Cuando se anunció que la próxima serie de Mike Flanagan (La maldición de Hill House, Misa de medianoche, Oculus, Doctor sueño…) para Netflix llevaría por título La caída de la casa Usher mi reacción natural fue de escepticismo, a pesar de que me gustan mucho las obras citadas. ¿Qué necesidad había de hacer una miniserie basada en una historia corta de Edgar Allan Poe, que además, como tantas otras, ya gozaba de una excelente adaptación a cargo de Roger Corman, una que en concreto no llegaba a la hora y media? Al hacerse públicos los títulos de los capítulos poco antes del estreno, todos ellos (excepto el primero, una referencia al comienzo de El cuervo, quizá el poema más famoso de Poe) se titulaban como historias cortas del bostoniano y la cosa parecía cobrar algo más de sentido. ¿Quizá se trataría de una antología con una accesoria trama global en una especie de actualización del ciclo de películas que Corman realizó en los 60?¿Mientras Roderick Usher y su hermana Madeline pasan sus días en la cochambrosa mansión leen cuentos de terror para matar el aburrimiento? Finalmente la serie se estrenó y pudimos salir de dudas. El resultado, desde luego, es mucho más ambicioso de lo que se pudiera presumir. La caída de la casa Usher es la historia de un ascenso y un ocaso, el de la familia Usher, el de Roderick, el de su hermana Madeline, y el de toda la estirpe del primero. Este Roderick también tiene una enfermedad y, también como en el cuento, recibe una visita (la del fiscal Dupin; hay tal multiplicidad de referencias a la obra de Poe que por supuesto hay cabida para las menos sutiles). La reunión entre Usher y Dupin será el hilo conductor de toda la serie, reunión intersecada por continuos flashbacks donde Roderick le irá contando cómo han muerto sus seis hijos (todos en circunstancias diferentes durante los últimos días), algo que a Dupin probablemente le traería sin cuidado más allá de la natural curiosidad humana (aquella que mató al gato —aunque aquí lo mate, o crea hacerlo, tanto da, Leo Usher bajo el influjo de la droga—) pero Usher también le ha prometido que le dará evidencias para poder trincarle por los 73 cargos por los que misteriosamente nunca ha sido inculpado durante toda una vida de crímenes velados en nombre de la ciencia y de la acumulación obscena de capital y poder, con la única condición de que escuche hasta el final toda la historia.
La mayor ambición del relato de Flanagan es la de abordar la compleja tarea de trasladar a la época actual el universo narrativo de un autor de la primera mitad del siglo XIX. Y diría que sale con éxito del trance elaborando una trama que coincide en el aspecto exterior con un famoso serial melodramático de HBO basado en otra familia, Succession y sus protagonistas, los Roy (una de las escenas iniciales con Roderick saliendo del juzgado bajo la atenta mirada de la prensa, música incluida, nos remite a esta casi de forma explícita), como una suerte de giro de tuerca macabro de aquella y cuyos únicos rasgos decimonónicos son algunas citas literales a poemas y relatos del autor de El entierro prematuro que va desperdigando Roderick en medio de su interminable parlamento, y también tal vez la decoración de la casa de la infancia de Usher. Si en la serie de Jesse Armstrong parte del interés dramático recaía en saber quién heredaría el imperio de las telecomunicaciones forjado por el cabeza de la familia, Logan Roy, en La caída de la casa Usher este se halla principalmente en descubrir cómo ha llegado a las manos de Roderick (y Madeline) esa mastodóntica empresa farmacéutica y (sobre todo) qué (y por qué) ha sucedido para que, a pesar de la amplia descendencia de Roderick lo más probable es que se quede sin nadie que pueda heredarla.
El grueso de la narración, tras un breve prólogo incluido en el primer capítulo que nos sitúa en 1953, en plena infancia de los hermanos Usher, y algo de transición hasta el punto clave de su historia familiar, se divide en tres momentos temporales principales: el entorno de la nochevieja de 1979, claramente un antes y un después en el destino de la familia, aunque no se sepa exactamente por qué es así hasta el desenlace; la citada reunión entre Roderick y Dupin en una vieja casa propiedad de la familia (a pesar de que para cualquiera que conozca la obra de Poe el destino de dicha morada sea evidente, la casa del título debería entenderse metafóricamente como si nos refiriesemos a la familia en sí: tipo Juego de Tronos cuando hablamos de la casa Targaryen, por ejemplo); y los días inmediatamente anteriores, en los que la descendencia de Roderick ha ido menguando hasta convertirse en aquello que los matemáticos denominamos el conjunto vacío.
