino, 2019) [2] y La ciudad de las estrellas (La La Land) (La La Land, 2016) y la reciente Babylon (2022), de Damien Chazelle. Armond White, a quien no le disgusta Licorice Pizza, habla de su «antibelleza», «antiestética», «arrogancia indie» y «cinismo». Las palabras de White tienen sentido: el film valora lo pequeño y común y relativiza lo excepcional, que siempre se revela más insignificante que el amor entre los protagonistas. La historia de desarrollo curvilíneo, de saltos y elipsis, de porciones de vida, es conducida por esa relación de tira y afloja, distintiva de Anderson, entre los personajes. Montero indica que en el cine de Anderson la búsqueda de la armonía es constante, pero más como «deseo poderosísimo pero inalcanzable»: «se conjuga la remisión a cierto clasicismo —y cierto posclasicismo— y su imposibilidad, una que aboca a sus películas, sobre todo en su última etapa, a una radicalidad formal, a una audacia, a un grado de tensión, extraordinariamente fértiles». En El cine y la imaginación romántica, Frank D. McConnell exponía: «Aunque también pueda ser otras cosas, el cine es una reproducción de la vida (…) Aunque realmente no haya nadie en la pantalla, también es cierto que la gente es más real allí que la mayoría de nosotros en nuestras vidas cotidianas. Esta paradoja existencial de la presencia fílmica es un permanente escándalo para las teorías formalistas del arte, teorías que pretenden discutir la obra de arte como si se tratase de un objeto elegante y proporcionado, que sólo tuviera una relación tangencial con nuestras vidas desordenadas» [3].
[1] Durante años, William Holden entregaba mensajes a líderes extranjeros en sus viajes. El psicólogo que trató el alcoholismo de Holden creía que la obligación de esconder aquellos secretos y recuerdos dolorosos (la decapitación de dos líderes africanos que conocía, tal como se cita en el film) contribuían a los problemas del actor. A lo largo de sus últimos años, Holden llevaba una pistola para sentirse seguro por la ciudad; por lo visto, en realidad siempre llevaba el arma en sus apariciones en público.
[2] El hálito homérico del film de Tarantino irriga no sólo aspectos generales (el personaje de Brad Pitt y las pruebas «míticas» que va superando), sino detalles escenográficos (distinguimos un cuadro de J. W. Waterhouse) y argumentales que recuerdan a La odisea: el final, afín a la muerte de Melantio, cortado en pedazos y a quien se comen los perros —Euriclea hace fuego para limpiar el patio—; la seducción de Pussycat, cual Circe o Calipso…
[3] Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 1977, pág. 202.