Recuerda
El cine, dice Andre Bazin, sustituye nuestra mirada por un mundo más en armonía con nuestros deseos. El desprecio es una historia de ese mundo.
Anoche soñé que volvía a 1963. Se conoce que, por falta de sueño y no por aburrimiento, me quedé traspuesto mientras veía por enésima vez la gran Mulholland Drive (David Lynch, 2001). En mi sueño, yo era el cineasta interpretado por Justin Theroux, y estaba dirigiendo la bonita escena en que Naomi Watts y Laura Helena Harring se desnudan y se ponen tontorronas, cuando de repente se me quedan ambas mirando, y no precisamente con la expresión de lujuria que a mí me hubiera apetecido, sino más bien con cara de susto, pero también de cierto respeto. Entonces me miro en un espejo, a ver si es que tengo algún resto de comida entre los dientes, y veo con sorpresa como las gafapasta de Justin se transforman en… el monóculo de Fritz Lang. Como el que no quiere la cosa, me he convertido en el prestigioso realizador alemán exiliado. El escenario de comienzos del siglo XXI que recreaba la década dorada de Hollywood, se convierte en la auténtica Cinecitta de los genuinos sesenta. Naomi se metamorfosea en Brigitte Bardot y Laura Helena en… Brigitte Bardot con una peluca morena. Las dos B. B.’s dicen al unísono, y con notable mala leche: Je te mépris (Te desprecio) y comienzan a besarse hasta fundirse en una sola. Queda la rubia. Pero cada vez que pestañeo su pelo cambia de color. Una morena y una rubia, como en la canción. Ahora estoy en un gran teatro. Ante mí, el baile de los títulos de crédito de Mulholand Drive, que casi sin enterarme se convierte en el escenario que aparece en El desprecio, la película de Godard. La muchacha del vestido rojo que canta ante el micrófono, de repente se desplaza a un lateral y su voz, aunque alejada del aparato, sigue sonando con la misma fuerza, pero ahora cambia la canción, es Llorando por ti, y la citada muchacha ha cedido su imagen a Rebekah del Río, desapareciendo todos los bailarines de detrás. Llega entonces el productor mafioso de Mulholland Drive, con una Brigitte agarrada a cada brazo, la música desaparece, y me dice, sin señalar a ninguna de ellas en concreto: This is the girl. ¿Pero cual?, me pregunto yo. La música irrumpe de nuevo en escena. Entonces él escupe café en un pañuelo de manera bastante desagradable y se convierte en Jerry Prokosch (el productor que aparece en El desprecio). Saca un minilibro de cinco por tres centímetros y leyendo, declama, justo después de que la música cese de nuevo: Expresso non me piace (no se sí se dice así, pero era mi sueño y él lo decía así). C’est la femme. ¿Cómo?, le vuelvo a preguntar. Sólo dígalo (en español, no me pregunten por qué), me ordena. Pero no me da tiempo a decir nada, porque estoy conduciendo una limusina, de noche, por una oscura carretera perdida cerca de Mulholland Dr., y desafiando todos los límites de velocidad. Al oir unos sensuales gemidos, me da por mirar por el retrovisor interior y me encuentro con un cuadro díficil de olvidar: Naomi y Laura Helena (o Brigitte y Brigitte, ya ni lo sé ni me importa) semivestidas en el asiento de atrás, metiéndose de todo menos miedo la una a la otra. Así nos pasa, que se nos cruza un camión cisterna blanco, no me da tiempo a reaccionar, y nos pegamos la hostia del millón de dólares. Pero yo ahora lo veo todo desde arriba, ya es de día, estamos a las afueras de Capri, y el auto siniestrado es un Alfa rojo descapotable. Prokosch y Camille (la Brigitte rubia) yacen muertos en sus asientos. Suenan unos cláxones, y me despierto. Era el teléfono, que ya ha cesado de sonar. En la televisión, Mulholland Drive está acabando. Silenzio. ¿No acababa también así El desprecio? ¡Coño, claro que sí!
