Una película inacabada, de Lou Ye

The cake is a lie

A lo largo de este verano, las carteleras españolas han ofrecido hasta seis películas procedentes del gigante asiático. Resulta interesante comprobar cómo, a pesar de sus muy diferentes enfoques, muchas de ellas muestran una preocupación común por diseccionar la realidad social y cultural actual de China como un artefacto surgido de las tremendas transformaciones experimentadas a lo largo de las últimas décadas. Casi pareciera que el impacto de la pandemia primero y el vencimiento del primer cuarto de siglo después han ofrecido puntos simbólicos de pausa e introspección; desde los cuales emerge una cierta mirada nostálgica sobre lo que se ha perdido, roto o dejado atrás para siempre, lo que nunca pudo llegar a ser.

Una película inacabada arranca con un planteamiento que resuena con esta inquietud. Un equipo de rodaje se dispone a documentar un inocente atrevimiento de arqueología digital: arrancar un ordenador de diez años de antigüedad. Allí encuentran el esbozo de una película que quedó inacabada. Se disponen entonces a intentar recuperar y finalizar el proyecto; guiados por la añoranza del entusiasmo y libertad creativa que sentían en los inicios de su carrera cuando filmaron el material ahora redescubierto. A nivel formal, este prólogo deja ya entrever algunas pistas que encenderán la sospecha del espectador sobre su naturaleza de docuficción metacinematográfica al estilo de La noche americana (François Truffaut, 1973) o A través de los olivos (Abbas Kiarostami, 1994). Como ejemplo, la cámara sigue grabando una conversación privada a puerta cerrada entre el director y el protagonista.

Una vez retomado el intento por terminar la película inconclusa hace diez años, el rodaje se ve de nuevo interrumpido a raíz del estallido de la pandemia de coronavirus. Gran parte del equipo de rodaje, incluyendo al protagonista de ambas capas de la ficción, se ven recluidos en la soledad de las habitaciones del hotel donde estaban alojados para la filmación. Se justifica así la decisión de presentar la obra como una docuficción: en primer término por la imposibilidad de grabar una realidad trascendental desde la óptica documental clásica; pero más allá, como reflexión sobre otra aparente incapacidad por su contradicción inherente, la de registrar la realidad de la soledad y el aislamiento con una cámara de cine.

Aparece aquí el uso del formato vertical, recordándonos cómo las cámaras nos conectaron durante esos meses de reclusión forzada. Lou Ye refuerza esta idea emitiendo el audio simultáneo de ambos lados de las videollamadas, dejando oír un eco de toda conversación que constata su esencia enlazante. El clímax de esta tesis aparece durante la videollamada colectiva entre miembros del equipo con motivo de la celebración del año nuevo chino. Con la emotiva Huohong de Sarilang de fondo (canción tradicional china popularizada en el Tiktok chino durante la pandemia), la proyección se fragmenta en decenas de pantallas simultáneas como prefacio a un pequeño acto de rebelión para romper la cuarentena y reunirse breve pero festivamente en los pasillos del hotel. A modo de epílogo, el film introduce fragmentos de videos de TikTok/Douyin reales, que paradójicamente documentan e intentan rememorar algunos de los momentos clave de los primeros confinamientos en China, con énfasis en ese sentido comunitario y rebelde que también.

Habrá quién le reproche su cariz previsible o incluso algo plano durante la narración de su tramo medio o también quizás su excesivo tono naive y azucarado aunque; en conjunto, su particular manera de superar el trauma a través del cine (dentro del cine) funciona y sorprende (por el juego con la docuficción). Además, sus resonancias con la más vanguardista A la deriva (Jia Zhangke, 2024) —tanto en la necesidad de mirar atrás para rescatar algo que se perdió, como en su naturaleza collage— dejan entrever una tendencia de fondo en una cierta línea de cine de autor chino contemporáneo que conviene seguir de cerca en los próximos años.