Cine educativo de verdad
Si existe un ámbito realmente importante en la vida humana es el de la educación, el de la formación de las personas para su vida social e individual. Se trata de una cuestión extraordinariamente compleja, puesto que en ella quedan imbricadas múltiples dimensiones de la vida de un individuo: su contexto vital, su familia, sus relaciones sociales, sus expectativas de desarrollo profesional, etc… Así lo entendieron ya los antiguos griegos, y así se ha venido vindicando a lo largo de toda la historia de la cultura occidental hasta nuestros días, hasta el punto de que la Paideia (término griego que significa educación) constituye uno de los elementos esenciales en el modus essendi de nuestra cultura y de nuestra concepción humanística.
Hoy, sin embargo, la educación, en su sentido cultural, es algo sobre lo que existe una desorientación absoluta. No hay más que fijarse en que se trata de un ámbito sobre el que se emprende mayor cantidad y diversidad de iniciativas y reformas legislativas por parte de los poderes públicos; en concreto, en nuestro país, desde la exageradamente idolatrada Transición, no ha habido gobierno que no haya realizado (o, como el actual, en proceso de realizar) un replanteamiento de las políticas educacionales. Parece que algo sobre cuya importancia y bondad todo el mundo está de acuerdo, como es la implantación de un buen y eficaz sistema educativo, adoleciese siempre de la cordura y de la estabilidad necesarias para permitir la formación de buenos ciudadanos, responsables ante el tiempo y el lugar en que les ha correspondido vivir, y para posibilitar su desenvolvimiento integral como personas. Precisamente en torno a estos temas tan cruciales y arduos gira La clase.
La película narra el desarrollo de un curso académico en un instituto francés de enseñanza secundaria de los deprimidos suburbios de París, de la mano de un profesor de Lengua que diariamente tiene que enfrentarse a un alumnado adolescente, la mayoría apático, de procedencias étnicas y culturales muy diferentes (blancos, negros, musulmanes, orientales, subsaharianos, etc…), y con algún que otro alumno que roza la marginalidad social. Rodada en un registro narrativo pseudo-documental, el filme escenifica toda la problemática atinente a la educación de estos jóvenes en toda su extensión: no sólo se queda en la mera relación (en algunos momentos, auténtica lucha) cotidiana del profesor con sus alumnos porque aprendan algo, sino que también incide con gran profundidad y sutileza en las propias actitudes profesionales del resto de profesores del centro, y en los mecanismos institucionales del sistema para intentar cumplir con su función educadora.
El director nos introduce en el aula y nos presenta las distintas actitudes y conductas de los alumnos en su relación cotidiana con el profesor. Para ello, Cantet adopta un punto de vista que nos sitúa a una distancia frente a los acontecimientos y a los personajes que permite al espectador valorarlos desde la reflexión, pero a la vez, identificarse con sus distintas problemáticas existenciales, hasta el punto de crear cierta empatía (con frecuencia, simpatía) con ellos. No hay a primera vista personajes simbólicos, construidos artificiosamente, sino que uno tiene la impresión de encontrarse ante sujetos de carne y hueso; de hecho, todos los personajes de la película mantienen sus nombres auténticos y están dirigidos de tal modo que se expresen espontáneamente ante las cámaras, sin la menor caracterización en lo que respecta a su maquillaje, vestuario, etc…, con el fin de lograr la autenticidad que persigue (y consigue) el cineasta.
Estamos, pues, ante una película de una complejidad estilística enorme, donde se logra presentar convincentemente bajo un prisma propio de cine documental lo que es pura y dura ficción. La observación entomológica de actitudes y conductas (basado en un montaje preciso y muy trabajado) está planificada con gran rigor; y es que una apuesta como la de La clase no puede permitirse el menor devaneo que pudiera hacerla caer en el descontrol e, incluso, en el sinsentido. Esta sabia mezcla de autenticidad y rigor estético es, creo yo, el verdadero punto de interés de esta magnífica película.
Como no podía ser de otra manera, habida cuenta de los presupuestos estilísticos del filme, el espléndido trabajo de Cantet se ve perfectamente complementado con las excelentes interpretaciones de los actores. Desde François, el profesor protagonista (docente en un instituto también en la vida real) y autor de la novela en que se basa la película, hasta los jóvenes actores (no profesionales) que recrean a los alumnos, los personajes respiran frescura y credibilidad en esta frágil frontera entre la ficción y la realidad por la que, como digo, discurre todo el metraje.
La clase es una película necesaria hoy. Constituye una brillante y profunda reflexión en torno a la educación, a la docencia y a la vocación docente, a la forma social de relación en nuestra sociedad globalizada, y a la necesidad de relacionarse desde la idea de respeto y de la auténtica autoridad, la que se impone por sí misma sin que resulte preciso recurrir a procedimientos violentos o mistificadores. Frente a la complacencia ñoña, insustancial y disolvente que presiden los actuales planteamientos pedagógicos y educativos de nuestro sistema, la película de Cantet es una honesta y audaz apuesta por la palabra y por el diálogo como medios de conocer y relacionarse con los demás y con uno mismo. Es por ello que La clase (y esto es lo más insólito y admirable del filme) es una de esas escasas películas verdaderamente filosóficas por su radicalidad en sus planteamientos y en sus soluciones.