La intertextualidad como arte
En su fundamental Análisis del film, los teóricos franceses Jacques Aumont y Michel Marie se valen de Al final de la escapada (À bout de souffle, J.L. Godard, 1959) para ejemplificar de manera didáctica la función e importancia de la intertextualidad en las películas y, por consiguiente, en el análisis de las mismas [1]. En dicho epígrafe, Aumont y Marie citan a su vez el estudio Au début du souffle: le culte et la culture d’ À bout de souffle, de Dudley Andrew, en el que su autor analiza secuencia a secuencia la opera prima de Jean-Luc Godard señalando todas y cada una de las referencias culturales y fílmicas que el director francés introduce en ella. En lo que a películas se refiere, la lista es inmensa: Más dura será la caída (The Harder they Fall, Mark Robson, 1956), El demonio de las armas (Gun Crazy/Deadly Is the Female, Joseph H. Lewis, 1949), Vorágine (Whirlpool, Otto Preminger, 1949), ¿Ángel o diablo? (Fallen Angel, Otto Preminger, 1945), o Gilda (Id., Charles Vidor, 1946), entre muchas otras [2].
Repasando la extensa bibliografía publicada sobre Godard de cara a la preparación de este artículo recordé los listados de Marie y Andrew que tanto me habían llamado la atención hace años. Igualmente, vino a mi mente la anécdota de un profesor que, en mi último año como estudiante de la licenciatura de Comunicación Audiovisual, centraba el corpus de su asignatura de Dirección Cinematográfica en la diferenciación entre lo que él consideraba las tres etapas que había atravesado el séptimo arte desde su nacimiento, a saber: el clasicismo, la modernidad y la postmodernidad. Al hablar de esta última y difusa etapa, una de las características definitorias (y por tanto, no presente en ninguna de las etapas anteriores) de la misma que encontraba mi profesor era la cita o referencia a otras obras cinematográficas preexistentes. Como paradigma de lo anterior, mencionaba a Quentin Tarantino valiéndose de su recién estrenado díptico Kill Bill (Kill Bill, vols. 1 &2, Quentin Tarantino, 2003-2004) como ejemplo fundamental de su argumentación.
En mi afán de alumno por pasar lo más desapercibido posible en el aula, no manifesté en público mi discrepancia con dicha premisa que, como he dicho, él consideraba definitoria de la postmodernidad al no encontrarse (según él) presente en ninguna de las otras dos etapas a estudio. ¿En qué lugar dejaba lo anterior a las referencias de Intolerancia (Intolerance, D.W. Griffith, 1916) a la italiana Cabiria (Id., G. Pastrone, 1914)? ¿Y las citas presentes en las películas “B”, especialmente aquellas de las décadas de los ’30 y los ‘40, a éxitos “A” que habían triunfado en taquilla pocos años antes? ¿Y los guiños del Orson Welles actor de El tercer hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949) al Orson Welles director de El extraño (The Stranger, Orson Welles, 1946)? Y, por encima de todo, ¿dónde quedaba para mi profesor el “moderno” Godard de Al final de la escapada? Porque, si bien en las anteriores muestras esclarecedoras de que, desde sus inicios, el cine ha recurrido sistemáticamente a la intertextualidad son buenos ejemplos de citas medidas, si bien puntuales, a obras preexistentes, el filme que aquí nos trata supone un punto de inflexión evidente en su historia. En su primer filme como director, Godard hace de la intertextualidad un auténtico arte.
Evidentemente, no es la única aportación (ni siquiera la más importante), por la que Al final de la escapada ocupa uno de los lugares más señalados de la cinematografía mundial, por mucho que hoy en día le pese a su propio autor. Sus aportaciones a la narrativa fílmica son innegables. En cierta manera, puede considerarse que la carta de presentación de Godard como director supone una ruptura notable con aquello que Noël Burch denomina “Modo de Representación Institucional (M.R.I.)” en su El tragaluz del infinito [3]. Al final de la escapada es un asesinato de las nociones tradicionales de raccord, eje, montaje, iluminación e incluso de puesta en escena. Los tiempos y los espacios no se corresponden con los propios del cine que conocemos como “clásico” y, si bien tal y como apunta el biógrafo de Godard Colin MacCabe, la opera prima del francés es a todas luces un filme “policial”, su estructura y su concepción se alejan mucho de las premisas que constriñen el género. El propio MacCabe se refiere a la secuencia de amor entre Michel Poiccard (Jean-Paul Belmondo) y Patricia Franchini (Jean Seberg) en el Hôtel de Suède, de veinte minutos de duración, como uno de los mayores ejemplos de lo anterior [4].
