La venida de los niños-dioses
El último monumento a la adolescencia erigido por el realizador japonés Makoto Shinkai se titula El tiempo contigo. El tiempo (esta vez el atmosférico) vuelve a juntar y separar a dos chavales traumados, en continua huida de un enemigo silencioso e implacable: sus propios semejantes.
La dualidad perpetua en el cine de este hacedor de animes en su vertiente ‘blockbuster romántico en multiverso’, que va camino de convertirse en el equivalente al peplum aplicado al costumbrismo tokiota. Una gran ciudad más amenazante que nunca que merecerá su suerte bíblica para sellar otro amor fatalista con hecatombe de fondo.
Todo un coitus interruptus (tal es el cúmulo de uniones y separaciones, vueltas y revueltas, abducciones y exilios) que persigue a protagonistas todavía puros, incólumes en todo a lo que al amor se refiere. Una virginidad más allá del plano sexual: su ingenuidad e idealismo demuestran que todavía no han sido sometidos al pulido, abrillantado y desbastado ejercido por una sociedad obsesionada por la aceptación, por la rendición individual y el morboso goce de la renuncia.
Si el instituto representa el infierno en la tierra para el japonés medio, el héroe de ficción tiene que estar forzosamente lejos de él. Por un lado tenemos a Hodaka, que huye de casa —las razones no nos quedan del todo claras— y llega a la capital desde alguna de las islas que salpican del archipiélago. Y por otro a Hina, huérfana que trata de apañárselas sola junto a su hermano menor. Ambos se sitúan en esa fantasía imposible: fuera de los centros educativos. Ejerciendo, locura máxima, un libre albedrío no exento de responsabilidades.
Niños con responsabilidades de adultos y que viven al margen de estos. Y como puntal entre los dos mundos, otro adulto… pero este inadaptado, con algo de Peter Pan irredento. El cuarentón en el que la siguiente generación se descubrirá: vacío de sueños, desanimado pero en pie. Exultante en su afán de cada día: resistir. El de la mayoría de japoneses, el de esa infantería que conforma la desalentada fuerza laboral de las sociedades capitalistas, tanto orientales como occidentales.
Finalmente, en esto ha acabado mutando la famélica legión de La Internacional. El niño es el siguiente en la lista, un futuro sacrificio al sistema al que de momento hay que mirar con envidia pero también con cierta condescendencia: apenas intuye lo que se le viene encima. El niño puede correr aventuras. El niño puede volar, saltar de nube en nube, desmaterializarse y volver entre los vivos. Se le permite todo, porque más adelante se le exigirá todo.
Pero no olvidemos que la protagonista de esta historia se llama Hina (en japonés, un nombre compuesto por dos kanjis que incluyen un saludo, una suerte de invocación al astro rey). Y Hina alcanza un poder propio de los kamis a través del dolor y de la pena, una forma de trascendencia muy querida en la tradición cultural nipona. ¿Llegó la lluvia antes o después de que a ella se le agotasen las lágrimas viendo agonizar a su madre? El rayo de esperanza —mínimo, pero a pocos bloques del hospital— es un rayo de sol, un tímido y localizado resplandor entre tanta tiniebla.
El acceso a ese mundo espiritual —porque espiritual es: por eso hay que traspasar el torii que franquea la entrada de cualquier templo sintoista—, la elevación, la simple proyección hacia un mundo en el que nada de lo de este importe, es el premio a un sufrimiento infinito e inmerecido. El superpoder del que queda investido el niño-símbolo conllevará una gran responsabilidad, sí, pero también incluirá una novedad vital: poder repartir felicidad en forma de tardes soleadas.
Pero antes del paraíso, el inframundo: las traseras del barrio de Shinjuku, ese barrio rojo que no quiere decir que lo es, esos hoteles con nombres occidentales para noches remuneradas, extorsión mal disimulada y ludopatía fetichista alrededor de la infancia robada. Kawai de contrabando, falditas cortas, cofias para coronar fantasías de sumisión y proxenetas de la memoria.
Aquí es donde desembarca Hodaka, el niño-rito, y aquí podría haber terminado de mala manera su arrebato inmaduro. Pero al igual que la mano de un Dios sin rostro le tendía agua a un perjudicado Judah Ben-Hur, aquí una gentil desconocida le ofrecerá el equivalente en este mundo por civilizar: una hamburguesa. Suficiente para hacer una llamada de teléfono, para encontrar techo y comida, para empezar a experimentar lo que ha venido buscando a esta Tokio inmisericorde: primeras veces.
Las primeras veces están ligadas a casualidades inverosímiles. Una pistola encontrada tras ver su desaparición en un noticiario. Que la chica de la hamburguesa coquetee con la prostitución en esas mismas calles donde él busco cobijo las primeras noches. Que en el autobús haya coincidido antes con su hermano —un enano fucker que las trae a todas de calle—. Si Miyazaki apela a la magia, Shinkai lo hace a la cotidianidad sublimada: 40 millones de personas no son tantas, si uno sabe lo que anda buscando… y cuenta con el azar de su parte.
Y Hodaka anda buscando precisamente a la chica que hace salir al sol. Todavía no sabe que en su calidad de kami en un ser bifurcado, a medio camino entre este mundo en el que no para de llover y esas nubes que no están dispuestas a abandonar su presa así como así. Su encuentro, como es habitual en todo el cine de Makoto Shinkai, tiene fecha de caducidad. ¿Les dará tiempo a decírselo todo, a (re)encontrarse en el otro?
Quizás lo más apasionante resulta la conclusión a la que nos avoca el filme y que se escapa completamente a los derroteros habituales en el cine japonés. El sacrificio, después de todo, no será necesario. El “bienestar de la mayoría” no se impone en el habitual desenlace derrotista. Ya sabéis: el amor intuido y definitivamente postergado, los amantes sacrificados. No, qué va. ¡Que se joda Tokio!
Y es que la catástrofe —siempre inminente, siempre co-protagonista— no acaba siendo tal. A todo se acostumbra uno, incluso a 1000 días seguidos de lluvia.
Estamos ante la mejor película hasta la fecha de Makoto Shinkai. Sin los delirios cursis de la notabilísima Your Name (2016), con un pesimismo lúcido que abarca desde las consecuencias del cambio climático a las que se enfrenta nuestra Mononoke liquiforme a la soledad infinita que se puede sentir bajo el Rainbow Bridge que desemboca en la siempre ociosa Odaiba, desde lo alto de la torre Mori o entre los miles de personas que se precipitan, con orden y concierto, a ese elogio del paso de cebra que es el cruce de Shibuya.
Hay subidones a golpe de clip musical —los idols y demás artistas invitados tienen que colocar sus temitas, qué le vamos a hacer, amparados por el buen hacer de los habituales Radwimps—, cameos de personajes vistos en su anterior filme —hasta aquí puedo leer— y, sobretodo, un afán en la verosimilitud de la animación que es de otro planeta. Qué riqueza en los fondos, qué sentido cinematográfico de la acción, qué narrativa tan sencilla e inteligible y sin embargo… ¡tan adictiva!
Sin tanto ruido como hizo Your Name, sin tanta exaltación prepúber pero muchísimo más emocionante, El tiempo contigo merecerá incorporarse al canon del anime total, concebido con pretensiones operísticas y capaz de llegar a espectadores de cualquier generación.