No es tan extraño que un director tan sumamente desquiciado y con un universo tan personal y fascinante como David Lynch haya querido recrear, quien sabe si inconscientemente (probablemente sin el sueño yo no habría caído en los numerosos paralelismos: cine dentro del cine, el productor que mangonea en el guion, la morena y la rubia, el baile y el numerito del playback que se desvela, el accidente de coche, ese Silenzio del final), recordar, el cine de otro desquiciado con otro universo personal y fascinante, por supuesto llevándolo a su propio terreno y sin ninguna necesidad de sacar a relucir a los cuatro vientos el tema de un homenaje que tal vez, como digo, solo sea producto del subconsciente, tema que también está muy presente en la última etapa de la filmografía del director de Montana. No, decididamente no es extraño que Mulholland Drive sea el reverso tenebroso de El desprecio. Ambos son directores que, aunque se alejen de los parámetros del cine comercial, de las modas, permaneciendo siempre fieles a unos estilos (a pesar de que hayan atravesado diversas fases, unas más radicales que otras), creo que no ignoran, como a veces se sugiere, que tienen detrás un espectador, todo lo contrario, se preocupan precisamente por este hecho, y deciden no darlo todo masticado, invitando a la reflexión, o tal vez no busquen exactamente eso sino más bien la provocación, la búsqueda de una reacción o respuesta a lo que nos están mostrando, ya sea a través de una puesta en escena radical, o de líneas argumentales poco claras, tal vez inexistentes, que pueden ser también una excusa para hacer lo que les viene en gana, por supuesto, pero que siempre conducen a algún sitio, y que nunca dejan indiferente al público, aunque salga echando pestes. Habrá quien diga que espectador, viene de expect, esperar (aunque sea mentira), y que a lo mejor no es cuestión de que les dé por pensar, sino solo eso, esperar, a mesa puesta. Bueno, para esos espectadores existen otros tipos de cine. A mí me gusta pensar, o al menos que lo que veo me provoque algún tipo de sensación, o que me sorprenda, y por eso mismo me gusta el de estos dos, por ejemplo. Y lo que tal vez sí es extraño es que a estas alturas, en pleno siglo XXI me sorprendan más películas realizadas hace casi cincuenta años como las de Jean-Luc que casi cualquier cosa que se hace ahora.
Más extraño y/o sorprendente es aún si tenemos en cuenta que el director francés de origen suizo decía que solía contar con una página de guion y que el resto lo iba desarrollando sobre la marcha, dejando que los diálogos de sus personajes fluyesen en función de lo que le apeteciese filosofar o despotricar en ese momento. No es difícil imaginar que precisamente eso fuese lo que ocurrió con esta película. Se cita a Dante, a Hölderling, a través de un cartel se recuerda también al Viaggio in Italia (1954) de Rossellini (que también hablaba de la descomposición de un matrimonio), se compara la tragedia homérica con la de los propios personajes, se habla de la industria del cine, y por supuesto, la pareja protagonizada por Michel Piccoli y Brigitte Bardot habla de lo suyo, y mucho. Se desarrolla prácticamente en tres actos (exceptuando unos pequeños interludios), plenos en esos diálogos a través de los cuales se desarrolla algo que podría, perfectamente, resumirse en una página de guion. El primer acto, tras un pequeño prólogo donde nos recreamos en la espalda (y lo que no es la espalda) de Camille (Bardot), a ratos con un filtro rojo o azul (los colores franceses que tanto gustan a Godard, y que decoran también la mayoría de los sofás de la película), compartiendo cama y palabras tiernas con su marido (Piccoli), consiste en una reunión entre el productor y el director (Fritz Lang interpretándose a sí mismo) de una adaptación de La odisea y el encargado de reescribir el guion (Piccoli) a petición del primero. El segundo acto, que se desarrolla durante aproximadamente una hora, y que transcurre enteramente en el apartamento del guionista y su mujer, sin más personajes ante la cámara que ellos dos, es una discusión aparentemente tonta en su comienzo (como todas las discusiones de pareja) y que termina por confirmar que el amor del prólogo se ha terminado (durante el segundo interludio, en una parte que queda en elipsis, en el trayecto en coche de Camille con Prokosch, el productor), apareciendo el desprecio que titula el filme. Por último, el tercer acto transcurre en Capri, durante el rodaje (el interludio se desarrolla en el escenario que aparecía en mi sueño), y es donde se consuma la ruptura.
