Es Sodoma y Gomorra uno de los proyectos más extraños en la carrera de Robert Aldrich. Tercera y última película realizada durante su etapa europea, el director asumió un proyecto de características notablemente distintas a las acostumbradas durante su trayectoria cinematográfica precedente. Como acertadamente señala Iglesias Gamboa en su reciente publicación sobre el director: «(…) nunca se sintió muy a gusto en el ámbito de las superproducciones; de hecho, nunca se vio, ni se vería, en otra como ésta (…) su talento siempre se manifestó mejor en la seguridad y autonomía que le proporcionaban los pequeños proyectos que en aquellas películas cuyo volumen de producción le obligaba a desarrollar su trabajo bajo supervisión» (Iglesias Gamboa, Jaime. Robert Aldrich. Madrid: Cátedra, 2009, p. 209).
Ciertamente, una superproducción bíblica, uno de aquellos péplum tan en auge durante la década en Europa, se aleja mucho del tipo de proyectos que había encarado previamente, considerablemente alejados del cine espectáculo aún cuando se enmarcaran dentro de los códigos de un género. De cualquier forma, si hay algo que diferencia el filme que nos ocupa de otras películas de romanos de la época, es que en algunos de sus aspectos muestra una evidente distanciación de lo que esperaríamos de un producto perteneciente a este subgénero. Si bien el guión fue firmado por un experimentado guionista-recadero, Giorgio Prosperi, fue el blacklisted Hugo Butler —escogido por Aldrich para esta tarea— quien modeló el texto tratando de darle cierto calado político, pretendiendo una interpretación de la situación internacional del momento a través de los acontecimientos bíblicos.
Ya sea o no debido a los contrariedades con el presupuesto, lo cierto es que, en muchos momentos, resulta problemático clasificar este producto como un mero péplum. Rehúye de las escenas de masas y las grandes batallas, centrándose más en los conflictos personales y de poder que se dan entre los personajes. Los hebreos, pueblo colonizador en busca de la Tierra Prometida, deberán integrarse (a regañadientes) en las ciudades de Sodoma y Gomorra, morada de vicio y corrupción. Así, Lot, líder de los hebreos (interpretado por un Stewart Granger en declive) se erigirá en mediador entre ambas culturas; un papel problemático que llevará al cuestionamiento de su liderazgo. El núcleo temático es clásico en la historia del western: el enfrentamiento más individual que social o comunitario entre los seres que pueblan la película (lo cual establece la primera distanciación respecto al péplum); la lucha de los colonos por un asentamiento en condiciones dignas; los problemas que surgen al establecer una comunidad y tener que protegerla de injerencias externas; y, sobre todo, el papel del dirigente social y sus complejas responsabilidades, que llevarán finalmente a tambalear su autoridad. De esta forma, Aldrich trata de acercar el filme a algunas características temáticas del western, si bien, finalmente la intervención divina diluye cualquier atisbo precedente de ambigüedad moral y establece un discurso unidireccional y monolítico, echando por tierra los logros anteriores. Nada más lejos del cuestionamiento antiautoritario, sardónico y ácido de una de las cimas de su obra, Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, 1967).
Por su parte, y muy acorde con su estética particular, Aldrich quiso empapar de erotismo la historia de estas dos ciudades; la propia Biblia no escatima en detalles sobre prácticas lujuriosas, que merecieron finalmente el castigo de Jehová. A este respecto, el travelling que inicia la película, exhibiendo la somnolienta resaca de una gran orgía vivida en el palacio real sodomita denota un gran vigor para inventar imágenes, un poder de sugerencia que la sitúa en la cima de un filme excesivamente discursivo, farragoso y rutinario. Porque, finalmente, triunfa la rigidez escénica, los personajes discurriendo fatigosamente en escenarios muertos, estáticos, sin vida. Uno de los grandes lastres con los que cargó siempre el péplum y con el que Aldrich no se atrevió (o no pudo) romper.
Las vertientes comentadas, política y erótica, que tratan de encaminar un filme bíblico simple y grandilocuente a espacios de mayor libertad representativa e ideológica chocan frontalmente con lo que, por otro lado, aspiraba a ser un muscleman epic aderezado con cierta retórica espiritualista. Esta colisión de intereses da lugar a un producto híbrido y extraño, desequilibrado y finalmente fallido. No debemos, sin embargo, olvidar ciertas audacias, que una vez más, y en una de sus películas más flojas, demuestran que estamos ante un director que incluso tratándose de encargos despersonalizados como el que nos ocupa, luchó por hacerlos propios, más allá de los resultados finales.