La forma de incrustar las referencias es muy variada, pero sin duda la principal y de mayor peso son los relatos que adaptan cada uno de los capítulos, de una forma muy particular, por supuesto. En algunos hay más similitud con la obra original (salvando elegantemente los dos siglos de distancia) y están más integrados con la trama (caso de La máscara de la muerte roja, El gato negro o, muy particularmente, El corazón delator) y en otros (como El pozo y el péndulo o Los crímenes de la calle Morgue) la relación con el argumento es más que discreta y su inclusión a la hora de mostrar las cruentas muertes de los protagonistas es innegablemente forzada aunque no por ello menos disfrutable. Merece una mención aparte el capítulo El escarabajo de oro, donde el insecto es meramente un accesorio y la principal referencia a la obra de Poe es la narración de Arthur Gordon Pym, pues así se llama el abogado/hombre para todo de Roderick, que vivió en primera persona unas peripecias similares a las que acontecen en la única novela de Poe y que se cuentan, pero no se muestran, acrecentando el misterio y la leyenda en torno a un personaje que fácilmente daría material para un spin-off. Algo parecido ocurre con el último capítulo, El cuervo, donde el cuento verdaderamente traído a colación es otro, que cualquiera familiarizado con la obra de Poe podrá imaginar fácilmente si ha atendido a varios detalles diseminados por los capítulos previos, incluido el musical comienzo de la serie. El resto de referencias son meros guiños con nombres de personajes, citas literales e incluso alusiones a eventos particulares de la vida del escritor con más interés entomológico que narrativo. Particularmente me hace mucha gracia el «Toby, damn it!» (¡maldita sea, Toby!, o, más libremente, ¡coño, Toby!) (y que al gritarlo suena igual que Toby Dammit, protagonista del cuento Nunca apuestes tu cabeza al diablo) que lanza Camille a uno de sus asistentes cada vez que la cabrea, algo que sucede con relativa frecuencia. Sin olvidar las autocitas (el espejo de Oculus que aparece en todas las obras de Flanagan posteriores a aquella, Lenore poniéndole a su madre El juego de Gerald en Netflix tras el visionado de El pozo y el péndulo de Corman).
En La caída de la casa Usher Flanagan se aparta del existencialismo y las largas divagaciones teológicas y filosóficas que alejaron a muchos de su excelente Misa de medianoche y se centra más en el terror aunque por supuesto haya cabida para todo tipo de reflexiones (al fin y al cabo sigue siendo un trabajo de Flanagan) más ligeras pero no por ello menos interesantes o actuales que aquellas que atormentaban a los personajes de Crockett Island. La capacidad de los medios de comunicación de transformar la muerte en audiencia y beneficio; la perversión de los algoritmos al servicio del capitalismo, y también la de la propia humanidad en pos del interés propio; el paso del tiempo ligado a la distorsión de la memoria o algo tan obvio como que nuestros actos tienen consecuencias, aunque luego no queramos acordarnos; adicciones, obsesiones y otros temas universales como la lealtad, los celos o la venganza…
El diseño de producción, como en todo lo que hace Flanagan, está cuidado al máximo nivel de detalle, con escenarios construidos específicamente para la serie y adaptados para cada una de las épocas o la curiosa idea de asignar colores a cada personaje (algo que se deja intuir desde el bombardeo de planos que abre el primer capítulo), ejecutada con el suficiente cuidado como para no convertir nuestras pantallas en un desfile cromático sin sentido. Poco me importan feos detalles como que en un momento dado se intente justificar innecesariamente la hiperbólica omnisciencia de la narrativa de Roderick (ya sabemos que ve a los fantasmas de sus hijos) mientras me siga entregando tanta droga dura, y no me refiero a la belleza de algunos planos, sus simetrías, sus composiciones y encuadres (incluso en los capítulos dirigidos por el director de fotografía Michael Fimognari, que se los reparte con Flanagan, cuatro para cada uno), el progresivo recrudecimiento de las apariciones fantasmales, más agresivas a medida que avanza la serie, o esa forma de acabar la mayoría de los episodios con la muerte de uno de los personajes seguida por la aparición del título como una pesada losa. No me resisto a hacer un listado con una pequeña selección de grandes momentos de una serie que he disfrutado más de lo que hubiera podido imaginar inicialmente, incluso con altas expectativas una vez me convencí de que la cosa iba a ir más allá de adaptar el cuento que le da título.
- El no por esperado menos espectacular desenlace del segundo capítulo, que lo mismo remite a la peli de Corman que a Carrie o Hellraiser (en general sobresaliente el diseño de los cadáveres y sus fantasmas).
- Las alucinaciones que la falta de sueño provoca en Tamerlane, concretamente la que sufre en medio de su gran presentación donde Juno, la actual esposa de su padre se lleva la peor parte, pero también aquella en que cree rebajar el tono de la discusión con un esposo que hace tiempo que se ha pirado dejando las llaves en la mesa. Una vez focalizadas, son la brutal constatación de que algo no está funcionando bien en su cabeza.
- Juno contando a Lenore con (casi) todo detalle cómo conoció a su abuelo, porque ocho horas dan incluso para encajar algún chiste.
- El bello montaje con insertos de los objetos fetiche de cada uno de los personajes mientras Roderick recita, forzadamente, claro, el poema Los espíritus de los muertos en su totalidad.
- La terrorífica aparición de Madeline en el último episodio. Una espera que definitivamente merece la pena.
Estoy convencido de que si alguien puede adaptar La Torre oscura de Stephen King sin avergonzarse del resultado (y sin que nosotros nos arrepintamos de haber invertido tiempo en su visionado) ese va a ser Mike Flanagan. Así pues, esperemos, y crucemos los dedos.