En esta ocasión la puesta en escena de Godard no es tan radical como en otras de sus películas, o al menos no era su intención, pues en el fondo El desprecio no busca tanto sorprender/incomodar (lo que se prefiera) como contar una pequeña historia de desamor y de los tejemanejes de la industria cinematográfica, a pesar de que al final resulte tan provocadora como cualquier otro parto del loco creador de Pierrot el loco. La gente no le habla a la cámara (aunque al comienzo de la película la cámara del rodaje apunte directamente al espectador de forma injustificable con la secuencia que se está rodando, es decir, una primera provocación, acompañada con la cita que encabeza estas líneas), no hay letreros o intertítulos acompañando la narración (incluso los créditos son hablados), no hay músicas fuera de lugar, no hay artificiosos jugueteos con el montaje, pero aunque formalmente sea más comedida no deja de ser una propuesta transgresora. El hecho de seguir a dos personajes encerrados en un pequeño apartamento durante toda una hora (algo parecido a lo que ya hizo en su debut, Al final de la escapada, pero en esta ocasión llevado al extremo), y no precisamente hablando del tiempo, sino desnudando su intimidad, sus debilidades, sus temores, y finalmente viendo como estos miedos se convierten en una verdad incómoda, no resulta demasiado habitual, incluso en aquellas películas que no sin razón se tildan de teatrales. Lograr que desde un punto de vista cinematográfico no solo tenga validez, y que por descontado no resulte aburrido, sino que además se convierta en un ejercicio de estilo, demuestra una vez más que no siempre la más sencilla es la única vía ni la mejor, que siempre existen alternativas, y que la exploración de esas otras posibilidades puede que tampoco sea la mejor opción, pero lo que es seguro es que la novedad sorprende y que el atrevimiento es valorable. Michael Piccoli lo demuestra cuando abre una puerta que solo tiene marco para cruzarla como si tuviese relleno, más tarde la atraviesa por el hueco estando cerrada, y al final, cuando parece que no restan más opciones, da otra vuelta de tuerca y la atraviesa a la vez que la abre. El cine de Godard es un poco así, cuando parece que no hay más formas de cruzar una puerta, destroza un poco la pared que hay al lado, y justo cuando parece que pasará por el socavón, encuentra su punto de fuga en la ventana.
Una de las muchas maravillas que se integran en El desprecio, y que no puedo pasar por alto antes de acabar, es el color. Es una de esas películas —como Su juego favorito (Men’s Favourite Sport, Howard Hawks, 1964), como Ran (Akira Kurosawa, 1985), o sí, como Mullholland Drive)— inimaginables en blanco y negro, en donde lo que vemos nos gusta tanto, entre otras muchas cosas, porque es visualmente fascinante, poderoso y bonito. Esas paredes amarillas, esos sofás rojos y azules, ese Alfa Romeo (el de mi sueño, que casualmente aparece en la película), esa excursión por el campo, ese baile-show-musical tan ficticiamente real, ese rodaje en el puerto, esos acantilados de Capri y esas vistas al mar, ese apartamento que terminamos conociendo al milímetro como si fuera nuestra propia residencia vacacional, esos largos planos secuencia que persiguen a la Bardot para que no se escape… Todo eso, queda impreso en nuestro subconsciente. Y cuando menos te lo esperas…