No obstante, desde un punto de vista estrictamente argumental, el guión concebido por Godard y su amigo y compañero de Cahiers du cinéma François Truffaut en 1959 nada tiene de rupturista. Al final de la escapada es un filme policial con visos del cine noir que tan bien conocían sus responsables creativos. La historia del asesinato de un policía a manos de Michel Poiccard (alias Laszlo Kovacs) durante su huída al volante de un coche robado no presenta trazo alguno de la ideología radical por la que se decantará su director en lo que se ha venido a llamar como su etapa “maoísta”. Por el contrario, Al final de la escapada prescinde de una subtrama política [5], algo que no sucede en buena parte de los filmes noir norteamericanos de los cincuenta a los que ésta tanto debe, como es el caso de Yo amé a un asesino (He Ran All the Way, John Berry, 1951), película de final simétrico al del primer largometraje de Godard. Una nueva muestra de intertextualidad: tanto en aquella como en ésta, el protagonista (en el filme de Berry interpretado por John Garfield en su última aparición en pantalla) acaba sus días (y la película) corriendo mientras muere desangrado a causa del disparo que acaba de recibir y que no es sino una muestra de la traición de la única mujer a la que ha llegado a amar (en Yo amé a un asesino ese rol lo desempeña una aparentemente ingenua Shelley Winters). La diferencia, la sensación final del espectador. Lo que en Yo amé a un asesino resulta un final coherente con la máxima que subyace de la trama central del filme —la imposibilidad de las clases oprimidas de escapar al yugo opresor del sistema—, en Al final de la escapada es una consecuencia de múltiples factores, ninguno de ellos ideológicos. Entre los más evidentes, el giro final que permite a Godard hacer de Patricia una femme fatale en un nuevo acto de intertextualidad que conecta la película con los cientos de filmes protagonizados por personajes femeninos de esta índole. Por otra parte, el final de Al final de la escapada supone la primera muestra de la coherencia de su autor con su manera de ver las relaciones humanas, además de con su obsesión por la muerte. Algo señalado y sintetizado a la perfección por Raoul Coutard, quien afirma que “hay solo dos temas en las películas de Jean-Luc: la muerte y la imposibilidad del amor” [6].
A la luz de lo anterior, la eterna pregunta sobre si el Godard de la nouvelle vague estaba más interesado en la estética que en la historia que contaban sus películas resulta absurda. Como absurdo resulta atribuir a otros directores méritos que, por una preocupante falta de memoria de aquellos que lo hacen, corresponden a alguien tan imprescindible para comprender el cine contemporáneo como es Jean-Luc Godard. Después de todo, a nadie pueden sorprender las siguientes palabras de la actriz y directora Julie Delpy: “Tenía seis años cuando vi mi primera película de Godard, ocho cuando experimenté por primera vez a Bergman. Quería ser directora cuando tenía catorce años”. ¿Fin del cine, como señala el propio autor al final de su Week End (Id., J.L. Godard, 1967)? Con referentes como él, sinceramente yo no creo que ese momento llegue jamás.
[1] Aumont, J. y Marie, M.: Análisis del film, Paidós, Barcelona, 1990, p 252-254.
[2] En un estudio posterior, el propio Marie analizará plano a plano el primer filme de Godard cifrando en dieciocho las referencias —directas e indirectas— a otros filmes presentes en la película. Para una lista completa de ellas, Marie, M.: À bout de souffle, Nathan, Paris, 1999.
[3] Burch, N.: El tragaluz del infinito, Cátedra, Madrid, 1987.
[4] MacCabe, C.: Godard, Seix Barral, Barcelona, 2005, p 140.
[5] Si bien también resulta posible una lectura social de la película, tal y como sucede con cualquier filme que haga referencia de alguna manera a la lucha de clases. Bajo esta óptica, Poiccard podría ser visto como la víctima de un sistema opresor en el que la supervivencia de los más débiles pasa por atentar contra los más ricos. En cualquier caso, al no aparecer en el filme el contrapunto imprescindible para una interpretación de estas características (es decir, al no reparar Godard en la clase acomodada que oprime al criminal), un razonamiento de este tipo parece quedar fuera de todo lugar.
[6] Cita extraída de MacCabe, C.: Op. Cit., p 143.