Cuento de otoño
Comentó Esteve Riambau en su presentación de Fallen Leaves en la Filmoteca de Catalunya que era «Kaurismäki en vena». Quizás no haya otra mejor definición de la película. La última obra (la última por ahora, ojalá haya más a pesar de la persistente sensación testamentaria que nos deja) del finlandés incluye todos sus temas, todo su estilo.
Hay películas que ansiamos ver. En ocasiones, la expectación era tan alta que nos dejan insatisfechos y nos sentimos no sólo decepcionados, sino culpables por no comulgar con la obra y el autor al que admiramos. En otras, la decepción viene por la relativa brevedad de la propuesta y cierta inquietud nos corroe. Habría podido durar más, mucho más, para seguir disfrutando de ella. ¿No podía nuestro amado director haberla alargado más? Tal vez no deberíamos haberla visto, sino haberla vivido… Aunque, en cuanto a la filmografía de Kaurismäki, tal vez no es el mejor lugar dónde vivir, dada la precariedad y los percances sufridos por todos sus personajes. Si acaso, sería un buen lugar en el que dedicarnos a ayudar a tanto prójimo necesitado.
Pero, más allá de estas digresiones. ¿Qué podría decir de Fallen Leaves? Muchos directores son reacios a hablar de su obra, comentando que esta habla por si sola. Y Fallen Leaves es expresiva hasta tal punto que resulta difícil comentar nada de ella. Cualquier análisis resulta innecesario o semeja un subrayado frente a la concisión y precisión del autor de Le Havre (2011). Podemos decir que Fallen Leaves es una tragedia que se tuerce a comedia, un cuento feliz habitado por personajes tristes, un mundo oscuro iluminado por colores vivos o, en definitiva, una ráfaga expresiva con parquedad de palabras. Y todo ello, contado sin redundancias y con un apabullante sentido del gag visual. Poco hay que decir acerca de la historia. Holappa es un obrero alcohólico y solitario quien se enamora un día de una joven a la que conoce por azar. El azar les separa también una y otra vez hasta que una decisión de cambio vital (y el azar en forma de tranvía) les volverá a acercar. Sin embargo, por debajo de la linealidad de la trama, y de la capa de aparente frialdad, hay una cálida historia de amor y una rabiosa denuncia de las desigualdades e injusticias sociales. Él es despedido tras un accidente laboral por negligencia empresarial, pero se utiliza su adicción para evitar una denuncia. Ella es echada por utilizar productos de desecho del supermercado. El vive en un contenedor junto a otros trabajadores, ella en un minúsculo apartamento heredado de una familiar. Ambos se distraen en bares tristes dónde el vodka y el karaoke elevan el ánimo. Kaurismäki, no obstante, y como hacía en El hombre sin pasado (2002) utiliza la capacidad (in)expresiva de dos grandes actores y una inteligencia en la puesta en escena para explicitar de modo cómico la injusticia y el absurdo de la situación. Los gestos, las miradas de la pareja y de los secundarios que cruzan la pantalla y la banda sonora (rica en tangos y baladas tristes) harán el resto.
Kaurismäki introduce en esta ocasión (y tal vez por ello se teme una obra definitiva) una serie de referencias cinéfilas. La más jocosa tiene lugar en la primera cita de la pareja, cuándo deciden ir al cine a ver… Los muertos no mueren (Dead Don’t Die, Jim Jarmusch, 2019). Más allá de evidenciar la sintonía entre ambos autores, el finlandés remata la jugada con comentarios oídos a la salida de la sala: “Me ha recordado al Diario de un cura rural”, declara un espectador, aludiendo a la obra de Bresson [1], a lo que otro responde: “A mi me recuerda más bien a Bande apart”. Chascarrillos aparte, el cine donde tienen lugar encuentros y desencuentros luce posters de Godard, Visconti (Rocco y sus hermanos), Melville (Le samurai) o Huston (Fat City), referencias nada fútiles. Al final, los protagonistas marcharán, junto a su perro Chaplin, hacia el horizonte en busca de mejores oportunidades en una conclusión absolutamente referencial al autor de Tiempos modernos.
En fin, podría alargarme comentando una secuencia tras otra de Fallen Leaves o podría esforzarme en convencerles de que es la mejor película del año, del siglo o una obra fundamental. Pero, como apuntaba antes, nadie mejor que la película misma expresa su complejidad y su valor. Más que un consejo, una prescripción. Vayan a verla tan pronto como les sea posible, disfrútenla y, si apetece, recuerden que combina bien con un buen trago de vodka.
[1] Obra con la que el cine de Kaurismäki (más allá del sentido del humor que parece inexistente en la obra del francés) tiene en común la severidad de la puesta en escena, el ascetismo incluso y el uso de la inexpresividad actoral (reducidos en aquel caso a maniquíes parlantes en algún caso).